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Mientras tanto, Rumanía se iba sumiendo en una crisis cada vez más grave, y los que podían emigraban, como había hecho su padre. Un día llegó una carta suya en donde le comunicaba que había vuelto a casarse y se había convertido, por matrimonio, en ciudadano canadiense. El país se iba a pique y el pequeño Anton se convertía en la estrella de su instituto, el chico con mejores notas en todas las asignaturas, el que se llevó el premio al mejor estudiante al acabar la secundaria. Y por eso el director, que le había tomado cariño y que conocía muy bien su situación, pues era vecino de su mismo bloque de viviendas, le sugirió que intentara estudiar fuera, que aprovechara la nueva nacionalidad del padre y, puesto que todavía era menor de edad, apelase al concepto de la reunificación familiar, consiguiera tarjeta de residencia en Canadá y obtuviera una beca de estudios allí. Mucho tiempo atrás, antes de que el padre se marchara, cuando la madre aún no bebía ni vino en las comidas, cuando los domingos eran días de pelota y de tren y de excursiones al campo a tres, aquel señor había sido muy amigo del padre, por eso se ofreció a escribirle una carta hablándole de las capacidades de su hijo para convencerle de que un cerebro como aquél no podía desaprovecharse.

Cuando Anton le habló a su madre de la idea del profesor, ella se puso como una fiera. ¿La iba a dejar sola, a la única que se había desvivido por él, para marcharse con un señor que le había engendrado pero poco más, que no se responsabilizaba de nada, que apenas mantenía el contacto, que les había dejado a los dos tirados como una colilla? ¿Y qué iba a hacer ella sin su hijo, su único sostén emocional, su único amigo, su sola razón de vivir?

Para acabar de disuadir a Anton, llegó la larga carta del padre, respuesta a la que había recibido del director, la más larga de las nunca recibidas, tan larga que su extensión superaba a la de todas las demás cartas juntas que habían ido llegando durante aquel no menos largo decenio. Explicaba que nunca le había olvidado, que jamás había dejado de quererle, y hablaba de la responsabilidad y de la hombría, y de los deberes para con la propia sangre, y se enredaba en justificaciones sentimentales que sonaban a canción de radiofórmula, para acabar diciendo que él firmaría los papeles que hubiera que firmar y ayudaría a su hijo en lo que pudiese, pero que éste no podría vivir bajo su techo, pues se había casado con una mujer muy celosa que no quería ni oír hablar de la existencia de un amor previo y, mucho menos, de un fruto de aquel amor.

De forma que Anton asumió que no abandonaría Rumanía, que allí se quedaría al lado de su madre, y sin embargo fue curiosamente su madre la que le obligó a marchar, pues tras una larga conversación con el director se había dado cuenta de que no había otra opción, de que su hijo no podía desaprovechar la oportunidad que le ponían en bandeja cuando medio país estaba intentando a la desesperada, y muchas veces infructuosamente, salir de allí jugándose incluso el tipo y la salud, cruzando ilegalmente las fronteras, arribando en países en los que no se conocía a nadie o en donde eran rechazados. Al principio, cuando su madre se resistía a dejarle marchar, su actitud le había parecido a Anton egoísta, casi cruel y hasta odiosa. Pero su repentino consentimiento le inspiró un cariño vivísimo por renacido, y de repente sintió que ya no se quería ir. Decidió que lo mejor sería no marcharse si con ello iba a disgustarla tanto aunque, pese a todo, la misma decisión de quedarse le provocaba más deseos de escapar. Pero no de huir a Canadá, sino hacia un paraíso soleado y difuso que imaginaba en sueños, y que estaba seguro de poder encontrar el día en que fuera libre para ir a buscarlo, el día en que pudiera sentirse ajeno a los chantajes de su madre, o al fantasma de su padre.

Cuando le anunció a su madre su decisión de permanecer a su lado, ella, en lugar de alegrarse, insistió más todavía en la necesidad de su partida. Lo mejor era que se marchara, decía, porque no tendría jamás salida en aquel país devastado. Quería que se fuera y que no tuviera cuidado, que no sintiera ninguna pena por ella, al fin y al cabo su vida ya se estaba acabando y la de él casi acababa de empezar y no quería que su futuro se pareciera en absoluto al pasado que ella había vivido. A Anton, sin embargo, esa recién adquirida obligación de vivir una existencia plena, feliz, exitosa, que contrastase con la de su madre y en cierto modo la resarciera, se le antojaba una carga muy pesada, y le parecía que se desgarraría si se apartaba de ella.

Pero no se desgarró. Muy al contrario, sólo se sintió entero, persona independiente y no parte de un conjunto binario, cuando llegó a Canadá. Su madrastra era dentista y por lo tanto, según los cánones canadienses, casi millonada, y el padre se había hecho su hueco como agente inmobiliario. A los dos les sobraba el dinero y les faltaba el tiempo, así que su padre, complejo de culpa obliga, le había buscado alojamiento en Toronto, un apartamento minúsculo que se ofreció a pagar mientras hiciera falta. Anton no podía haber imaginado mejores condiciones para establecerse. ¿Qué otro muchacho de dieciséis años podía decir que vivía solo, sin obligaciones ni imposiciones paternas, sin limitaciones de entradas y salidas? Y sin apoyo, sin compañía, sin sentimiento de pertenencia, carencias que se hacían temores en la cabeza de Anton, pero que jamás mencionó a nadie, mucho menos al señor que le pagaba el alquiler y cuyo abogado se ocupó de todos los trámites, incluido el de matricularle en una High School.

Al año, cuando ya estaba certificado como ciudadano canadiense y podía alardear de un expediente tan brillante o más que el que obtuviera en su ciudad natal (pues en Canadá el nivel académico resultó ser sensiblemente inferior al rumano, sobre todo en lo que a ciencias se refería) pidió la famosa beca. La obtuvo y se marchó a estudiar biología a Kingston, donde su vida siguió caracterizada por la misma tónica que en Toronto: la soledad. El tiempo que había pasado fuera de Rumanía lo había dedicado a tres cosas: estudiar, perfeccionar su inglés y escribirle cartas diarias a su madre. No había hecho amigos en clase, y apenas podía ver a su padre más que una vez cada quince días, cuando éste le invitaba a comer en uno de los mejores restaurantes de la ciudad. De vez en cuando, en cualquiera de esos locales, su padre se cruzaba con algún conocido que les saludaba a distancia y que secretamente inspiraba la envidia de Anton. Aquellas personas participaban en la existencia de su padre, una existencia que transcurría más allá de aquel restaurante, una vida a la que Anton no tenía acceso.

Sí, el señor parecía tremendamente orgulloso de su hijo, pero no tanto como para llevarle a su casa o presentarle a los nuevos hermanos, que los había, y probablemente el hecho de saber que esa omisión no podía interpretarse más que como una canallada derivaba en un complejo de culpa que a su vez se traducía en el pago del alquiler del apartamento y en una renta mensual para su hijo, que ingresaba puntualmente cada primero de mes en una cuenta corriente que el eficiente abogado había abierto a nombre de Anton. La mitad exacta de aquella renta se la reenviaba Anton a su madre (el cambio de moneda obraba un milagro análogo al de la multiplicación de los panes y los peces y convertía aquella moderada suma en una cantidad más que respetable), y así actuaba a su vez tal y como lo hacía su padre: intentando acallar con dinero su complejo de culpa.

Anton adoptó ante la vida una actitud defensiva. Se acorazó en un castillo muy bien fortificado en cuyo centro había una torre de marfil construida con mimo a base de lecturas, estudios y cartas a su madre. Y allí habitaba solo, como un príncipe en el exilio a quien le quedara el título pero no el poder. Hubo algún intento de relación amorosa que a nada le condujo, estudiantes que se sentían atraídas por su aura de misterio y que sirvieron de medicina temporal para la soledad, chicas que no hablaban su lengua ni conocían su pasado, que ni siquiera sabrían situar en un mapa su país, amigas que compartieron alguna vez su cama pero no consiguieron sacarle de su estancamiento emocional.