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Llegó a la puerta. Había un paquete en el portal. Se agachó y lo recogió. La caja tenía el logo de New Hampshire Post. El remite rezaba: «Bobby Dodd, residencia geriátrica asistida Starshine».

Eran las carpetas de Bob Dodd.

40

Wade Larue estaba sentado al lado de su abogada, Sandra Koval.

Toda la ropa que llevaba era nueva. La sala no olía a cárcel, esa espantosa mezcla de descomposición y desinfectante, de celadores gordos y orina, de manchas que no se quitan nunca, y eso de por sí era un cambio extraño. La cárcel se convierte en tu mundo, y salir de ella es un sueño imposible, como imaginar la vida en otro planeta. A Wade Larue lo habían encerrado a los veintidós años. Ahora tenía treinta y siete. Eso significaba que se había pasado casi toda su vida de adulto entre rejas. Ese olor, ese espantoso olor, era lo único que conocía. Sí, todavía era joven. Tenía, como repetía Sandra Koval como un mantra, toda una vida por delante.

Pero no era eso lo que sentía en ese momento.

La vida de Wade Larue se había ido al traste por culpa de una obra de teatro escolar. En el pueblo de Maine donde se crió, todo el mundo coincidía en que Wade tenía talento para la interpretación. Era un estudiante pésimo. No era muy buen atleta. Pero se le daba bien cantar y bailar y, sobre todo, tenía lo que un crítico local llamó -eso después de ver a Wade encarnar a Nathan Detroit en Ellos y ellas en el segundo curso del instituto- «un carisma sobrenatural». Wade poseía ese don especial, ese imponderable que distinguía a los aspirantes a actor con talento de los buenos de verdad.

Antes del último curso del instituto, el señor Pearson, el director de teatro de la escuela, llamó a Wade a su despacho para hablarle de su «sueño imposible». El señor Pearson siempre había querido representar El hombre de La Mancha, pero nunca había tenido un alumno, al menos hasta entonces, capaz de encarnar el papel de don Quijote. Ahora, por primera vez, quería intentarlo con Wade.

Pero al llegar septiembre el señor Pearson se fue del instituto y el señor Arnett ocupó su cargo. Hizo las pertinentes pruebas -lo que para Wade Larue era una simple formalidad-, pero el señor Arnett adoptó una actitud hostil con él. Para sorpresa de todo el pueblo, al final eligió a Kenny Thomas, que no tenía el menor talento, para el papel de don Quijote. El padre de Kenny era corredor de apuestas y se decía que el señor Arnett le debía veinte mil dólares. Eso lo explicaba todo. A Wade le ofrecieron el papel del barbero -¡una sola canción!- y al final abandonó la obra.

Prueba de la ingenuidad de Wade es que creyó que al abandonar la obra el pueblo se escandalizaría. Cada instituto tiene sus estereotipos. El delantero de fútbol guapo. El capitán de baloncesto. El presidente de la escuela. El actor principal de todas las obras de teatro de la escuela. Creyó que los habitantes del pueblo protestarían contra la injusticia cometida. Pero nadie dijo nada. Al principio, Wade pensó que era porque le tenían miedo al padre de Kenny y sus posibles relaciones con la mafia, pero la verdad era mucho más sencilla: les daba igual. ¿Por qué habría de importarles?

Es muy fácil entrar poco a poco en un territorio peligroso. La línea es muy delgada, muy frágil. Basta con pisarla, aunque sólo sea un segundo, y a veces, en fin, a veces ya no se puede dar marcha atrás. Tres semanas más tarde Wade Larue se emborrachó, entró en la escuela y destrozó los decorados de la obra. La policía lo cogió y lo expulsaron de la escuela.

Y así empezó la caída.

Wade acabó consumiendo demasiada droga, se fue a vivir a Boston para ayudar a vender y distribuir, se volvió paranoico, empezó a ir armado. Y ahora allí estaba, sentado en ese estrado, un criminal famoso acusado de la muerte de dieciocho personas.

Recordaba aquellas caras iracundas; las había visto durante el juicio, quince años antes. Wade conocía casi todos los nombres. En el juicio lo miraban con una mezcla de dolor y desconcierto, todavía aturdido por el golpe repentino. Entonces Wade los había entendido, incluso se había compadecido de ellos. Ahora, quince años después, las miradas eran más hostiles. Su dolor y desconcierto habían cristalizado en una forma más pura de ira y odio. En el juicio, Wade Larue había eludido las miradas. Pero ya no. Ahora mantenía la cabeza erguida. Los miraba a los ojos. Su compasión, su comprensión, habían sido diezmadas por la incapacidad de esa gente para el perdón. Él nunca había pretendido hacer daño a nadie. Ellos lo sabían. Él había pedido perdón. Había pagado un precio muy alto. Ellos, esas familias, preferían seguir odiando.

Al diablo con ellos.

Sandra Koval peroraba con elocuencia desde el asiento a su lado. Habló de las disculpas y el perdón, de pasar la página y de los cambios, de la comprensión y el deseo humano de una segunda oportunidad. Larue dejó de escucharla. Vio a Grace Lawson sentada al lado de Carl Vespa. Tendría que haberse asustado al ver a Vespa en carne y hueso, pero no, estaba ya más allá de eso. En cuanto entró en la cárcel, Wade recibió varias palizas, propinadas primero por hombres que trabajaban para Vespa y después por quienes querían congraciarse con él. Celadores incluidos. Le había sido imposible huir del constante miedo. El miedo, como el olor, se había convertido en una parte natural de él, en su mundo. Tal vez eso explicaba por qué ahora era inmune a él.

Larue hizo amigos en Walden, pero la cárcel no ayuda a formar el carácter, pese a lo que contaba Sandra Koval a su público en esos momentos. La cárcel lo despoja a uno hasta dejarlo en su estado más escueto, el estado de la naturaleza, y lo que se hace para sobrevivir nunca es bonito. Da igual. Ya estaba fuera. Eso formaba parte del pasado. Ahora había que seguir adelante.

Pero todavía no.

En la sala, el silencio era tal que producía una sensación de vacío, como si incluso el aire hubiera sido aspirado. Las familias estaban todas allí sentadas, impertérritas tanto física como emocionalmente. Pero no se percibía en ellas la menor energía. Eran entidades vacías, seres desolados e impotentes. No podían hacerle daño. Ya no.

Sin previo aviso, Carl Vespa se puso en pie. Por un segundo -sólo un segundo- Sandra Koval se desconcertó. Grace Lawson también se puso en pie. Wade Larue no entendía qué hacían juntos. No tenía sentido. Se preguntó si eso cambiaba algo, si pronto conocería a Grace Lawson.

¿Acaso importaba?

Cuando Sandra Koval acabó, se inclinó hacia él y susurró:

– Vamos, Wade. Puedes salir por la puerta de atrás.

Diez minutos después, en las calles de Manhattan, Wade Larue estaba libre por primera vez en quince años.

Miró los rascacielos. Times Square era su primera meta. Habría un gran gentío y mucho ruido: personas reales, no reclusos. Larue no quería estar solo. No anhelaba ver hierba verde o árboles: eso ya lo veía desde su celda en la aislada zona de Walden. Quería luces, bullicio y gente, gente de verdad, no presos, y sí, tal vez, la compañía de una buena (o mejor mala) mujer.

Pero eso tendría que esperar. Wade Larue miró su reloj. Ya casi era la hora.

Enfiló hacia el oeste por la Calle 43. Todavía estaba a tiempo de echarse atrás. Se encontraba dolorosamente cerca de la terminal de autobús de Port Authority. Podía subirse a un autobús, cualquiera, y partir de cero en algún lugar. Podía cambiarse el nombre, tal vez un poco la cara, y probar suerte en un teatro local. Todavía era joven. Todavía tenía talento. Todavía tenía el carisma sobrenatural.

Pronto, pensó.

Necesitaba resolver ese asunto. Dejarlo atrás. Al ponerlo en libertad, uno de los consejeros de la cárcel le soltó el clásico sermón acerca de que aquello era un buen principio o un mal final, que todo dependía de él. El consejero tenía razón. Ese día iba a dejarlo todo atrás o morir. Wade dudaba que hubiera una vía intermedia.