– Me temo -clava la aguja en el tapón de goma de la ampolla y tira del émbolo-, que eso es exactamente lo que piensa hacer el nuevo paciente: imponerse. Es lo que solemos llamar un «manipulador», señorita Flinn, un hombre que se aprovecha de todo y de todos para sus propios fines.

– Oh. Pero. Bueno, ¿en un hospital psiquiátrico? ¿Con qué objeto?

– Cualquiera. -Está serena, sonriente, absorta en la tarea de cargar las jeringuillas-. Comodidad y una buena vida, por ejemplo; una sensación de poder y de respeto, tal vez; ventajas pecuniarias, a lo mejor todo al mismo tiempo. A veces lo único que se propone un manipulador es simplemente desorganizar la galería por el puro gusto de hacerlo. Existen personas así en nuestra sociedad. Un manipulador puede influir a los demás pacientes y perturbarlos hasta el punto de que tal vez se requieran meses para que todo vuelva a marchar bien. Con la filosofía permisiva que hoy en día prevalece en los hospitales mentales, les cuesta poco conseguir lo que se proponen. Años atrás todo era muy distinto. Recuerdo que hace unos años tuvimos en la galería a un tal señor Taber, un intolerable manipulador. Al principio.

Alza la vista de su trabajo, y ante su cara, sostiene una jeringa a medio llenar, como si fuese una varita mágica. Se le va la mirada, perdida en el agradable recuerdo.

– El sei-ñor Tay-lor -dice.

– Pero, oiga -dice la otra enfermera-, ¿qué interés puede tener alguien en desorganizar la galería, señorita Ratched? ¿Cuál podría ser realmente el motivo…?

Interrumpe a la pequeña enfermera y clava otra vez la aguja en el tapón de goma de la ampolla, llena la jeringa, la sacude y la coloca en la bandeja. Observo cómo tiende la mano para coger otra jeringa vacía, cómo apunta, planea sobre el blanco, cae.

– Señorita Flinn, parece olvidar que ésta es una institución para locos.

La Gran Enfermera tiene tendencia a alterarse mucho cuando algo impide que su equipo funcione como una máquina bien aceitada, exacta, de precisión. Cualquier objeto desordenado o fuera de lugar o en medio del paso la convierte en un blanco hatillo de sardónica furia. Se pasea arriba y abajo con la misma sonrisa de muñeca, colgada entre la barbilla y la nariz, y con el mismo centellear sereno en los ojos, pero, en el fondo, tensa como el acero. Lo sé, lo noto. Y no se relaja un ápice hasta que consigue que, como ella dice, el estorbo se «someta al Orden».

Bajo su mando, el Interior de la galería está casi perfectamente sometido al Orden. Pero el caso es que ella no puede permanecer siempre en la galería. Algún rato tiene que salir al Exterior. Por ello también tiene puesto un ojo en el sometimiento del mundo Exterior. La colaboración con otras personas como ella a las que yo llamo el Tinglado, gran organización dedicada a someter el Exterior con la misma perfección con que ella ha sometido el Interior, la ha convertido en una auténtica veterana en el arte de someter las cosas. Cuando hace mucho tiempo, yo llegué del Exterior, ya era la Gran Enfermera del lugar y Dios sabe cuántos años llevaba dedicada a someter.

Y la he visto perfeccionarse más y más con los años. La práctica la ha templado y la ha fortalecido y ahora ejerce un firme poder, que se extiende en todas direcciones, a través de hilos finos como un cabello, invisibles a todas las miradas excepto la mía; la veo ahí sentada en el centro de su red de hilos como un vigilante robot, observo cómo controla su red con mecánica habilidad de insecto, cómo sabe a cada instante a dónde conduce cada hilo y qué voltaje debe aplicarle para obtener el resultado deseado. Fui ayudante de electricista en el campamento antes de que el Ejército me enviase a Alemania y estudié un poco de electrónica el año que estuve en el instituto, así aprendí cómo funcionan estas cosas.

Sus fantasías ahí en el centro de esos hilos la llevan a un mundo de precisión, de eficiencia y de orden semejante a un reloj de bolsillo con el dorso transparente; a un lugar donde sea imposible no respetar el horario y en el cual todos los pacientes que no están en el Exterior, obedientes bajo su fulgor, son Crónicos rodantes con catéteres que conectan directamente la pernera de cada pantalón con la cloaca que corre bajo el suelo. Año tras año ha ido acumulando su equipo ideal: médicos, de todo tipo y edad, han venido y se han enfrentado a ella con ideas propias sobre la manera de dirigir una galería, algunos con coraje suficiente para defender sus ideas, y ella ha fijado su mirada de hielo seco en esos médicos, un día y otro, hasta que han emprendido la retirada con escalofríos muy poco naturales. «La verdad es que no sé qué me pasa», le han dicho al encargado del personal. «Desde que empecé a trabajar en esa galería con esa mujer siento como si tuviera amoníaco en las venas. No paro de temblar, mis hijos no quieren sentarse en mis rodillas, mi mujer no quiere acostarse conmigo. Exijo que me trasladen… al rincón de neurología, al depósito de borrachos, a pediatría, ¡tanto me da!»

Lleva años haciendo lo mismo. Los médicos duran tres semanas, tres meses. Hasta que por fin se ha quedado con un hombrecillo de ancha frente y de amplios pómulos salientes, y con una arruga entre los diminutos ojillos, como si en alguna ocasión hubiera usado unas gafas demasiado pequeñas, y durante tanto tiempo que le hundieron la cara en el medio; y, por ello, ahora lleva las gafas atadas con una cinta a un botón; las gafas se balancean sobre el puente rojizo de su naricilla y no paran de resbalar hacia uno u otro lado, de modo que mientras habla siempre está balanceando la cabeza para mantenerlas en equilibrio. Ése es su médico.

Los tres muchachos negros del servicio de día los adquirió al cabo de otros tantos años de probar y rechazar a miles. Se iban presentando ante ella en una larga fila negra de enfurruñadas máscaras chatas, llenos de odio hacia ella y su blancura de muñeca de yeso desde el primer vistazo. Ella ha sopesado a los muchachos y su odio durante un mes poco más o menos, luego los ha despedido porque no sentían el odio suficiente. Cuando por fin ha dado con los tres que deseaba -los ha conseguido de uno en uno, a lo largo de varios años, y los ha ido incorporando a su plan de acción y a su red- no le cabía la menor duda de que su odio era suficiente para que resultaran eficaces.

El primero lo ha obtenido cuando yo ya llevaba cinco años en la galería, un retorcido enano sinuoso color de alquitrán frío. Su madre fue violada en Georgia frente a los ojos de su padre al que habían atado a la estufa caliente con riendas de cuero, chorreando sangre en sus zapatos. El chico lo vio todo desde un armario, tenía cinco años y torcía el ojo para espiar por la rendija entre la puerta y el marco, después ya no creció ni una pulgada más. Ahora los párpados le cuelgan de la frente, finos y lacios, como si tuviera un murciélago posado en el puente de la nariz. Párpados como fino cuero gris, apenas los levanta un poco cuando entra un nuevo blanco en la galería, espía por debajo y examina al hombre de arriba abajo y hace un único gesto de asentimiento como si, oh claro, hubiera comprobado algo que ya sabía de todos modos. Cuando empezó a trabajar quería traerse un calcetín lleno de perdigones para poner a raya a los pacientes, pero ella le dijo que ya no se hacía así, le hizo dejar la porra en casa y le enseñó su propia técnica, le enseñó a no dejar ver su odio y a conservar la calma y esperar, esperar una pequeña ventaja, una pequeña vacilación, y entonces apretar la cuerda y no aflojar. Nunca. Así se les pone a raya, le enseñó.

Los otros dos negros llegaron dos años después, entraron a trabajar con sólo un mes de diferencia, aproximadamente, y los dos se parecen tanto que pienso que ella mandó hacer una copia del primero que vino. Son altos y angulosos y huesudos y tienen esculpida en las caras semejantes puntas de flecha de piedra, una expresión que no cambia nunca. Sus ojos se contraen en una mirada perversa. Si uno roza su cabello le raspa la piel como una lija.