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Esta tónica de lo vistoso y lo nuevo rico continúa en el interior, donde sigue el muestrario del sillar granítico de Novelda en todas sus variedades (rosa, azul y granate en suelos, paredes y aseos), una especie de mármol que no lo es, porque es granito, pero que brilla mucho más que si lo fuera, sobre todo el suelo, enceradísimo hasta casi resultar peligroso. Al fondo hay un mostrador de madera pintado de blanco inmaculado en el que nos atendió un señor inmensamente alto como un ciprés y muy delgado, vestido de un negro absoluto e imponente por el contraste con el fondo níveo, un señor, por cierto, que tenía la cara azul (sí, he dicho azul, como un cadáver) y que parecía la viva creación del doctor Victor Frankenstein excepto porque iba muy bien vestido y porque, sorprendentemente, nos atendió con una amabilidad exquisita, muy poco propia de un monstruo. Tras indicarnos la planta y la sala en la que se velaría a nuestra madre, decidimos subir por la escalera de granito, y cuál no sería nuestra sorpresa al encontrarnos en el primer rellano con una instalación decorativa digna de ser expuesta en Arco, obra de la florista del cementerio y compuesta de todo tipo de capullos, pistilos y pétalos de plástico (ninguno natural) con los colores desvaídos por la pátina de polvo que se había acumulado sobre ellas, y que se vendían por ramos a unos precios exorbitantes. A partir de entonces empezó a resultar difícil avanzar debido a una multitud que colapsaba el primer piso e incluso la propia escalera, hormigueando arriba y abajo como si aquello en lugar de un tanatorio fueran unos grandes almacenes el primer día de rebajas. Más tarde nos enteramos que estaba integrada por los visitantes al velatorio de algún miembro de la familia Paredes, una de las más importantes y conocidas de la ciudad -que se enriquecieron gracias a las famosas zapatillas-, y que constituía una sonada ocasión social en la que se habían presentado parientes, amigos, conocidos y perfectos desconocidos que iban a cotillear. En suma, el pueblo entero. Nos costó dios y ayuda pasar de la primera planta, nos era imposible avanzar por aquel exiguo espacio repleto de gente y, además, teníamos que detenernos cada dos minutos a saludar, y es que nos encontramos con todo Elche, incluidos los amigos que debían de ir a nuestro velatorio pero que se habían quedado en la primera planta atraídos por el bullicio y la irrepetible plana de personalidades allí reunidas.

Por contraste, en la planta segunda reinaba una desolación absoluta, aunque en cuanto se corrió la voz abajo nos llegó una riada de gente que conocía a mi madre o a su familia y que pensarían que bien podían matar dos pájaros de un tiro y asistir en el mismo día a los dos actos. Así que allí se presentaron no sólo nuestros parientes y amigos, sino el carnicero, el panadero, la frutera, la pescadera, el teniente de alcalde y su mujer, la bruja Juli (aquella que le dijo a mi madre que mi padre jamás la dejaría, y a quien la presencia de mi padre le confirmaba lo acertado de su predicción), la mismísima María Dolores Mulá (una pintora famosísima del pueblo que siempre va muy moderna y a la que todos conocíamos de vista o de oídas pero ninguno personalmente, y que sin embargo se mostró muy amable con todos nosotros y muy afligida por la muerte de nuestra madre) e incluso Pepito, el que había sido el florista más popular de todo Elche porque tenía el puesto en la plaza y al que hacía años que nadie veía en ningún sitio. Y así se formó el revuelo en el velatorio y volvieron los comentarios de siempre «pobreta, qué pena, con lo buena mujer que era», «si es que no somos nadie», «unos vienen y otros se van» y «qué guapa es tu hija y cómo se parece a ti» y vuelta a hablar de cuando yo era pequeña y de mis ceceos y mis coletitas. Harta ya de estar harta, que diría Serrat, enfilé para el baño, en donde me encontré con una multitud haciendo cola y además con una señora que por lo visto había hecho noche en el edificio, velando a un familiar, y que estaba en sujetador y con el vestido arremangado hasta la cintura, lavándose los sobacos con una pastilla vieja de jabón que había encontrado en aquel lavabo desportillado.

Me gustaría poder decir que la tristeza se me había agarrado al estómago, pero mentiría. Ni siquiera sé si estaba triste, porque todo resultaba tan desconcertante y surrealista como para pensar que aquello no era sino un sueño, que antes o después volveríamos a la vida real en la que no habría habido ni muerta ni tanatorio. Y lo cierto es que para las diez ya tenía un hambre de náufraga, y no sólo yo, sino toda la familia. La tía Reme se quedó en la sala, porque se empeñó en que no podíamos dejar a mi madre sola y porque estaba enfrascada en una charla muy animada con la Mulá, y nos bajamos a la cafetería. Tu padre decidió volver hacia Alicante, con Laureta y sus niños y contigo. Entendimos que yo debía quedarme a hacer noche, o al menos parte de ella, en el velatorio.

La cafetería estaba hasta los topes y más animada que una rave en Kapital, pues allí estaban todos los que habían ido a acompañar al finado de los Paredes. Supongo que habrían empezado por los cafés, pero después ninguno había podido resistirse a la tentación de los solysombras a un euro veinte y los cubatas a dos cincuenta, con lo que más de uno y más de dos se estaban agarrando una tajada soberana aprovechando que se habían encontrado en el tanatorio con amigos a los que hacía tiempo no veían. Aquí me topé con el primo Gabi, que traía con él a Jaume y a Manolo, compañeros de correrías y aventuras en Santa Pola desde que teníamos ocho años, quienes parecían afectados de verdad por lo sucedido, porque al fin y al cabo mi madre les había hecho en aquellos veranos quién sabe cuántos bocadillos de Nocilla. Nada más vernos, los tres se dirigieron inmediatamente a la mesa donde estaba sentada mi familia a dar el pésame. Tanto mi padre como mis hermanos los recibieron con exquisita corrección (ya sabemos que los Agulló somos muy finos), y sin embargo se notaba cierta tensión en el intercambio de saludos, y es que a Vicente nunca le cayeron bien Jaume y Manolo. Lo cierto es que mi hermano estaría dispuesto a jurar a todo aquel que le escuchara que él de homófobo no tiene un pelo, pero el caso es que tampoco ha tenido un amigo gay en su vida, y ni Jaume ni Manolo van precisamente ocultando su condición. La situación no era tensa en apariencia, pero yo, que conozco bien a mi familia, entendí enseguida que lo mejor era retirarme, así que me levanté de la mesa y me fui a cenar a la barra un pincho de tortilla que compartí con mis amigos y que, a juego con el ambiente de tanatorio, parecía recién embalsamado.

Tras la cena subimos otra vez al velatorio. Allí estábamos Reme, Eugenia, mi hermano Vicente, mi padre, cuya expresión era casi tan rígida como la del cadáver que estaba velando, mis tres amigos y yo. Resultaba muy difícil iniciar una conversación de circunstancias, pero Jaume se esmeró y atacó con los tópicos de siempre, que si no somos nadie y que qué gran mujer era, como si no hablara un chico de treinta años sino una maruja de cincuenta. En algún momento mi padre intentó ser amable y recordar anécdotas de Santa Pola, cuando mi madre le limpiaba a Jaume los mocos, y me dio la impresión de que ese esfuerzo de buscar algo agradable que hiciera menos penosa la obligación de velar era una metáfora de la vida misma, que no es sino una lucha constante para intentar hacer menos duro lo que siempre lo es. Y en esto estaba pensando, cansada en lo físico y en el alma, con el cuerpo molido de vivir y la cabeza agotada ya de esa tristeza solemne que siempre habita en las reflexiones a deshora, cuando entró un señor desconocido, de unos cincuenta años, que se quedó mirando a mi madre con los ojos desmedidos y acto seguido se puso a llorar casi a gritos. Por un momento pensé si no sería el notario aquel con el que mi madre estuvo a punto de casarse en la juventud, pero luego caí en la cuenta de que si aquél era ya entonces mayor para mi madre, probablemente hacía tiempo que ya habría dejado este mundo. Sin embargo, aquel señor parecía no haber cumplido los sesenta. Miré a mi padre y, por su expresión, adiviné inmediatamente que tampoco él sabía quién era el visitante. En aquel momento el lloroso desconocido se desplomó sobre uno de los sillones de escay de la sala y casi de inmediato se puso a roncar con gruñidos tales que cualquiera habría dicho que había un cerdo suelto hozando por el tanatorio.