Se espían unos a otros. A veces uno dice algo personal que no tenía intención de revelar y alguno de sus compañeros de mesa bosteza y se levanta y se desliza hasta el gran cuaderno de bitácora junto a la Casilla de las Enfermeras y escribe lo que acaba de oír; la Gran Enfermera dice que ese cuaderno es de interés terapéutico para toda la galería, pero yo sé que lo único que ella desea es obtener información suficiente para mandar a alguno de los chicos al Edificio Principal, para que lo recompongan, lo examinen de arriba abajo y resuelvan la cuestión.

A los tipos que anotan algún dato en el cuaderno de bitácora se les señala en la lista con una estrella y pueden acostarse tarde al día siguiente.

Al otro lado de la sala, frente a los Agudos, se encuentran los desechos del Establecimiento, los Crónicos. Éstos no están en el hospital para que los recompongan, sino simplemente para evitar que corran por las calles y desprestigien el producto. Los Crónicos no saldrán nunca de aquí, así lo admite el personal. Los Crónicos se subdividen en Ambulantes que, como yo, aún pueden andar solos si se les alimenta, en Rodantes y en Vegetales. En realidad, los Crónicos -o la mayoría de nosotros- son máquinas con fallos sin reparación posible, fallos de origen, o fallos que han ido formándose a lo largo de tantos años de darse con la cabeza contra obstáculos impenetrables hasta que cuando el hospital da con el tipo en cuestión éste sólo es un montón de chatarra abandonada en un erial.

Para algunos de nosotros, los Crónicos fueron víctimas, años atrás, de un par de errores del personal, algunos entraron como Agudos y fueron transformados. Ellis es un Crónico que entró siendo Agudo y quedó muy malparado cuando lo sobrecargaron, en esa cochina sala de destruir cerebros que los negros llaman el «Cuarto de Chocs». Ahora lo tienen clavado en la pared tal como le retiraron de la mesa la última vez, en la misma posición, con los brazos extendidos, las palmas entreabiertas, la misma expresión horrorizada en su rostro. Lo tienen así, clavado en la pared, como un animal disecado. Le quitan los clavos a la hora de comer o para acostarlo o cuando quieren que se aparte para que yo pueda fregar el charco que hay a sus pies. Antes estuvo tanto tiempo en el mismo lugar que los orines corroyeron el suelo y las vigas bajo sus pies y constantemente se estaba cayendo a la galería de abajo, cosa que, a la hora de pasar lista, les creaba todo tipo de problemas.

Ruckly es otro Crónico que ingresó hace algunos años como Agudo, pero le sobrecargaron de otra forma: se equivocaron en una de las conexiones. Había armado un gran jaleo en la sala, dándoles puntapiés a los negros y mordiendo las piernas de las enfermeras internas, conque se lo llevaron para hacerle una cura. Lo ataron a esa mesa y lo último que supimos de él durante cierto tiempo fue que lo tenían ahí atado, hasta que cerraron la puerta; justo antes de que ésta se cerrara, hizo un guiño y les dijo a los negros que se retiraban: «Me las pagaréis, malditos monos.»

Y al cabo de dos semanas lo devolvieron a la galería, calvo, y con una grasienta mancha rojiza en la frente y dos clavijas del tamaño de un botón cosidas una sobre cada ojo. Se ve en sus ojos cómo le quemaron ahí dentro; tiene los ojos todos llenos de humo y grises y vacíos como fusibles quemados. Ahora, se pasa todo el día sosteniendo frente a ese rostro quemado una vieja fotografía y le da vueltas y más vueltas entre sus fríos dedos, y de tanto manosearla, la fotografía se ha vuelto tan gris como sus ojos, por las dos caras, hasta el punto de que resulta imposible saber qué representaba.

Ahora el personal considera a Ruckly como uno de sus fracasos, pero yo no estoy seguro, pues tal vez esté mejor que si las conexiones hubiesen sido perfectas. Actualmente, sus conexiones suelen tener éxito. Los técnicos están mejor preparados y tienen más experiencia. Se acabaron los ojales en la frente, nada de cortes: ahora proceden directamente a través de las órbitas. A veces un tipo va a que le hagan una conexión, sale de la galería furioso y enloquecido y despotricando contra todo el mundo y al cabo de unas semanas regresa con los ojos morados como si hubiese tenido una riña, y se ha convertido en la persona más dulce, amable y complaciente que hayan visto en su vida. Incluso es posible que regrese a su casa en un par de meses, con un sombrero bien encasquetado sobre un rostro de sonámbulo que deambula por un simple y dulce sueño. Un éxito, dicen, pero para mí sólo es otro robot del Establecimiento y más le valdría ser un fracaso, como Ruckly, ahí sentado manoseando y escudriñando su fotografía. Nunca hace mucho más. A veces el negro raquítico logra espabilarlo un poco, cuando se le acerca y le pregunta: «Dime, Ruckly, ¿qué estará haciendo tu mujer esta noche en la ciudad?» Ruckly levanta la cabeza. La Memoria murmura algo en algún rincón de la máquina destrozada. Enrojece y sus venas se obstruyen en un extremo. Se le hincha la cara y su garganta apenas logra emitir un ligero silbido. Comienzan a salirle burbujas por las comisuras de la boca, tan grande es el esfuerzo que hace para mover la mandíbula y decir algo. Cuando por fin consigue emitir algunas palabras, le sale un bajo murmullo ahogado que pone los pelos de punta: «¡Joder la mujer! ¡Joder la mujer!», y se desvanece allí mismo a causa del esfuerzo.

Ellis y Ruckly son los más jóvenes de los Crónicos. El más viejo es el Coronel Matterson, un viejo y petrificado soldado de caballería que luchó en la primera gran guerra y que ha dado en levantar las faldas de las enfermeras con su bastón, o en vanagloriarse con su versión personal de algún hecho histórico, frente a cualquiera que esté dispuesto a escucharle. Es el más viejo de la galería, pero no es el que lleva más tiempo aquí; su mujer lo trajo hace sólo un par de años, cuando llegó a un punto en que ya no estaba dispuesta a seguir cuidando de él.

Yo soy el que llevo más tiempo en la galería, desde la segunda guerra mundial. Llevo aquí más tiempo que nadie. Más que cualquier otro paciente. La Gran Enfermera estaba aquí antes que yo.

Los Crónicos y los Agudos no suelen mezclarse. Cada cual permanece en su parte de la sala de estar, como les gusta a los negros. Dicen que así todo está más ordenado y dan a entender a todo el mundo que les gustaría que así siguiera. Nos conducen a la sala de estar después del desayuno y observan cómo nos instalamos, y asienten: «Muy bien, caballeros, eso va bien. Y ahora no se muevan.»

En realidad, casi no necesitan decir nada porque, menos yo, los Crónicos apenas se mueven y los Agudos dicen que por nada del mundo se moverían de su sitio, y aducen razones como que el rincón de los Crónicos huele peor que un pañal sucio. Pero yo sé que lo que les mantiene apartados de los Crónicos no es tanto el olor como que no les gusta pensar que eso es lo que podría ocurrirles algún día a ellos. La Gran Enfermera conoce este temor y sabe aprovecharlo; siempre que algún Agudo se enfurruña le hace notar que hay que ser buenos chicos y cooperar con el personal cuyo propósito es curaros o acabaréis al otro lado.

(En la galería, todos están muy satisfechos con la cooperación de los pacientes. Tenemos una plaquita de bronce clavada sobre un trozo de madera de arce en la que hay escrito: UN APLAUSO A LA GALERÍA QUE HA LOGRADO OPERAR CON MENOR NÚMERO DE PERSONAL EN TODO EL HOSPITAL. Es un premio a la cooperación. Está colgado en la pared encima mismo del cuaderno de bitácora, a igual distancia de los Crónicos y de los Agudos.)

Este nuevo y peligroso Ingreso, McMurphy, sabe al instante que no es un Crónico. Después de observar un minuto la sala de estar, comprende que le toca situarse al lado de los Agudos y allí se dirige en el acto, sonriendo y estrechando la mano a todo el mundo. Advierto que al principio todos se sienten incómodos con su presencia, que les inquietan sus bromas y chistes y el descaro con que le chilla al muchacho negro que aún le persigue con un termómetro, y sobre todo esa franca risa sonora. Cuando ésta suena oscilan las agujas del cuadro de mandos. Cada vez que se ríe los Agudos adoptan un aire asustado e inquieto, como niños de colegio que, cuando un chico revoltoso empieza a alborotar demasiado en ausencia del maestro temen que éste vuelva y se le ocurra castigar sin recreo a toda la clase. Se agitan y se estremecen, al mismo tiempo que las agujas del cuadro de mandos; advierto que McMurphy comprende que les está poniendo nerviosos, pero eso no le arredra.