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– Oh, no puedo permitir que hagas eso -dijo Jeffrey, aunque con la esperanza de que lo hiciera.

– ¡Tonterías! -exclamó Candy-. Tú no sabes cómo tratar a los babosos de las grandes empresas. Estarías más perdido que un cojo en un maratón.

– Probablemente tienes razón -concedió Jeffrey-. No es que no te lo agradezca, pero…

Candy miró a su espalda para comprobar que la puerta del despacho de Blake estuviera cerrada.

– Entre tú y yo, nunca me ha gustado ese hombre.

– ¿Por qué?

– Hay algo en él -dijo Candy-. No sé qué es exactamente, pero hace tiempo aprendí que las primeras impresiones son las acertadas, y la primera impresión que me produjo Keller fue que se trataba de un cretino en el que no se podía confiar.

– ¿Y su mujer? -preguntó Jeffrey, pensando que debería haber hablado con Candy el día antes.

– Bueno -dijo, dándose unos golpecitos en el labio con unos dedos perfectamente manicurados-. No lo sé. Lleva mucho tiempo con él. A lo mejor ese Keller tiene algo que yo no he sabido ver.

– A lo mejor -dijo Jeffrey-. Pero creo que voy a confiar en tu instinto. Los dos sabemos que eres la persona más inteligente de la universidad.

– Y tú eres un demonio -apostilló Candy, aunque Jeffrey se dio cuenta de que a ella le complacía el calificativo-. Si tuviera cuarenta años menos…

– Ni me mirarías a la cara -le dijo Jeffrey, besándola en la mejilla-. Avísame cuando tengas el número.

Jeffrey no supo si Candy emitía un leve ronroneo o se aclaraba la garganta.

– Lo haré, jefe. Lo haré.

Jeffrey se marchó antes de que ella dijera algo que los avergonzara a los dos, y bajó por las escaleras en lugar de esperar al ascensor. La distancia entre el edificio de la administración y la oficina de seguridad era corta, pero Jeffrey se encaminó hacia allí dando un lento paseo. Hacía una semana que no corría, y tenía el cuerpo aletargado, los músculos tensos y agarrotados. La tormenta de la noche anterior había causado algunos daños, y había escombros por doquier. Los encargados de mantenimiento del campus iban de un lado a otro, recogiendo basura, limpiando la acera con un líquido a presión en el que habían puesto tanta lejía que a Jeffrey comenzó a escocerle la nariz. Fueron lo bastante avispados como para limpiar primero las zonas que rodeaban los edificios principales, donde la gente que trabajaba allí era más susceptible de quejarse del estropicio.

Jeffrey sacó su cuaderno de notas, las repasó y se puso a pensar en cómo aprovecharía mejor el día. Lo único que podía hacer en ese momento era hablar con algunos padres y volver a registrar las residencias. Quería hablar con Monica Patrick, si aún vivía, antes de tener otra charla con Brian Keller. La gente no dejaba un empleo bien remunerado en el sector privado para cobrar menos y dar clases. Tal vez Keller había falsificado datos o quería ascender muy deprisa y con pocos escrúpulos. Jeffrey debía preguntar a Jill Rosen por qué su marido había dejado el empleo. Ella mencionó que quería empezar una nueva vida. A lo mejor ya lo había hecho antes y sabía lo difícil que era. Aun cuando no le dijera nada nuevo, quería hablar con la mujer y saber si podía hacer algo para ayudarla.

Jeffrey se guardó el cuaderno en el bolsillo y abrió la puerta de la oficina de seguridad. Los goznes chirriaron sonoramente, pero apenas fue consciente de ello.

– Maldita sea -susurró Jeffrey, mirando a su espalda para ver si alguien más lo había visto.

Chuck Gaines estaba tendido en el suelo, las suelas de los zapatos de cara a la puerta. Tenía un tajo en la garganta que parecía una segunda boca, y lo que le quedaba del esófago colgaba como otra lengua. Había sangre por todas partes: las paredes, el suelo, el escritorio. Jeffrey levantó la mirada, pero no había sangre en el techo. Chuck debía de estar agachado cuando le rajaron, o quizá sentado ante el escritorio. Las sillas estaban derribadas.

Jeffrey se arrodilló para poder mirar bajo la mesa sin contaminar la escena del crimen. Vio el brillo de un largo cuchillo de caza bajo la silla.

– Maldita sea -repitió, furioso.

Conocía ese cuchillo. Era de Lena.

Frank estaba hecho un basilisco, y Jeffrey no podía culparle.

– No puede ser ella -dijo Frank.

Jeffrey tamborileó los dedos sobre el volante. Estaban sentados delante de la residencia donde vivía Lena, sin saber qué hacer.

– Viste el cuchillo, Frank. Frank se encogió de hombros.

– Y qué.

– Le había rajado el cuello a Chuck.

Frank dejó escapar el aire entre los dientes.

– Lena no es una asesina.

– Esto podría estar relacionado con lo de Tessa Linton.

– ¿Cómo? Lena estaba con nosotros. Persiguió a ese cabrón por el bosque.

– Y lo perdió.

– Matt no creía que hubiera aflojado el paso.

– Lo aflojó cuando se torció el tobillo. Frank negó con la cabeza.

– Ese tal White… ése sí que puede haberlo hecho.

– A lo mejor lo reconoció en el bosque y tropezó a propósito para que él pudiera escapar.

Frank negó con la cabeza.

– Francamente, no me la imagino haciendo eso.

Jeffrey quería decirle que a él tampoco le parecía plausible. Sin embargo, dijo:

– Viste el cuchillo que Lena llevaba en la tobillera. ¿Me estás diciendo que no es como el que encontramos bajo el escritorio?

– Podría ser otro.

Jeffrey le recordó que habían ido hasta casa de Lena por culpa de las pruebas forenses.

– Sus huellas están en el cuchillo, Frank. Con sangre. O estaba allí cuando le rebanaron el cuello a Chuck y tocó el cuchillo o lo esgrimía cuando ocurrió. No hay otra explicación.

Frank miró el edificio sin pestañear. Jeffrey se dio cuenta de que estaba haciendo cábalas acerca de cómo exculpar a Lena. Él había tenido la misma reacción hacía menos de media hora, cuando el ordenador identificó tres huellas de Lena. Incluso entonces Jeffrey sacó la ficha e hizo que el técnico las comparara punto por punto.

Jeffrey levantó la vista al ver a un profesor salir de la residencia.

– ¿No ha salido en toda la mañana? Frank negó con la cabeza.

– Dame una explicación convincente de por qué sus huellas estaban en ese cuchillo y te aseguro que nos vamos ahora mismo.

Frank parecía furioso. Llevaba una hora larga sentado delante de la residencia, intentando encontrar algo que exonerara a Lena.

– Esto no está bien -dijo, pero, sin más dilación, abrió la portezuela del coche y salió.

La residencia se hallaba casi desierta, pues casi todos los profesores estaban en clase. Al igual que en la mayoría de universidades, la actividad disminuía al acercarse el fin de semana, y siendo inminentes las vacaciones de Semana Santa, muchos estudiantes ya se habían reunido con sus familias. Jeffrey y Frank no encontraron a nadie en el pasillo que conducía a la vivienda de Lena. Se quedaron delante de la puerta, y Jeffrey se dio cuenta de que el pomo estaba torcido, al ser abierto de una patada el día anterior. Si Jeffrey, hubiera encontrado algo de que acusar a Lena, si su instinto le hubiera permitido creer que era culpable, tal vez Chuck Gaines estaría vivo.

Frank se puso a un lado de la puerta, con la mano en el arma, sin desenfundar. Jeffrey llamó dos veces.

– ¿Lena?

Transcurrieron unos segundos, y acercó el oído a la puerta para escuchar.

Volvió a llamarla antes de abrir la puerta.

– ¿Lena?

– Mierda -masculló Frank, desenfundando la pistola.

Jeffrey hizo lo mismo, y su intuición le obligó a abrir la puerta de una patada antes de ver que Lena se estaba poniendo los pantalones. No parecía tener la intención de hacerse con ningún arma.

Jeffrey verbalizó la pregunta que Frank hubiera deseado formular.

– ¿Qué coño te ha pasado?

Lena se aclaró la garganta. Estaba llena de moretones.

– Me caí -dijo con voz ronca.

Sólo llevaba puestos los pantalones y un sujetador blanco, que resaltaba sobre su piel olivácea. Con recato, se cubrió el pecho con las manos. La parte superior de los brazos estaba salpicada de marcas de dedos de color morado, como si alguien la hubiera agarrado con demasiada fuerza. Y en el hombro había una señal que parecía un mordisco.