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– De lo contrario -dijo Frank-, los habría expuesto con sensacionalismo en sus primeras planas. Sobre todo si ese individuo muerde con regularidad a sus víctimas.

– Pero como hoy día casi todas las comisarías están enlazadas mediante ordenadores -dijo Julie-, podrían haber hecho conexiones a través de las distintas jurisdicciones y haber visto lo que no vio la Prensa. Necesitamos saber si algún departamento de Policía de California o el FBI a nivel nacional siguen la pista al señor Luz Azul, y necesitamos saber todo cuanto hayan averiguado sobre él por muy trivial que sea.

Lee sonrió. Ocupando el centro de su broncíneo rostro, los dientes semejaban fichas de marfil muy pulido.

– Eso significa entrar en sus ordenadores pasando por alto los archivos de acceso público. Tendré que violar su sistema de seguridad, pasando de una agencia a otra hasta penetrar en el FBI.

– ¿Difícil?

– Mucho. Pero no carezco de experiencia. -Lee se arremangó aún más, flexionó los dedos y se volvió hacia el teclado de la Terminal como si fuera un concertista de piano a punto de interpretar a Mozart.

Vaciló un instante y miró de reojo a Julie.

– Me introduciré indirectamente en sus sistemas para disuadirles de toda localización. No causaré daño a ningún dato ni quebrantaré la seguridad nacional, así que, probablemente, pasaré inadvertido. Pero si alguien descubre mi fisgoneo y me planta un detector que yo no vea o no pueda eludir, te quitarán tu permiso IP.

– Me sacrificaré y asumiré toda la culpa. El permiso de Bobby seguirá siendo válido y la agencia no se hundirá. ¿Cuánto tardarás?

– Cuatro o cinco horas, quizá más o quizá mucho más. ¿Podría traerme alguien el almuerzo hacia el mediodía? Prefiero comer aquí y evitar las interrupciones.

– Claro que sí. ¿Qué quieres tomar?

– Un Mac grande, doble ración de patatas fritas y batido de vainilla.

– ¿Es posible que un muchacho tan técnico como tú no haya oído hablar jamás del colesterol? -replicó Julie entre aspavientos.

– Lo he oído mencionar. Y no me importa. Si es cierto que no morimos nunca de verdad, el colesterol no podrá matarme. Sólo me trasladará fuera de esta vida un poco más temprano.

Capítulo 43

Archer van Corvaire abrió una rendija en la persiana Levolor y escudriñó a través del grueso cristal a prueba de balas, la puerta principal de su tienda de Newport Beach. Escrutó receloso a Bobby y Clint a pesar de conocerlos y esperar su llegada. Por fin descorrió el cerrojo de la puerta y los dejó pasar.

Van Corvaire tenía unos cincuenta y cinco años pero invertía mucho tiempo y dinero en el mantenimiento de una apariencia juvenil. Para burlar al tiempo se había sometido a la dermatoplastia, operaciones faciales para el estiramiento de la piel y liposucción; para enmendar la naturaleza había soportado una rectificación de nariz, implantaciones en las mejillas y una nueva estructuración del mentón. Llevaba un tupé de elaboración tan exquisita que habría pasado por su propio pelo negro teñido…, si no fuera porque él había insistido en añadir un copete exuberante y nada natural. ¡Si el hombre se metiera en una piscina llevando tal tupé, éste parecería la torreta de un submarino!

Después de echar otra vez los dos cerrojos, Van Corvaire se volvió hacia Bobby:

– Nunca hago negocios por la mañana. Sólo admito entrevistas por la tarde.

– Agradecemos la excepción que hace por nosotros -dijo Bobby.

Van Corvaire exhaló un suspiro teatral.

– Bien, ¿de qué se trata?

– Tengo aquí una piedra y me gustaría que usted la tasara.

El hombre entornó los párpados, lo cual no le favoreció nada pues sus ojos eran ya tan estrechos como los de un hurón. Antes de cambiarse nombre y apellido hacía treinta años, había sido Jim Bob Esplín y cualquier buen amigo debería haberle dicho que cuando entornaba los ojos parecía más bien un hipocondríaco y no un Van Corvaire.

– ¿Una tasación? ¿Es eso todo cuanto necesitan ustedes?

Los condujo a través de una sala de ventas pequeña pero lujosa: techo con molduras hechas a mano; paredes de ante decolorado; suelo de roble blanqueado; área para clientes con alfombras de Patterson y Flynn amp; Martin en tonos melocotón, azul celeste y arenisca; un moderno sofá blanco entre dos mesas de madera preciosa de Bau y cuatro elegantes sillas de caña rodeando una mesa circular con un cristal lo bastante grueso para resistir el golpe de un martinete.

A la izquierda, se alzaba una pequeña vitrina de mercancía. El negocio de Van Corvaire se realizaba sólo por cita previa; sus joyas se diseñaban sólo por encargo para los muy ricos e ignorantes, personas que estimaban necesario comprar collares de cien mil dólares para lucirlos en cenas benéficas a mil dólares el cubierto y eran incapaces de captar la ironía.

La pared del fondo era un inmenso espejo en donde Corvaire se contempló con evidente satisfacción mientras atravesaban el aposento. Apenas apartó los ojos de su persona hasta que atravesó la puerta que daba al taller.

Bobby se preguntó si aquel tipo no estaría tan cautivado por su imagen que acabaría dándose de narices con ella. No le gustó Jim Bob van Corvaire, pero el conocimiento sobre piedras preciosas y joyería que tenía ese pelele narcisista solía ser de utilidad.

Hacía ya bastantes años, cuando Dakota amp; Dakota Investigations era sólo Dakota Investigations sin el signo amp; ni la redundancia (mejor sería no exponerlo así delante de Julie porque celebraría el ingenioso juego de palabras pero le haría tragarse lo de la redundancia), Bobby había ayudado a Corvaire a recuperar una fortuna en diamantes sin montar robados por una amante. El viejo Jim Bob había querido, desesperadamente, recobrar sus gemas pero no que la mujer fuera encarcelada, así que recurrió a Bobby en lugar de ir a la Policía. Éste era el único punto flaco que Bobby había visto en Corvaire; sin duda, el joyero se había encallecido también al respecto con el paso de los años.

Bobby sacó del bolsillo una de las piedras rojas semejantes a canicas. Vio cómo se dilataban los ojos del joyero.

Mientras Clint se plantaba a su lado y Bobby miraba por encima de su hombro, Van Corvaire se sentó en un taburete alto ante el banco de trabajo y examinó con una lupa la piedra sin tallar. Luego la colocó sobre el portaobjetos de un microscopio y la estudió con el potente instrumento.

– ¿Qué le parece? -preguntó Bobby.

El joyero no contestó. Se levantó, los apartó con el codo y fue a otro taburete, también frente al banco de trabajo. Allí utilizó una balanza para pesar la piedra, y otra para determinar si su peso específico era comparable al de otras gemas conocidas.

Por fin se trasladó a un tercer taburete que estaba situado frente a un torno. Abrió un cajón y sacó un estuche circular en donde había tres grandes gemas talladas sobre un terciopelo azul.

– Diamantes defectuosos -dijo.

– A mí me parecen bonitos -opinó Bobby.

– Demasiadas manchas.

Escogió una de las piedras y la apresó en el torno dando un par de vueltas a la manivela. Luego con unas pinzas pequeñas cogió la belleza roja y empleó una de sus aristas cortantes para rascar la faceta pulida del diamante en el torno, haciendo una presión considerable. Entonces dejó a un lado las pinzas y la piedra roja y, cogiendo otra lupa de joyero, se inclinó hacia delante y examinó el diamante defectuoso.

– Un leve rasguño -dijo-. El diamante corta al diamante. -Sostuvo la piedra roja entre pulgar e índice escudriñándola con evidente fascinación… y codicia-. ¿Dónde consiguió esto?

– No puedo decírselo -contestó Bobby-. ¿Así que es sólo un diamante rojo?

– ¿Sólo? ¡Tal vez el diamante rojo sea la piedra preciosa más rara del mundo! Debe permitirme usted que lo comercialice. Tengo clientes que pagarían cualquier cosa por tener esto como piedra central de un collar o pendentif. Probablemente será demasiado grande para una sortija, incluso después de la talla final. ¡Es inmenso!