Capítulo 40
Durante toda la noche, cuando el sueño vaciaba la cabeza de Thomas, unas pesadillas espantosas la llenaban. Soñó que comía cosas vivas. Soñó que bebía sangre. Soñó que él mismo era la «cosa malévola».
Concluido de súbito el sueño, Thomas se sentó en la cama, quiso gritar pero no pudo encontrar sonidos dentro de sí. Durante un rato estuvo sentado allí, temblando de horror, jadeando tanto y tan aprisa que el pecho le dolía.
El sol reapareció y la noche se esfumó, lo cual le hizo sentirse mejor. Saltando de la cama, se puso las zapatillas. El pijama estaba frío de sudor. Se estremeció. Se puso un batín. Acercándose a la ventana miró afuera y arriba; le pareció agradable el cielo azul. Los restos de lluvia daban un aspecto pastoso al verde césped, las aceras estaban más oscuras que de costumbre, la tierra de los macizos casi negra y en los charcos se reflejaba el cielo azul como una cara en un espejo. A Thomas le agradó también todo aquello porque el mundo entero parecía limpio y nuevo después de que toda aquella lluvia vaciara el cielo.
Se preguntó si la «cosa malévola» estaría todavía lejos o más cerca, pero no hizo el menor ademán para alcanzarla. Porque anoche ella había intentado retenerle, y como era tan fuerte él había encontrado muchas dificultades para escapar. E incluso cuando lo logró, ella intentó seguirle. Había sentido cómo se le adhería, cómo le acompañaba a través de la noche, y cómo conseguía sacudírsela con diligencia, pero tal vez la próxima vez no tuviera tanta suerte, tal vez le acompañase durante todo el camino hasta su habitación, no sólo la mente sino la propia «cosa malévola». Thomas no pudo explicarse cómo podría ocurrir semejante cosa, pero por alguna razón desconocida supo que ello sería posible. Y si la «cosa malévola» llegase al Hogar, el estar despierto sería como estar dormido con una pesadilla llenándote la cabeza. Ocurrirían cosas horribles y no habría lugar para la esperanza.
Apartándose de la ventana para encaminarse hacia la puerta cerrada del baño, Thomas echó una ojeada a la cama de Derek y vio que estaba muerto. Tenía la cara magullada y tumefacta, los ojos tan abiertos que se podía ver brillar en ellos la luz de la ventana y la luz tamizada de la lámpara junto a la cama.
La boca estaba también abierta como si gritara, pero se le había escapado ya todo sonido como el aire de un globo deshinchado, y el pobre no tendría sonidos nunca más, se podía ver. También le brotaba sangre, grandes cantidades, y había unas tijeras clavadas en su vientre, tan profundas que apenas se veía el mango, las mismas tijeras que Thomas usaba para recortar de las revistas aquellas fotografías destinadas a sus poemas.
Sintió una punzada en el corazón como si alguien se lo atravesara también con unas tijeras. Pero no fue tanto dolor de golpe como lo que él llamaba «dolor de sentimiento», porque lo que sintió fue la pérdida de Derek y no el verdadero dolor. Sin embargo, eso fue tan malo como el verdadero dolor, porque Derek era su amigo y Derek le gustaba. También se asustó, porque por alguna razón supo que la «cosa malévola» había quitado la vida a Derek, la «cosa malévola» estaba allí, en el Hogar. Entonces se le ocurrió que todo podría suceder tal como solían ocurrir las cosas en las historias de TV, con los polis acudiendo y asegurando que Thomas había matado a Derek, culpando a Thomas y todo el mundo aborreciendo a Thomas por lo que había hecho, pero él no lo había hecho y durante todo ese tiempo la «cosa malévola» seguía suelta, causando más muertes e incluso haciendo a Julie lo que había hecho a Derek.
El dolor, el temor por él, el temor por Julie… todo resultó demasiado agobiante. Thomas se aferró a los pies de su cama, cerró los ojos e intentó aspirar aire. Este no quiso entrar. Sintió una opresión en el pecho. Por fin el aire entró, y de paso un olor feo, desagradable, el hedor de la sangre, de la sangre de Derek, que le causó náuseas y casi le hizo vomitar.
Comprendió que debía recobrar el dominio de sí mismo. Las ayudantes no estaban satisfechas cuando perdías el dominio de ti mismo, y de resultas te daban «algo» por «tu propio bien». El no había perdido nunca el «dominio de sí mismo» y no quería perderlo ahora.
Procuró no oler la sangre. Inspiró profundamente. Hizo un esfuerzo para abrir los ojos y mirar el cuerpo sin vida. Se figuraba que mirarlo por segunda vez no sería tan malo como la primera. Sabía que esta vez, eso seguiría estando allí, así que no le causaría tanta sorpresa.
La sorpresa fue… que el cuerpo había desaparecido.
Thomas cerró los ojos, se llevó una mano a la cara y miró de nuevo entre los dedos abiertos. El cuerpo seguía sin estar allí.
Empezó a temblar, porque primero pensó que aquello se asemejaba a lo que había visto en algunas historias de televisión, en donde unos cuerpos muertos y repugnantes caminaban por ahí como cuerpos vivos, pudriéndose y agusanándose, con huesos al aire en algunos sitios, matando gente sin ningún motivo y a veces comiéndosela. El nunca podía aguantar aquellas historias, y sin duda no quería estar en una.
Se asustó tanto que casi envió un mensaje televisado a Bobby: Cuidado, gente muerta, cuidado, gente muerta hambrienta y vil rondando por ahí. Pero se detuvo al ver que no había sangre en las mantas y sábanas de Derek. Además, la cama no estaba revuelta sino bien hecha. Ninguna persona muerta era lo bastante rápida para salir de la cama, cambiar sábanas y mantas y colocar bien todo en los escasos segundos que él había tenido cerrados los ojos.
Entonces, oyó correr la ducha en el cuarto de baño, y también oyó a Derek cantar por lo bajo, como hacía siempre cuando se lavaba.
Durante unos instantes, Thomas imaginó el cuadro de una persona muerta tomando una ducha, procurando ser limpia, pero la carne podrida se le caía a trozos mostrando más huesos, adhiriéndose al desagüe. Entonces, comprendió que Derek no había estado nunca muerto de verdad, y él no había visto un cuerpo sobre la cama. Lo que había visto era otra cosa que le habían enseñado las historias de televisión: había tenido una visión.
Derek no había sido asesinado. Lo que él había visto era un Derek muerto mañana o cualquier otro día después de mañana. Eso era algo que ocurriría por mucho que Thomas intentara detenerlo, o podría ser algo que ocurriese sólo si él lo permitía, pero por lo menos no era algo que había ocurrido ya.
Bajó los pies de la cama y caminó hacia su mesa de trabajo. Las piernas le temblaban. Se alegró de sentarse. Abrió el cajón superior del armario. Vio sus tijeras allí, donde debían estar, junto con los lápices de colores, las plumas y la grapadora… más una barra de caramelo Hershey a medio comer, con la envoltura abierta, que no debería estar allí porque atraería a los bichos. Sacó el caramelo del cajón y se lo guardó en el bolsillo del batín; procuró recordar que más tarde lo pondría en el frigorífico.
Durante un rato miró absorto las tijeras, escuchó el canturreo de Derek en la ducha y pensó lo que pasaría si las tijeras estuviesen clavadas en el vientre de Derek, extrayéndole para siempre la música y todos los demás sonidos, enviándolo al «lugar maldito». Por último, tocó el mango de plástico negro. No pasó nada, así que tocó las hojas metálicas, pero eso fue malo, malo de verdad, como si el relampagueo de una tormenta estuviese en las hojas y se le transmitiera cuando las tocaba. Una luz blanca le atravesó entre chisporroteos. Retiró presuroso la mano. Sintió un hormigueo en los dedos. Cerró el cajón y regresó corriendo a la cama para sentarse allí con el edredón sobre los hombros, imitando a los indios de la televisión, que se envolvían en mantas cuando se sentaban alrededor de las hogueras.
La ducha calló. Y también el canturreo. Al cabo de un rato Derek salió del baño, acompañado de una nube de vapor y un aire con olor a jabón. Se había vestido ya para todo el día. Su pelo húmedo estaba peinado hacia atrás.