– ¡Eh, oiga! No consigo pegar un ojo con la máquina eléctrica ésa.
– ¿Qué hora es? -le pregunté.
– Da igual, qué importa, de todas maneras no puedo dormir. Usted conocerá algún sistema para dormir, ¿verdad? Creo que lo he probado casi todo.
Atravesó la habitación y se acercó a la ventana.
– La mía da a un patio, y no es nada divertido.
– ¿Quiere una cerveza?
– Sí, gracias. Y a propósito, ¿concretamente, qué está haciendo?
– Estoy escribiendo un libro.
Me miró con los ojos como platos.
– No es cierto… -dijo.
– Lo juro -contesté.
– Vaya, pues es formidable… Caray, un libro con una historia y personajes, una verdadera historia, ¿no?
– Exacto, ha acertado plenamente…
Se sentó en un ángulo de la cama con su cerveza y miró el techo sonriendo.
– Vaya, no sé decirle lo que siento, pero me parece formidable.
– Aprecio mucho lo que me dice… De verdad.
– Creo que es una cosa que realmente me habría gustado; me habría encantado escribir libros.
– Es un buen principio.
– No se ría de mí.
– Hablo muy en serio, es la pasión lo que hace que las cosas brillen.
Nos tomamos un trago y ella se dejó caer hacia atrás en la cama, pero sin descubrir las piernas. Sólo era cuestión de relajarse. Vi fácilmente la diferencia y me estiré encima de la mesa.
– Sé de una que mañana estará totalmente reventada. Y me lo volverán a echar en cara… -dijo ella.
– ¿Es muy duro? -pregunté.
– No demasiado, trabajo en un autoservicio aquí cerca y no me canso demasiado. Lo duro es estar de pie todo el día con los tobillos hinchados y respirando esos olores de comida.
– Mierda, me lo imagino.
– Sí, y como la cosa siga así no voy a salir a flote. No logro ahorrar ni lo necesario para alquilar un apartamento en la zona. Creo que me haría bien encontrar un apartamento. A lo mejor podría dormir normalmente.
– ¿Está sola? -pregunté.
– Sí, soy viuda y no tuve hijos. No estoy segura de haber sacado un buen número, pero no me quejo, fui feliz con un tipo durante varios años. Creo que ya tuve mi parte.
Se rió echándose el pelo hacia atrás.
– A lo mejor por eso no puedo dormir -dijo-. ¿Será que ya no lo necesito?
– Realmente, tienes la moral de acero -le dije-. Me alegro de conocerte.
– No te lo creas. Podría hacerte llorar si quisiera. Podría hablarte durante horas de mi hermoso amor perdido y te dejaría clavado en la silla.
– ¿Quieres otra cerveza? No tengo nada más.
– Gracias, pero voy a tratar de dormir. Quiero dejarte una buena impresión.
Se levantó, apoyó una mano en mi hombro y se inclinó por encima mío para echarle un vistazo a la hoja que estaba en la máquina.
– Espero que escribas bien -dijo-. Espero que seas un gran escritor.
– Si te gusta una sola página de éstas -le dije-, es que soy un gran escritor.
– No, no te rías de mí, no soy una entendida.
– Nadie es entendido.
Cogió una hoja al azar y volvió a sentarse en la cama. Me levanté. Fui a que me comieran los nervios al lado de la ventana. A lo lejos se oían sirenas de ambulancia, o de bomberos, o de policía, continuamente. Realmente había que tener mierda en las orejas para acostumbrarse a ese ruido.
– ¿Puedo ver la continuación? -me preguntó.
Le pasé los últimos folios y tardó un rato. Tuve tiempo de tomarme tranquilamente una o dos cervezas. A continuación me devolvió el montón sonriendo.
– Me parece que me voy a la cama -dijo ella-. Pero tú puedes continuar, no va a molestarme.
– Muchas gracias -le dije-. Entra cuando quieras.
Estuve prácticamente una semana sin salir y el esfuerzo valió la pena: un hermoso montón de páginas, algo cuyo grosor ya se notaba entre los dedos y que pesaba un poco. Aparte eso, la pregunta clave era: «¿Qué es lo que puede impulsar a un tipo de treinta y cuatro, en lo mejor de su forma, a permanecer clavado en su silla durante días enteros y durante buena parte de las noches?» No, la gilipollez no lo explicaba todo y en realidad la respuesta adecuada era: «Lo que impulsa a un tipo a escribir es que no escribir es aún más espantoso.» Y me pregunto cómo podía mantener la sonrisa con unas ideas semejantes. Pero en cualquier caso tenía la moral invariablemente alta. Los días eran hermosos, posiblemente íbamos a tener una prolongación del verano, lo que me proporcionaba una buena luz para mi novela. Sentía que pronto iba a llegar el final, las mallas se cerraban y podía dejarme llevar. Mi estilo se hacía más líquido. Soy partidario del viejo y excelente método que consiste en contenerse al principio para después dejarse más suelto; es el más natural.
Me concedí un día de descanso antes de volver a sumergirme en la novela. Me tomé el café en la cama y a continuación me afeité. Escondí el original debajo del lavabo antes de salir. Siempre he escondido mis originales y de todas formas nunca he sido un tipo despegado. Aquello representaba algo para mí. Mierda para los que se rían.
Fui a comer al autoservicio en el que trabajaba mi vecina, y sólo pude guiñarle el ojo porque el asunto estaba repleto de gente. Sí, no solamente se levantaban a la misma hora, sino que comían a la misma hora, trabajaban a la misma hora y todo igual; era muy sutil, era el remate de toda una civilización. Mierda para la decadencia.
Al salir me levanté el cuello de la cazadora debido al viento, pero el cielo estaba realmente azul. Fui a dar una vuelta por los lugares que conocía, sólo por pasear, y a continuación fui a ver Rambo, la película de Stallone. Súper. Mierda para las vanguardias.
Cuando me encontré en la calle, el cielo había virado a tono: amarillo rosados y la gente forzaba el paso para llegar a sus casa: antes de que se hiciera de noche, lo que estropeaba el ambiente. Decidí ir a acostarme para estar en forma a la mañana siguiente, y regresé al hotel. No era un programa muy alegre, pero ya no cono cía a nadie en la zona y había estado caminando buena parte de tarde. Cuando entraba al vestíbulo del hotel me crucé con mi vecina, que terminaba su jornada.
– Voy a cenar a casa de mi hermana -dijo-. Si estás solo, te invito.
– Estoy solo -declaré.
La hermana no estaba mal, pero tuve que cargar con su chorbo durante toda la velada. No me dejó ni un momento, era un rubiales con pinta romántica y con un jersey de rombos.
– Hey, viejo -dijo-, dejemos que las mujeres se ocupen de la cocina y vamos a oír un poco de folk mientras nos tomamos una copa. Tengo todos los discos de folk que puedas imaginarte, viejo…
– Vaya… -dije yo.
Además, el tipo recibía lecciones de tenis, lecciones de guitarra, lecciones de poco más o menos cualquier cosa. Todo aquello era muy interesante, yo no sabía si reír o llorar y bostezaba escondiéndome detrás de mi copa.
Recibí el golpe de gracia cuando estaba terminando la cena, porque la rubia cometió el error de decirle que yo estaba escribiendo un libro.
– Oh -exclamó-, pues yo, precisamente, pronto voy a escribir uno. Tengo toda la historia aquí, en la cabeza, viejo, hasta los menores detalles…
– ¿Pues a qué esperas? -le pregunté.
– ¿Cómo?
– Pues eso, ¿o te crees que te va a caer del cielo?
Se echó a reír tontamente y se apresuró a cambiar de tema: nos anunció que acababa de inscribirse en un curso de expresión corporal.
A la vuelta, como que el tipo me había dejado totalmente reventado, propuse que tomáramos un taxi. Nos fumamos un cigarrillo frente a una parada, la noche era fresca y el barrio estaba bastante desierto. Esperamos un momento sin decirnos ni una palabra. Yo me movía sin cambiar de posición, con las manos hundidas en los bolsillos y el filtro entre los dientes, y trataba de no pensar en nada.
Llegó un taxi. Me incliné hacia el tipo para indicarle la dirección y empuñé el picaporte de la puerta trasera. Estaba bloqueada por dentro. Forcejeé un poco.