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– Mierda, vamos a ver, ¿qué tienes contra mí?

Mira -le dije-, tengo trabajo. Sé buena chica. Nos vemos un día de estos, ¿eh?

De un salto se colocó frente a mí. Mentiría si dijera que en aquel fomento no la encontré atractiva, pero era mejor mantenerla a distancia y estaba dispuesto a emplearme a fondo. A veces es mejor tratarme con pinzas.

Debía mostrar la sonrisa de asesino de mujeres, porque se reprimió y no me saltó a la cara. Estiró el brazo por encima de la mesa, con un dedo apuntando hacia mí, pero no podía articular sonido. La casa estaba muy caliente. La recorrían chispas azules y a mí me parecía formidable, porque quería decir que con una chica siempre había algo aprovechable. Creo que el día en que ya no haya una chica en mi camino me cortaré el cuello de oreja a oreja. La veía en un claroscuro, con un hilo de oro sobre la cabeza, pero esa visión no me hizo temblar, incluso me atrevería a decir que en aquel momento estaba recargándome los nervios, y que respiraba toda la energía que flotaba por la habitación. Creo que ella lo notó, y debió de reflexionar a toda velocidad para cambiar su juego. La maniobra adecuada consistía en llevar al otro a su terreno, y trató de arrastrarme a una maratón.

– Fíjate bien en lo que voy a decirte -soltó-: no me iré de aquí hasta que me digas qué es lo que no funciona entre nosotros.

En conjunto, ellas mantienen mejor la distancia que nosotros, saben conservar sus fuerzas: ya me ha pasado en ocasiones eso de despertarme sobresaltado en la cama de una chica y sentirme malherido. Miré a mi alrededor, vi todo aquel mogollón agotador y pensé en el dinero que iba a llegarme, pensé en mi novela, pensé en mí y puse las manos encima de la mesa.

– Pues me parece muy bien -le contesté-. ¡Era exactamente lo que quería!

Tardé apenas diez segundo en recoger mi original, mi talonario de cheques, mi máquina y un poco de ropa. Acababa de ocurrirseme una idea genial. Me preguntaba cómo no lo había pensado antes.

– ¿Qué te ha cogido ahora? -me preguntó.

– No te olvides de apagar el contador cuando salgas -le dije.

Un rayo de sol me recibió en la puerta y me acompañó hasta el coche, era un buen augurio. Ni un alma en los alrededores. Subí al «Jaguar» y arranqué como un cohete.

Mi original restallaba al viento en el asiento de al lado. En el fondo, era la única cosa que valía la pena, la única cosa auténtica mente real en todo aquello.

23

Aparqué cerca del hotel a última hora de la tarde. Me dirigí a la recepción. El tipo me reconoció.

– Quisiera estar en la misma habitación -le dije.

– Mire -comentó-, me gustaría que no tuviéramos los mismos problemas que la primera vez, ¿eh?

– No habrá problemas -dije-. Puedo pagarle por anticipado.

– Eso me parece muy razonable.

Le firmé un cheque y me tendió las llaves con aire satisfecho.

En una época, viví en ese hotel durante ocho o nueve meses, trabajaba en los muelles y escribí allí mi primer libro. Había pasado por momentos lamentables en los que debía escurrirme por la puerta de emergencia para no pasar por recepción. Había pasado por un período bastante negro durante aquel año, pero había logrado salir a flote.

– No le indico el camino -dijo el tipo.

– Esta vez, tomaré el desayuno en mi habitación.

– Vaya, parece que ha pasado mucha agua bajo el puente, ¿eh?

No le contesté nada a aquel tarado. Tomé el ascensor hasta el octavo y volví a encontrar mi habitación. Sentí algo, y además no había cambiado nada, la jabonera seguía rota y, como antes, tenías que tirar como un loco para abrir la ventana. Justo por el exterior pasaba una escalera de emergencia, y por la noche, cuando la luna caía justo encima, podía quedarme durante horas y horas mirando el espectáculo desde la cama. Era aquello o nada.

Caía la noche, dejé mis cosas en un rincón y fui a darme una ducha. A continuación, me estiré en pelotas sobre la cama. Hacía buen tiempo, pero por desgracia no había luna y el cacharro aquel allá afuera, no era más que una sombra negra sin alma; qué lástima, porque mi felicidad no era completa. Me tragué una cosa de esas que te mantienen despierto y que te sacuden las plumas y me levanté de un salto. Instalé la mesa delante de la ventana, cogí mi original y empecé a leerlo desde la primera página.

Hacia las dos o las tres de la madrugada me di cuenta de que me castañeaban los dientes y me levanté para cerrar la ventana. Eché un vistazo abajo, a la calle. Los neones daban la impresión de un río coloreado y los coches se deslizaban por él como torpedos plateados. Me sentaba bien cambiar un poco de paisaje pese a que aquél no me gustaba demasiado. Veía muchas manzanas de casas y esa visión me desanimaba. Casi podía oler el sudor de la gente que vivía en la casa de enfrente; estaban demasiado cerca para mi gusto, y lo que fastidia de las ciudades es que hay demasiada gente a la vez. Pero era perfecto para lo que yo quería hacer. Así que volví al trabajo envuelto en una manta descolorida, cambiando una palabra, desplazando una coma y pestañeando hasta el amanecer.

Apenas abrieron las tiendas, bajé para hacer algunas compras. Iba con los ojos enrojecidos y me sentía cansado, pero no tema en absoluto ganas de dormir. Había gente en las calles, en las tiendas, en los coches, en los pisos… era algo que ya casi había olvidado. Había olvidado un poco los centenares de miles de individuos que se despertaban a la misma hora y no quería vivir aquello otra vez. Aterricé en un pequeño bar de barrio y me bebí dos cafés sin apenas despegar las mandíbulas. Cuando salí, el cielo estaba completamente blanco.

Compré algunas cosas indispensables, además de cigarrillos y cervezas, y regresé al hotel. Tuve un plantón frente al ascensor y me dediqué a mirar la gente que desayunaba. En conjunto no eran nada divertidos, todos parecían pensar en algo; era verdaderamente el lugar ideal para trabajar en paz.

Me quedé encerrado durante toda la mañana, llovió durante alrededor de una hora y bajé inmediatamente después para comer algo en un autoservicio. Volví a mi original tan pronto como pude, y acabé la lectura hacia las ocho de la tarde. Estaba reventado, puse los folios en orden y me metí en la cama. No estaba descontento de haber llegado hasta allí.

Al día siguiente, por la mañana, me senté frente a la ventana, instalé la máquina encima de la mesa y ataqué de firme. No era un escritor a la moda, no formaba parte de ninguna corriente y no tenía ninguna idea particular que defender, lo que me dejaba bastante libertad. Podía dejarme llevar, podía buscar un poco de placer y podía hurgar con el dedo en zonas un poco sensibles, sin ningún gilipollas a la vista. Parecía una carrera loca, pero con la diferencia de que yo sabía adonde iba.

Estaba verdaderamente tranquilo, el hotel permanecía silencioso durante el día. No conocía nada tan mortal como aquella habitación, pero tenía la ventaja de dejarle a uno la mente tranquila y de hacerle olvidar la hora. Además, los precios eran correctos y cambiaban las sábanas dos veces por semana. Me encanta eso de ver que alguien se encarga de mi cama y sacude las almohadas bajo un rayo de sol, eso es lo que me gusta de los hoteles. Y por la noche, tienes la impresión de que podrás alzar el vuelo a través de la ventana o el sentimiento de que va a ocurrirte algo. Me levantaba una y otra vez para mear. Un poco más tarde entró un tipo en la habita-ción.tde al lado y puso la radio a todo volumen. Tuve que pegarle unas cuantas patadas a la pared antes de encontrar de nuevo el hilo de mis pensamientos. Quería acabar aquel capítulo a cualquier precio antes de parar un poco, aunque tuviera que arrancarme las palabras una a una.

Estuve hasta muy entrada la noche. Oí vagamente que llamaban a la puerta y me volví én el momento que abrían. Era una rubia con una bata, de unos cuarenta años y con el pelo sobre los ojos.