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Mis amigos se acercaron. Tu padre y tú os quedasteis algo rezagados.

– ¿Qué pasa? ¿Qué te ha dicho?

– No sé… -no me atrevía a decirles la verdad, pero tampoco a decirles que entraran al camposanto, pues la actitud de mi hermano me había asustado-, no me encuentro bien -dije, y era verdad: se estaba apoderando de mí un cansancio infinito-, quizá sea mejor que descanse.

– Claro nena, es normal, la impresión… -dijo Jaume.

– Sí, vamos a buscar un banco y te sientas -añadió Manolo, solícito.

– Igual lo mejor va a ser que no entremos al entierro -aventuró Gabi-, porque si no te encuentras bien puede que no te convenga la impresión. Lo de las paletadas de tierra sobre el féretro, ya sabes… es muy desagradable. Además, tampoco es cosa de entrar con la nena, que es un bebé -añadió señalándoos a tu padre y a ti, que teníais pinta de enteraros de lo mismo. O sea, de nada.

Nos sentamos en un banco en la misma puerta del cementerio. El sol caía a plomo y la luz lo inundaba todo de amarillo con exagerada lentitud. Y en ese momento fue cuando me eché a llorar, cosa muy rara en mí que, como buena Agulló, nunca lloro en público. Sin embargo, de repente noté cómo me ardían los ojos y me atravesaba un sollozo en la garganta que me impedía respirar, un torrente de rabia e impotencia que se solidificaba dentro del pecho. Gabi me abrazó y me hundí en su pecho, aspirando un aroma familiar, a infancia, a tardes jugando al escondite en Santa Pola y a primeros besos robados entre primos. Y yo sabía que Gabi pensaba que lloraba por mi madre, pero yo no lloraba por ella, lloraba por orgullo, lloraba por la humillación de haber asistido al momento en que mi propio hermano le negó la entrada a mis amigos y por no haber sabido defender mis derechos y los suyos, lloraba porque detesto que me griten y porque me he pasado toda la infancia escuchando gritos e imposiciones, jugando al papel de la hermana pequeña a la que nadie considera, lloraba porque pensaba que nadie me había visto como una adulta y que yo misma no había aprendido nunca a verme como tal, y que aún me comportaba como una niña que acepta órdenes y reprimendas. Pero ya no era una niña, acababa de perder a mi madre y no podía jugar ya el papel de hija, tenía que empezar a comportarme como madre, y no me sentía capaz, ni siquiera encontraba fuerzas para desenterrar la cabeza del pecho de Gabi o de levantarme de aquel banco.

Y en ese momento escuché un rumor de grupo que se acercaba y me di cuenta de que el entierro debía de haber acabado ya. El cura ya habría leído el responso y a continuación habrían introducido el féretro en el panteón sin paletadas de tierra, como Gabi creía, porque no se trataba de ese tipo de sepultura. Alcé los ojos y vi cómo una especie de nube negra se acercaba hacia nosotros, y cuando se fue concretando más empecé a distinguir en medio de aquel borrón contornos y figuras familiares, el perfil inmediatamente reconocible de mi padre, de mis hermanos, de mis cuñados, y a figuras que no eran familiares, a perfectos desconocidos que no sabía reconocer pero a los que nadie había negado la entrada al cementerio. Y entendí que la imposición de Vicente nada tenía que ver con el hecho de que existieran unos lazos de familia que debían respetarse para compartir los rituales más íntimos, sino a la necesidad de dejar claro que nuestra madre era más suya que mía, pues nunca la sintió tan cercana como la sintió en la muerte, y a la de demostrar su poder, su superioridad, después de que una vez más yo le hubiera robado el protagonismo, bien que sin desearlo, de la misma forma que llevaba haciéndolo desde pequeñita, desde que ceceaba y llevaba coletitas y le quité el puesto al nene, aquel nene espectacular, el querubín rubio entre las dos hermanas morenas, el de los ojos azules inmensos y asombrados, el niño frente a cuyo cochecito se paraban todas las señoras de Alicante deshechas en alabanzas, triste príncipe destronado al que nadie volvió a hacer caso nunca más en cuanto nació una niña más pequeña y más rubia que él. Nadie volvió a llamarle rey de la casa, ni siquiera su madre, sobre todo su madre, la fue perdiendo desde pequeño, me temo, y cuando la tuvo que dar por definitivamente perdida hizo lo que ha venido haciendo desde siempre, lo que toda la vida había visto hacer a mi padre, traducir su dolor a gritos, porque los niños no lloran, o eso había escuchado él desde pequeño. Y me acordé de aquel documental que vi en la tele en el que un chimpancé al que sus cuidadores le arrebataban su juguete favorito la emprendía a mamporros con otro chimpancé más pequeño con el que compartía jaula.

La linda Laureta, bella como nunca en su traje negro (a primera vista diría un Sybilla, pero yo no tengo mucho ojo para estas cosas), que armonizaba divinamente con su figura de junco y su melena oriental, avanzó hacia nosotros como si lo hiciera por una pasarela.

– ¿Pero qué haces aquí? ¿Cómo no has entrado? -me preguntó con tono indignado a la vez que me repasaba de arriba abajo con la mirada, dejando claro sin necesidad de decirlo que mi aspecto no le parecía el adecuado-. Ay, hija, Eva, cómo eres… Siempre a lo tuyo. -Y desvió entonces la mirada como si mi presencia la alterara.

– No se encuentra bien -le explicó Gabi.

Vicente se acercó para anunciar solemnemente:

– Nos vamos todos a comer a La Finca.

– Yo no voy, no me encuentro bien, y además no tengo hambre.

– Claro, la impresión… -intentó explicar Jaume.

– Ya, y las ganas de llamar la atención -respondió Vicente-. Eva siempre se tiene que hacer notar. Recuerda que a las cinco salimos hacia Madrid, algunos mañana tenemos que trabajar -recalcó el algunos con una voz de engolamiento campanudo, como si las demás, yo, no trabajáramos.

– A las cinco menos cuarto la tienes en el portal de la casa de tus padres -garantizó Manolo-. Yo la llevo.

– Eso espero. ¿Tú te quieres venir a comer con nosotros? -le dijo mi hermano a tu padre, que negó con la cabeza-. ¿No? ¿Prefieres quedarte con ellos?

Tu padre asintió con la cabeza, sin decir nada porque, supongo, le parecería obvio que no iba a dejarme sola.

– Pues allá tú. Pero te advierto que dentro de dos minutos ésta estará perfectamente y tú andarás muerto de hambre. Los numeritos de mi hermana nunca duran mucho, lo sabrás tú mejor que nadie, que vives con ella. En fin, hasta las cinco -concluyó Vicente, despidiéndose con una inclinación de cabeza.

– No le he dicho lo que se merece porque estamos donde estamos, pero hay veces en que tu hermano anda pidiendo una hostia a gritos -comentó Gabi al verle desaparecer-. No ha cambiado nada desde pequeñito, qué cruz de niño, por dios.

– Y que lo digas. El repelente niño Vicente -confirmó Jaume.

– Yo creo que está un poco tocado -opinó Manolo.

– No, qué va a estar tocado… Ése sabe muy bien lo que hace y lo que dice -le contradijo Gabi-. Lo que pasa es que es una malísima persona, aunque esté bueno de aburrir.

– ¿Qué dices? -preguntó Jaime, alucinado-. Qué va a estar bueno…

– Pues claro que lo está, en su estilo pijo madrileño, pero lo está. Si no de qué iba a poder tener tanta novia.

– Pues por la pasta -le explicó Manolo-, porque yo le veo más bien enano.

– ¿Y eso qué más da? Mira Tom Cruise… -insistía Gabi-. Lo que pasa es que lleva encima un complejo desde niño que le ha vuelto gilipollas, y lo digo con conocimiento de causa porque lo conozco desde pequeño, que para eso es mi primo. Siempre estuvo amargado… Claro, las nenas eran más altas que él, más lucidas, más llamativas… Y no ha sabido crecer con eso y así se ha vuelto: un neuras. Y a Eva, como es más pequeña que él y no ha tenido hasta ahora un marido al lado que, según su punto de vista machista, le haga cortarse un pelo, la ha visto siempre más indefensa y es a la que más caña le ha dado.

– No digas esas cosas, no seas bruto. -Manolo siempre conciliador-. El pobre, en el fondo, no es tan malo. Lo que pasa es que tiene sus cosas, como todos, y ese pronto tan bestia que ha heredado de su padre, todo hay que decirlo. Pero yo creo que no es malo, sólo que Vicente está un poco tocado, siempre ha tenido un punto raro, el pobre niño… Pero aparte de eso tiene muy buenas cualidades. A nadie, y menos a alguien de tu familia, lo puedes describir en blanco y negro…