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– Ahora mismo iba a llamarte -le dijo a su hermano-. ¿Cómo está Laurant? No llamo al hospital porque no quiero molestarla si está durmiendo. ¿Puede recibir visitas?

– Está bien -explicó Nick-. El médico quiere tenerla ingresada otro día por lo menos, y le estoy reduciendo las visitas al mínimo para que descanse.

– No iré hoy entonces -comentó Jordan-. Dale un beso de mi parte y dile que mañana iré a verla.

– Prepárate para contestar muchas preguntas -le advirtió Nick.

Dios mío, ¿qué sabía Laurant?

– ¿Por qué? -exclamó, nerviosa-. ¿Qué preguntas? ¿Por qué querría Laurant hacerme preguntas?

Se dio cuenta de que no podía parecer más culpable. ¿Se habría dado cuenta Nick?

– ¿Qué te pasa, Jordan?

Claro que se había dado cuenta.

– ¿Que qué me pasa? -dijo-. No me pasa nada. Sólo me preguntaba por qué tu mujer querría hacerme preguntas.

– Oh, no sé. Quizá quiera saber cosas sobre esos cadáveres que encontraste -comentó sarcástico.

– Oh, sí. Los cadáveres. Los cadáveres que encontré. -No podía creerse que se hubiera olvidado de ellos-. De acuerdo. Contestaré sus preguntas.

– ¿Estás enfadada conmigo? ¿Es por eso que estás tan susceptible?

Qué buenas dotes deductivas, las de su hermano.

– Ummm… Pues sí.

– ¿Por qué?

– Ya lo sabes -respondió para ganar tiempo.

– Es porque te dejé en Serenity, ¿verdad? Con Noah estabas en buenas manos, pero soy tu hermano y debería haberme quedado. ¿Tengo razón? Estás enfadada por eso.

Iba a ir al purgatorio por esa mentira:

– Sí, es por eso.

– El doctor Morganstern me ordenó que regresara a Boston, y no me siento culpable por hacer mi trabajo, Jordan. Además, fue cuando Laurant empezó a tener contracciones. Tenía que estar aquí.

– Entiendo. Bueno, te perdono.

– Qué rápido -apuntó Nick.

– Hiciste lo que tenías que hacer -soltó-. Tengo que dejarte. Llaman a la puerta. Adiós.

Era verdad que llamaban a la puerta. El cartero le llevaba las cajas de la investigación del profesor que había enviado por correo aéreo urgente. Después de meterlas y dejarlas amontonadas en el recibidor, junto al armario de los abrigos, se sentó delante del ordenador y lo puso en marcha. Quería repasar los e-mails antes de enviar un mensaje a todas las direcciones de su agenda para explicar que iba a tener cerrado el ordenador durante cierto tiempo. No diría cuánto.

Leer todos los mensajes electrónicos le ocupó todo lo que quedaba de tarde y parte de la noche. Todavía no había llamado de vuelta a Jaffee, y tomó nota mentalmente para hacerlo a primera hora de la mañana.

Cenó una bolsa de palomitas de maíz preparadas en el microondas. Se echó en el sofá e hizo zapping mientras intentaba no pensar en Noah. Pero no dejaba de venirle a la cabeza. ¿Qué habría hecho ese día? ¿Qué estaría haciendo entonces?

«¡Oh, esto tiene que parar!»

Decidida a pensar en algo que no fuera Noah, repasó otros aspectos de su azaroso desplazamiento a Tejas. Un inocente viaje se había convertido en un cataclismo que había dejado tres muertos y un pueblo aturdido. Si le hubieran dicho de antemano lo que iba a encontrarse, no se lo habría creído. Todavía había muchas preguntas sin respuesta, y esperaba que los agentes Chaddick y Street pudieran llegar al fondo del asunto y terminar pronto la investigación. Tanta intriga y tantos engaños marcarían a cualquiera, así que se concentró en analizarlo todo, empezando por el profesor MacKenna.

Su historia sobre la herencia había sido mentira. Era evidente que se había mudado a Serenity debido al dinero que recibía. Pero ¿de dónde sacaba esos ingresos en efectivo? ¿Trabajaban juntos él y J.D.? ¿Había asesinado J.D. al profesor porque se había enterado de que no era honesto con él? El profesor hacía ingresos de cinco mil dólares mientras que J.D. ingresaba calderilla. Con el mal carácter que tenía, era muy fácil que J.D. lo hubiese matado. Y, después, había muerto él mismo en un incendio al intentar provocar más problemas aún.

Si es que trabajaban juntos. Eso resolvería parte del misterio, pero lo que Jordan no conseguía deducir era qué relación tenían. El profesor era un individuo raro, solitario. No se llevaba bien con los demás. ¿Por qué se relacionaría entonces con J.D.?

No cuadraba.

Se planteó una segunda posibilidad. El chantajista J.D. había averiguado lo del dinero que el profesor recibía de un tercero, y trató de chantajearlo. Pero el chiflado del profesor no se dejó chantajear. Si MacKenna le había amenazado con denunciarlo a la policía, J.D. sabría que volvería a ir a la cárcel. No podía arriesgarse, así que mató al profesor para hacerlo callar.

Pero había algo que tampoco encajaba en esa teoría. Jordan creía que era factible que también el profesor estuviera involucrado en algo ilegal.

¿De dónde sacaba el dinero el profesor MacKenna? Era la pregunta del millón.

A veces tienes que dejar de pensar en un problema para que se te ocurra la solución. Jordan se durmió esperando que eso ocurriera. Seguía esperándolo al despertar al día siguiente. Y, a mediodía, se dio por vencida. No estaba acostumbrada a no lograr resolver un problema. Evidentemente, era algo del todo nuevo para ella.

Cuando se dirigía hacia la puerta con las llaves del coche en la mano para ir a visitar a Laurant, sonó el teléfono.

– Jordan, soy el agente Chaddick. Tengo que decirte algo que te interesará. Hemos encontrado tu portátil.

– ¿En serio? ¿Dónde?

– En «eBay».

– ¿Perdón?

– Lo tenía Maggie Haden. Intentaba venderlo en «eBay». Supongo que ya puede olvidarse de volver a ejercer su profesión. -Jordan no había tenido todavía tiempo de asimilar esa información cuando Chaddick soltó-: Tengo que contestar una llamada. Volveré a ponerme en contacto contigo.

Jordan se dejó caer en una silla. Maggie Haden. Qué caradura… la muy…

Sonó de nuevo el teléfono.

– Jordan, soy el agente Chaddick otra vez. Escucha, tengo otra cosa que contarte. Ésta no es tan buena.

– ¿Sí? -preguntó vacilante.

– Acabamos de recibir el informe preliminar de la autopsia de J.D. Dickey. Es un homicidio.

Todas las conjeturas anteriores de Jordan desaparecieron. Se enfrentaba a una posibilidad mucho más alarmante: el asesino seguía suelto.

Capítulo 35

Paul Newton Pruitt no iba a dejar que nadie destruyera su nueva vida. Había trabajado mucho para llegar a donde estaba, y no iba a salir huyendo para empezar otra vez de cero. Esta vez, no.

Había llegado muy lejos. Matar no le quitaba el sueño. Primero había sido ese fantoche escocés; después el tonto de Lloyd, y por último, J.D., su afanoso pero codicioso ayudante.

No había tenido ningún reparo en acabar con la vida de ninguno de ellos. Ni tampoco remordimiento alguno. Pruitt ya había asesinado una vez antes y había aprendido una valiosa lección: haría lo que fuera para protegerse.

Le había parecido que J.D. sería un chivo expiatorio perfecto. Y colocar los cadáveres en los coches de Jordan Buchanan le había permitido ganar tiempo. Después, deshacerse de J.D. eliminaría lo único que quedaba que los relacionaba con él.

Eso creía Pruitt.

Había sido uno de los primeros en conocer el resultado de la autopsia de J.D. No debería haber quedado nada del cadáver que pudiera examinarse, pero no había sido así. El cráneo fracturado lo había delatado, y la muerte accidental de J.D. había pasado a ser un homicidio.

Para él era vital hacerse con las fotocopias de los documentos del profesor MacKenna.