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LAS CUATRO DE LA MADRUGADA

Hora de la noche al día.
Hora de un costado al otro.
Hora para treintañeros.
Hora acicalada para el canto del gallo.
Hora en que la tierra niega nuestros nombres.
Hora en que el viento sopla desde los astros extintos.
Hora de y-si-tras-de-nosotros-no-quedara-nada.
Hora vacía.
Sorda, estéril.
Fondo de todas las horas.
Nadie se siente bien a las cuatro del madrugada.
Si las hormigas se sienten bien a las cuatro de la madrugada,
habrá que felicitarlas. Y que lleguen las cinco,
si es que tenemos que seguir viviendo.

LA ATLÁNTIDA

Existieron o no existieron
En una isla o no en una isla.
El océano o no el océano
los engulló o no.
¿Pudo quién amar a quién?
¿Pudo quién luchar con quién?
Todo sucedió o nada
allí o no allí.
Había siete ciudades.
¿Seguro?
Querían existir eternamente
¿Dónde las pruebas?
No inventaron la pólvora, no.
Inventaron la pólvora, sí.
Supuestos, dudosos.
No recordados.
No extraídos del aire,
del fuego, del agua, de la tierra.
No contenidos en una piedra
ni en una gota de lluvia.
No pudiendo en serio
posar como advertencia.
Cayó un meteoro.
No fue un meteoro.
Un volcán entró en erupción.
No fue un volcán.
Alguien gritó algo.
Nadie nada.
En esta más menos Atlántida.

De "Una llamada al Yeti", 1957

EL ACRÓBATA

De trapecio en
en trapecio, en silencio tras
tras el redoble de pronto enmudecido, a través
a través del aire sorprendido, más veloz que
que el peso de su cuerpo, que otra vez
otra vez no llegó a tiempo de caer.
Solo. O aún menos que solo,
menos, pues mútilo, pues fáltanle
fáltanle las alas, fáltanle mucho,
una falta que le obliga
a avergonzados revoloteos con una atención
implume, ya sólo desnuda.
Denodadamente ligero,
con paciente agilidad,
con calculada inspiración ¿Ves
cómo se agazapa para el vuelo, sabes
cómo conspira de pies a cabeza
contra quien él es: sabes, ves
cuán arteramente se enhebra en su antigua figura y,
para asir en su puño el mundo mecido,
extiende los brazos recién nacidos de sí?
más hermoso sobre todo en este preciso,
preciso, por lo demás ya pasado, instante.

LA LECCIÓN

Quién que (*) el rey Alejandro con quién, con qué con una espada
corta de un tajo a quién, qué el nudo gordiano.
Esto no se le había ocurrido antes a quién, a qué nadie.
Había cien filósofos
– ninguno lo había desenredado.
No es extraño que ahora se escondan por los rincones.
La soldadesca los agarra por esas barbas
de chivo, histéricas, canosas
y estalla un estruendoso quién, qué risa.
Basta
Lanzó el rey una mirada desde debajo de su penacho,
monta en su caballo, se pone en camino.
Y tras él, en la trompa de las trompetas, en el tambor de los
tamboriles,
quién, qué un ejército compuesto de quién,
de qué de pequeños nudos,
para quién, para qué para el combate

De "La sal", 1967

EL MONO

Expulsado del paraíso antes que el hombre
por tener ojos tan contagiosos
que mirando por el jardín
hasta a los ángeles entristecía
de manera imprevista. Esta es la razón por la que
debió, aunque sin humilde acuerdo,
instalar aquí en la tierra
sus magníficos predios.
Saltarín, prénsil y atento,
mantiene su gracia hasta hoy
proveniente del terciario.
Adorado en el antiguo Egipto, bajo una corona
de pulgas en su magnífica melena sacra,
escuchaba triste y archicallado
lo que de él querían. Ay, inmortalidad.
Y se iba meneando su sonrosado culo
en señal de lo que no se recomienda ni se prohíbe.
En Europa le quitaron el alma,
pero por descuido le dejaron las manos;
y cierto monje pintando un santo
le dio manos angostas, animales.
Tuvo que tomar el santo, pues,
la gracia como una nuez.
Cálido como recién nacido,
tembloroso como anciano,
lo traían en barcos a las cortes reales.
Gemía arrastrando su cadenita de oro
en su frac de marqués de colores de loro.
¡Casandra!, no hay de qué reírse.
Comestible en China, sabemos que ya en la fuente
hace muecas hervidas o asadas.
Irónico como un diamante de engarce falso.
Dicen que tiene un sabor fino
su cerebro, al que algo falta,
pues no inventó la pólvora.
En los cuentos, solitario e inseguro,
llena los espejos de muecas infelices.
Se burla de sí mismo, dándonos buen ejemplo,
al conocernos bien, como un pariente pobre
aunque no nos saludamos.