Sara no pudo evitar fijar la mirada en lo que veía.
– ¿Le gusta lo que ve? -preguntó White en tono desabrido.
Jeffrey estampó la mano en la cara de White y lo empujó contra la pared. Sara saltó hacia atrás hasta dar con la repisa. La nariz de Ethan se desplazó de su sitio y la sangre le brotó hasta resbalarle por la boca.
Jeffrey habló en voz baja, iracunda, en un tono que Sara deseó no tener que volver a oír jamás.
– Es mi esposa, hijo de la gran puta. ¿Me has entendido?
La cabeza de White estaba aprisionada entre la pared y la mano de Jeffrey. Asintió una vez, pero sus ojos no mostraban miedo. Era como un animal enjaulado deseoso de encontrar la manera de escapar.
– Eso está mejor -dijo Jeffrey, retrocediendo.
White miró a Sara.
– Ha sido testigo, ¿verdad, doctora? Brutalidad policial.
– Ella no ha visto nada -dijo Jeffrey.
Sara le maldijo por meterla en eso.
– ¿Ah, no? -preguntó White.
Jeffrey dio un paso hacia él.
– No me des motivos para hacerte daño.
– Sí, señor -respondió White lleno de hostilidad.
Se secó la sangre de la nariz con el dorso de la mano sin apartar los ojos de Sara. Intentaba intimidarla, y ella se dijo que ojalá no se diera cuenta de que lo estaba consiguiendo.
Sara abrió el kit para el ADN oral. Se acercó a White con la espátula en la mano y dijo:
– Abre la boca, por favor.
Ethan obedeció, y la abrió cuanto pudo para que Sara pudiera recoger restos de piel. Tomó varias muestras, pero le temblaban las manos al ponerlas sobre el portaobjetos. Inhaló profundamente, intentando resignarse a la tarea que le esperaba. Ethan White no era más que otro paciente. Ella era una doctora que hacía su trabajo, ni más ni menos.
Sara sentía los ojos de White taladrándole la nuca mientras etiquetaba las muestras. El odio llenaba la habitación como un gas tóxico.
– Necesito tu fecha de nacimiento -dijo Sara.
White se demoró un momento, como si se lo dijera por propia voluntad.
– Veintiuno de noviembre de mil novecientos ochenta.
Sara anotó la información en la etiqueta, junto con su nombre, el lugar, la fecha y la hora. Todas las muestras debían catalogarse del mismo modo, y a continuación se recogían en una bolsa para pruebas o se ponían sobre un portaobjetos.
Sara cogió una oblea de papel estéril con unas pinzas y la acercó a la boca de White.
– Necesito que mojes esto de saliva.
– Soy no secretor.
Sara mantuvo las pinzas inmóviles hasta que él por fin sacó la lengua y pudo colocarle el papel en la boca. Al cabo de unos instantes, Sara sacó la oblea y la catalogó como prueba.
Siguió con el procedimiento y le preguntó:
– ¿Quieres un poco de agua?
– No.
Mientras proseguía con sus manipulaciones, Sara sentía que los ojos de White seguían todos sus movimientos. Incluso cuando estaba en la repisa, de espaldas a él, percibía su mirada, como un tigre a punto de atacar.
Se le contrajo la garganta cuando comprendió que no podía seguir posponiendo el momento de tocarle. Bajo los guantes, sentía su piel cálida, los músculos tensos y duros. Sara llevaba años sin sacar sangre a nadie que no fuera un cadáver, y no encontraba la vena.
– Lo siento -dijo tras el segundo intento.
– No pasa nada -la disculpó White, con un tono afable que contradecía el odio de sus ojos.
Utilizando una cámara de treinta y cinco milímetros, Sara filmó lo que parecían heridas defensivas en el antebrazo izquierdo. En la cabeza y en el cuello tenía cuatro arañazos superficiales, y una hendidura en forma de media luna, probablemente a causa de una uña, detrás de la oreja izquierda. Tenía magullada la zona en torno a los genitales, y el glande rojo e irritado. En la nalga izquierda había un pequeño arañazo, y otro más grande en la zona lumbar. Sara hizo que Jeffrey acercara una regla a las heridas mientras ella las fotografiaba una a una con una lente macro.
– Necesito que te tiendas sobre la mesa -le pidió Sara.
Se dirigió a la repisa, dándole la espalda. Desdobló una pequeña hoja de papel blanco y dio media vuelta.
– Incorpórate para que pueda ponerte esto debajo -dijo.
Ethan volvió a obedecerle, sin apartar los ojos de su rostro. Cuando le pasó el peine por el vello púbico aparecieron varios pelos ajenos. Las raíces aún estaban pegadas al tallo, lo que indicaba que había sido arrancado del cuerpo. Con unas tijeras afiladas, le cortó una zona enmarañada de vello de la parte interior del muslo, dejándola caer en un sobre y etiquetándola con la información apropiada.
Utilizó un hisopo húmedo para obtener muestras de fluidos secos del pene y el escroto, apretando tanto las mandíbulas que le dolieron los dientes. Le rascó las uñas de las manos y de los pies, fotografiando una uña rota del índice de la mano derecha. Cuando acabó el examen, la repisa estaba llena de pruebas que o se secaban con aire frío en el secador de muestras o se recogían en bolsas de papel para pruebas, que Sara había sellado y etiquetado con una mano que ya no temblaba.
– Ya está -dijo Sara, sacándose los guantes y dejándolos sobre la repisa.
Abandonó la sala con paso ligero, sin correr. Brad y Keller aún estaban en el pasillo, pero pasó junto a ellos sin decir palabra.
Sara regresó a la sala de reconocimiento vacía, y el miedo y la cólera invadiendo cada centímetro de su cuerpo. Se inclinó sobre el fregadero y abrió el grifo para echarse agua fría en la cara. La bilis se le pegaba a la garganta. Tragó agua, con la esperanza que no le diera angustia. Aún sentía los ojos de Ethan a su espalda, hundiéndose en su carne como un hierro candente. Aún podía oler el aroma a jabón que emanaba el cuerpo de Ethan, y, cuando cerró los ojos, vio la leve erección que había tenido cuando le pasó el hisopo por el pene y le peinó el vello púbico.
Sara cerró el grifo. Se estaba secando las manos con una toalla de papel cuando de pronto se dio cuenta de que se encontraba en la misma sala que había utilizado para examinar a Lena tras ser violada. Ésa era la mesa en que se había echado Lena. Ésa era la repisa donde había colocado las muestras de Lena, al igual que había hecho con las de Ethan White.
Sara se rodeó la cintura con los brazos, miró fijamente la sala, procurando no dejarse engullir por los recuerdos.
Al cabo de unos minutos, Jeffrey llamó a la puerta y entró. Se había quitado la americana, y Sara vio el revólver enfundado.
– Podrías haberme avisado -dijo, y se le hizo un nudo en la garganta-. Podrías habérmelo dicho.
– Lo sé.
– ¿Así es como te vengas de mí? -preguntó Sara, consciente de que iba a ponerse a llorar o a chillar.
– No ha sido venganza -dijo Jeffrey.
Sara no supo si creerle. Se llevó la mano a la boca, intentando reprimir un sollozo.
– Joder, Jeff.
– Lo sé.
– No sabes nada -dijo Sara, en un tono muy alto-. Dios mío, ¿has visto esos tatuajes?- Sara no le dejó responder-. Lleva una esvástica… -No pudo continuar-. ¿Por qué no me avisaste?
Jeffrey se quedó callado.
– Quería que lo vieras -dijo-. Quería que supieras a qué nos enfrentamos.
– ¿Y no podías habérmelo dicho? -le preguntó, abriendo el grifo otra vez. Ahuecó la mano para coger agua y quitarse el mal gusto de la boca-. ¿Por qué has tardado tanto? -le preguntó, recordando cómo había golpeado a Ethan, estrellando su cabeza contra la pared-. ¿Has vuelto a pegarle?
– En primer lugar, no le he pegado.
– ¿Que no le has pegado? Le sangraba la nariz, Jeffrey. La sangre era fresca.
– Te he dicho que no le he pegado.
Sara le agarró las manos, buscándole cortes o magulladuras en los nudillos. Estaban limpios, pero le preguntó:
– ¿Dónde está tu anillo de promoción?
– Me lo quité.
– Nunca te lo quitas.
– Me lo quité el domingo. Antes de ir a hablar con tus padres.
– ¿Por qué?
Transigió, furioso.