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– ¡Caray! ¿Todo eso por un tipo? -preguntó Kaplan, asombrado.

– Como te dije, alguien mató a Superman.

– Así que tienes un montón de presuntos sospechosos: gobiernos extranjeros, terroristas internacionales y toda esa mierda, ¿no?

Kaplan meneó la cabeza mientras pensaba en el número cada vez mayor de gente malvada en la cada vez más pequeña esfera que llamaban hogar.

El agente del FBI encogió los hombros.

– Digamos que no será el típico asesino callejero.

Los dos hombres guardaron silencio y contemplaron una vez más el lugar donde se había enterrado el avión. Observaron cómo la grúa comenzaba a recoger el cable y, al cabo de dos minutos, la cesta con los dos hombres apareció por encima del pozo. La grúa giró para depositar la cesta en el suelo. Los ocupantes saltaron a tierra. Sawyer y Kaplan miraron, cada vez más ansiosos, a la pareja que corría hacia ellos.

El primero en llegar fue un joven con el pelo rubio ceniza cubriéndole parte de sus facciones angelicales. En la mano llevaba un bolsa de plástico que contenía un objeto metálico pequeño y rectangular ennegrecido por el fuego. El compañero llegó al cabo de unos segundos. Era mayor, y el rostro enrojecido y los jadeos indicaban que correr por el campo no era lo suyo.

– No me lo podía creer -les informó el joven-. El ala de estribor, o lo que queda de ella, estaba encima del fuselaje, bastante intacta. Supongo que el lado izquierdo soportó la mayor parte de la explosión. Por lo que se ve, cuando el morro chocó contra el suelo, abrió un agujero un poco más grande que el diámetro del fuselaje. Las alas golpearon contra los bordes del agujero, y se plegaron hacia atrás y por encima del fuselaje. Todo un milagro.

Kaplan cogió la bolsa y se acercó a la mesa.

– ¿Dónde lo encontraste?

– Estaba sujeto a la parte interior del ala, al lado mismo del panel de acceso al tanque de combustible. Debía estar colocado en el interior del ala por el lado del fuselaje de la turbina de estribor. No sé qué es pero estoy seguro de que no pertenece al avión.

– ¿Así que estaba a la izquierda del lugar donde se partió el ala? -preguntó Kaplan.

– Así es, jefe. Cinco centímetros más y también hubiese desaparecido.

– Por lo que se ve -dijo el hombre mayor, el fuselaje sirvió de escudo para el ala de estribor y la protegió de la explosión posterior al impacto. Cuando se hundieron los bordes del cráter, la tierra debió apagar el incendio casi en el acto. -Hizo una pausa para después añadir con un tono solemne-: Pero la parte delantera de la cabina ha desaparecido. Me refiero a que no queda ni rastro, como si nunca hubiese existido.

Kaplan le pasó la bolsa a Sawyer.

– ¿Sabes qué demonios es esto?

– Sí, lo sé -contestó el agente con una expresión sombría.

Capítulo 19

Sidney Archer había ido a la oficina. Ahora estaba sentada en su despacho, con la puerta cerrada con llave. Eran las ocho pasadas, pero se oía el rumor de un fax en el fondo. Cogió el teléfono y marcó el número de la casa de Kay Vincent.

Un hombre atendió el teléfono.

– Kay Vincent, por favor. Soy Sidney Archer.

– Un momento.

Mientras esperaba, Sidney echó una ojeada al despacho. Siempre le había parecido un lugar muy suyo, pero lo encontraba extraño. Los diplomas colgados en la pared eran suyos, aunque en este momento no parecía recordar cuándo o dónde los había conseguido. Después de un choque detrás de otro se había convertido en alguien que sólo actuaba por reacción. Se preguntó qué nueva sorpresa le esperaba al otro lado del teléfono.

– ¿Sidney?

– Hola, Kay.

– Me siento fatal. -La voz de Kay sonó avergonzada-. Esta mañana ni siquiera te pregunté por Amy. ¿Cómo está?

– Ahora mismo está con mis padres. -Sidney tragó saliva y añadió-: Todavía no se lo he dicho.

– Lamento haber actuado como lo hice en el trabajo. Ya sabes cómo es ese lugar. Se ponen muy nerviosos si creen que haces llamadas personales en horas de oficina.

– Lo sé, Kay. No sabía a quién más podía llamar allí. -Sidney se cuidó de no añadir: «En quién confiar».

– Te comprendo, Sid.

Sidney respiró bien hondo. No era momento de ir con rodeos. Si se hubiera fijado, habría visto que el pomo de la puerta giraba despacio, y después se detuvo cuando el mecanismo de cierre impidió que completara el giro.

– Kay, ¿hay algo que quieras decirme? ¿Sobre Jason?

Hubo una pausa bastante larga hasta que Kay se decidió a responder.

– No podría haber tenido un jefe mejor. Trabajaba muchísimo, era un candidato firme para los altos cargos. Pero tenía tiempo para hablar con todos, para estar con ellos.

Kay se interrumpió, y Sidney pensó que quizá lo había hecho para ordenar sus pensamientos. Arriesgó una pregunta:

– ¿Dejó de hacerlo? ¿Jason se comportó diferente?

– Sí.

La respuesta fue tan rápida que Sidney casi no la escuchó.

– ¿De qué manera?

– Se trata de pequeños detalles. Lo primero fue que Jason pidió una cerradura para su puerta.

– Una cerradura en la puerta de un oficina no es tan raro, Kay. Yo tengo una en la mía. -Sidney miró la puerta. El pomo estaba inmóvil.

– Lo sé, Sidney. La cuestión es que Jason ya tenía una cerradura.

– No lo entiendo, Kay. Si ya tenía una cerradura, ¿por qué pidió otra?

– La cerradura que tenía era de las comunes, de ésas que aprietas un botón para trabarla. Probablemente, la tuya es una de ésas.

Sidney volvió a mirar la puerta.

– Tienes razón, lo es. ¿Las cerraduras de las puertas de oficina no son todas iguales?

– No en estos tiempos, Sid. Jason hizo instalar una cerradura electrónica que sólo se abre con una tarjeta inteligente.

– ¿Una tarjeta inteligente?

– Sí, una tarjeta de plástico que tiene un microchip. No sé muy bien cómo funciona, pero la necesitas para entrar en el edificio, y en ciertos lugares restringidos, entre otras cosas.

Sidney buscó en el bolso y sacó la tarjeta de plástico que había encontrado en la mesa de Jason en casa.

– ¿Alguien más en Tritón tiene instalada ese tipo de cerradura?

– Alrededor de media docena de personas. Pero la mayoría están en finanzas.

– ¿Jason te dijo por qué había pedido más seguridad para su oficina?

– Se lo pregunté porque me preocupaba que alguien hubiese entrado en un despacho y que no nos hubiesen dicho nada. Pero Jason me dijo que había asumido más responsabilidades con la empresa y que tenía algunos informes que requerían una protección especial.

Sidney, cansada de estar sentada, se levantó y comenzó a pasearse de un lado al otro de la oficina. Miró a través de la ventana. Al otro lado de la calle brillaban las luces de Spencers, un nuevo restaurante de lujo. Una procesión de taxis y limusinas descargaban grupos elegantemente vestidos que entraban en el establecimiento para una noche de buena comida, excelentes vinos y los últimos cotilleos de la ciudad. Sidney bajó la persiana. Soltó el aliento y se sentó en el sofá. Se quitó los zapatos y, con una expresión ausente, comenzó a masajearse los pies cansados y doloridos.

– ¿Por qué Jason no quiso que le dijeras a nadie que tenía más responsabilidades?

– No lo sé. Ya lo habían ascendido tres veces. Así que no podía ser eso. Nadie guarda el secreto cuando se trata de un ascenso.

Sidney consideró la información durante unos segundos. Jason no le había dicho nada de un ascenso y era imposible que él se lo hubiese ocultado.

– ¿Te dijo quién le había dado las nuevas responsabilidades?

– No. Y, en realidad, yo no insistí.

– ¿Le comentaste a alguien lo que te dijo Jason?

– A nadie -contestó Kay con firmeza.

Sidney la creyó.

– ¿Qué más te preocupaba?

– Verás, Jason se volvió más reservado. Comenzó a buscar excusas para no asistir a las reuniones, y cosas así. Eso empezó hace cosa de un mes.