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Mierda, no es fácil correr por la arena; y empecé a resoplar.

Llegué hasta una cabana de madera medio derruida. Posiblemente una antigua cabana de pescador, un cobertizo del que colgaba sus redes. No tengo ni idea, pero ahora la gente lo utilizaba para cagar o para deshacerse de sus cochinadas, y pese al aire del mar, pese a que la puerta y las ventanas habían sido arrancadas, apestaba tanto allí adentro que estuve a punto de renunciar. Únicamente entré porque no tenía ganas de morir.

Me coloqué detrás de una ventana y eché un vistazo fuera. El tipo estaba todavía bastante lejos, pero venía. Les juro que tenía que estar completamente fuera de sí. La cosa empezaba a ponerse cómica y no se me ocurría cómo iba a librarme de aquello.

Estaba a punto de salir y arrancar a correr de nuevo, cuando vi aquella cosa medio enterrada en la arena, un pedazo de hierro torcido. Me agaché y estiré con ganas. De verdad que estiré. Me encontré con una especie de cadena entre las manos, de aproximadamente un metro de largo, muy pesada, con eslabones enormes y oxidados, y me sentí un poco mejor, no realmente bien, pero sí un poco mejor.

Recorrí otros cien o doscientos metros pero ya no podía más, sobre todo con el peso de la cadena. Bajé por una pequeña duna y allí abajo me quedé inmóvil para recuperar el aliento. Sólo oía el temblor de las briznas de hierba, y una gaviota empezó a dar vueltas encima mío chillando sin cesar. Vi otra barraca, no estaba muy lejos, era más pequeña que la otra y parecía un refugio construido con traviesas de ferrocarril y cañas. Me arrastré hasta allí y lo esperé. Hubiera sido incapaz de dar un sólo paso más.

Me planté en uno de los laterales aferrando la cadena. Me la había pasado por el hombro para darle mayor impulso. Yo era algo así como una bomba lívida y me decía me cago en la puta, si llega hasta aquí, si consigue llegar, me cago en la puta, lo hago picadillo, lo hago desaparecer de la superficie del Globo. Además, había encontrado un lugar fastuoso, podía observar toda la zona que me interesaba sin dejarme ver. Sudaba y me estremecía a la vez. Habría dado no sé qué por ir a bañarme y volver tranquilamente con una toalla al hombro, por hacer cosas como las que hace todo el mundo, por meterme bajo la ducha apestando a crema solar.

El tipo apareció en lo alto de la duna, dudó un momento con la luna creciente prendida en el pelo, volvió la cabeza dos o tres veces, venteando, y luego empezó a bajar y avanzó hacia la barraca, directo hacia mí.

Dejé de respirar, dejé de pensar, dejé de todo y me quedé con los dedos crispados sobre la cadena, en la oscuridad, acompañado únicamente por el aliento de las olas y los chirridos de las conchas. Me dolía todo, mis articulaciones se estaban soldando, tenía la impresión de que estaba allí desde hacía siglos y me parecía que mi corazón iba a estallar. Permanecí así por lo menos durante cinco minutos, con los ojos como platos y la boca medio abierta.

¿Qué coño podía hacer yo? Estaba al borde del síncope y temblaba débilmente. Mierda, ¿qué tipo de jugada me estaba preparando? Normalmente tendría que habérmelo cargado desde hacía ya un buen rato. ¿Qué coño quería decir eso, eh?, ¿qué jugada hijo putesca trataba de hacerme, eh?, ¡ME CAGO EN TODO!

Era una locura hacer eso pero ya no podía esperar más. Quería terminar de una vez. Me arriesgué a sacar un ojo mordiéndome los labios.

Tardé tres segundos en verlo y no entendí la cosa enseguida; no entendí qué hacía. Luego la respuesta estalló en mi cabeza como la luz de un flash, ¡santo Dios, aquel gilipollas se largaba! No era un sueño, el tipo estaba subiendo tranquilamente la duna ayudándose con las manos. Yo veía cómo bailaba su condenado culo blanco, mierda, seguro que no era un sueño, ¡el majara aquel había dado media vuelta!

Me deslicé sobre las rodillas con los pulmones ardiendo y maldije al mariconazo aquel. No conseguía desplegar los dedos. Lo maldije con todas mis fuerzas.

Permanecí un momento tranquilo con la barbilla apoyada en las rodillas. A continuación, me deshice de la cadena y subí hacia la carretera con las piernas todavía un poco flojas y las mandíbulas doloridas.

No quería seguir pensando en el asunto. Ahora el día estaba naciendo. Hacía buen tiempo, era la temperatura ideal para caminar un poco, lo cual también es bueno para los nervios. El cielo era rosa. Me gustaba. El mar era rosa, mis pies eran rosas, y el asfalto también. Era fácil caminar con un ambiente así. Me sequé la cara con la camiseta, y también las manos, y me pregunté si el majara se habría ido a dormir o estaría dando de comer a los tigres.

Disfruté de un momento de paz intensa durante poco menos de un kilómetro, sin ver a nadie, sin ningún ruido excepto el de algunas gaviotas que despegaban de la playa y giraban en círculo. Esperaba que el sol las desintegrara con un destello de fuego; estaba claramente rojo. Oí que el coche llegaba por detrás y frenaba. No tuve tiempo de pensar y oí los gritos de Yan:

– ¡¡¿BUENO, QUÉ? ¿QUÉ COÑO HACES?!!

Me detuve y los miré.

– Nada -dije-, he dado un paseo.

– Te hemos estado buscando.

Subí detrás, junto al gordo. Lo empujé hacia el centro. El tipo gruñó. La chica gruñó. Aquella pareja tenía el don de ponerte a parir y yo todavía estaba un poco tenso. Yan arrancó y me buscó por el retrovisor; parecía cansado.

– Está bien -dijo-. Hemos acertado esperándote.

No le contesté. Cerré los ojos.

Desembarcamos en casa de Yan a las seis de la mañana. Las cortinas estaban cerradas, casi todos dormían estirados en los cojines o en los sillones, y los supervivientes se habían refugiado en la cocina para hacerse crepés.

Salí disparado hacia el cuarto de baño y dejé correr el agua sobre mi cabeza, muy suavemente, luego bebí y finalmente fui a mear. Los oía reír abajo. Charlar después de una noche en blanco forma parte de los buenos momentos; y bostezar al sol, y comer crepés en la madrugada antes de salir a plena luz sin pensar que todo está perdido de antemano y sin alimentar esperanzas insensatas; simplemente caminar en medio de la acera, levantar la cabeza, subir al coche y esperar cinco minutos antes de ponerlo en marcha, sobre todo si estás aparcado bajo una mimosa en flor o frente a una parada de autobús en la que una chica cruza las piernas y se ríe.

Decidí afeitarme. Me gusta hacerlo en casas ajenas, para probar productos nuevos y tocarlo todo; me jode mucho menos. Había empuñado el spray de espuma y estaba agitándolo como dicen que debe hacerse, cuando entró ella. Era la misma, la Reina de los Huevos, y me pregunté si me perseguía o si realmente existía el azar. Pero como el azar no existe, había venido para fastidiarme. Esperé a que arrancara.

– Voy a darme una ducha -dijo.

– ¿Fría? -le pregunté.

Se encogió de hombros y yo le sonreí, pero sin pensar en ella para nada. Acababa de ponerme una bola de espuma en la mano y tenía una suavidad increíble, era más bien una sonrisa dedicada al sabor del mundo, a esos instantes de pureza que te hacen estremecer durante el tiempo que dura un chispazo. Ella se quedó plantada a mi lado; creo que pensaba en lo que iba a hacer y no quería estorbarla. Me sentía bien, el cerdo de Yan tiene el cuarto de baño de mis sueños, podría encerrarme ahí dentro durante quince días con el último cassette de Leonard Cohén y unas cuantas botellas. Estoy dispuesto a hacer la prueba, una de las ventanas da al sol naciente, sí, es por eso, lo sé.

A continuación, ella tomó una buena decisión, se quitó su camiseta y sus pantalones, sin mirarme, y tiró de sus bragas pero sin1 la menor elegancia. Es una lástima, pensé, es una lástima que una chica no te haga la boca agua, es una lástima que olvide su fuerza. Eché sólo un vistazo a sus pelos pero ella cerró los muslos; en cualquier caso, no iba por ahí, no quería complicarme la vida porque sí. Me pasé la espuma por las mejillas mientras ella entraba en la bañera y hacía correr el agua a tope, como si hubiera hecho saltar una presa.