– Fue como lamentarnos de todas las tragedias ocurridas desde siempre.

Los profesores tuvieron libertad para presentar todo el material que se les antojó. El señor Hedlie, el profesor de inglés, que iba a la escuela en bicicleta con los bajos de los pantalones sujetos con unos aros metálicos, distribuyó una colección de poemas de la poetisa victoriana Christina Rossetti. Deborah Ferentell recordó unos versos de un poema titulado «Reposa»:

Oh, Tierra, cubre sus ojos con tu peso,

sella sus dulces ojos cansados de mirar, Tierra:

quédate muy cerca de ella; no dejes espacio al júbilo

con su estruendosa risa, ni al rumor de suspiros.

Porque ella no tiene ya preguntas ni respuestas tampoco.

El reverendo Pike habló del mensaje cristiano de la muerte y del renacimiento, y se centró en la historia de una pérdida tristísima, cuando el equipo de fútbol de su colegio no consiguió ganar el título de la división. El señor Tonover, que enseñaba química y que a su edad seguía viviendo con su madre, al no encontrar las palabras apropiadas para la ocasión dejó que sus alumnos mataran el tiempo preparando crocante de cacahuete con un mechero Bunsen. Otras clases, divididas en grupos, se dedicaron a juegos en los que imaginaban que eran estructuras arquitectónicas.

– Si fueras un edificio, ¿qué clase de edificio te gustaría ser? -preguntaba el que dirigía el juego.

Debían describir las estructuras con todo lujo de detalles y después establecer mejoras. Las hermanas Lisbon, desamparadas en diferentes clases, se negaron a jugar o pasaron el rato pidiendo permiso para ir al lavabo. Como ningún profesor insistió en que participasen, el resultado fue que se aplicó la curación a los que en realidad no teníamos ninguna herida. A eso del mediodía Becky Talbridge vio a las hermanas Lisbon juntas en el cuarto de baño de las chicas, situado en el ala de ciencias.

– Habían ido a buscar unas sillas del vestíbulo y estaban allí sentadas, esperando la hora de salir. Mary tenía una carrera en las medias de nailon (parece increíble que llevara medias de nailon) y la frenaba con ayuda de laca de las uñas. Las hermanas parecían observarla, pero en realidad tenían aire de aburrimiento. Yo me metí en el retrete, pero podía sentirlas ahí fuera, de modo que me fue imposible… bueno, ya me entendéis lo que quiero decir.

La señora Lisbon no se enteró siquiera de lo del Día de la Aflicción, ya que ni su marido ni sus hijas dijeron nada del asunto al volver aquel día a su casa. Naturalmente, el señor Lisbon había estado presente en la reunión de profesores en la que la señora Woodhouse hizo la propuesta, pero los testimonios difieren con respecto a su reacción. El señor Rodríguez recordaba que «asintió con la cabeza, pero no dijo nada», mientras que la señorita Shuttlworth recordaba que había abandonado la reunión a poco de empezar y que ya no había vuelto a entrar.

– De lo del Día de la Aflicción ni oyó hablar porque salió con aire aturdido y con el abrigo de invierno -explicó, después de lo cual nos planteó una de sus construcciones retóricas (en aquel caso, «zeugma»), que tuvimos que identificar antes de prescindir de su presencia.

Cuando la señorita Shuttleworth entró en el despacho para someterse a la entrevista, todos nos pusimos respetuosamente de pie como habíamos hecho siempre en su presencia y, pese a que ya éramos personas adultas y algunos ya lucíamos una calva incipiente, siguió llamándonos «niños», igual que en los lejanos tiempos en que fuimos sus alumnos. Todavía conservaba sobre el escritorio aquel busto de yeso de Cicerón y la imitación de una urna helénica que le regalamos el día de nuestra graduación, y todavía seguía exudando aquel aire de célibe polígrafa empolvada.

– No creo que el señor Lisbon se enterara de la celebración del Dies Lacrimarum hasta bastante avanzado el día porque, al pasar por delante de su aula durante la segunda hora, vi que estaba dando clase sentado en su sillón. Seguramente no hubo nadie que tuviera el valor de ponerlo al corriente de las actividades del día.

En efecto, cuando años más tarde le hablamos del asunto, el señor Lisbon conservaba únicamente un vago recuerdo del Día de la Aflicción.

– Probad por décadas -nos dijo.

Transcurrió mucho tiempo antes de que la gente se pusiera de acuerdo sobre los diferentes intentos de enfocar el suicidio de Cecilia. La señora Woodhouse opinaba que el Día de la Aflicción había cubierto un objetivo vital y a muchos profesores les gustó que se hubiera roto el silencio en relación con el asunto. Una vez por semana vino una psicóloga, que pasó a compartir el despachito de la enfermera. Todos los alumnos que sintiesen necesidad de una consulta podían acudir a verla. Nosotros nunca fuimos a visitarla, pero todos los viernes nos dedicábamos a vigilar si alguna de las chicas Lisbon iba a ver a la psicóloga. Se llamaba señorita Lynn Kilsem y un año más tarde, después de los demás suicidios, desapareció sin despedirse de nadie. Se averiguó que no tenía ningún diploma que la acreditase como psicóloga y ni siquiera supimos con certeza si se llamaba realmente Lynn Kilsem, quién era ni dónde fue a parar después. En cualquier caso, es una de las pocas personas que no hemos podido localizar y, por esa ironía tan característica de las circunstancias, una de las pocas que habrían podido aclararnos algo. Parece ser, en efecto, que las chicas iban a visitar regularmente a la señorita Kilsem todos los viernes, aunque jamás llegamos a verlas entre las pobres existencias médicas que constituían nuestra pobre enfermería. Los archivos de los pacientes de la señorita Kilsem, por otra parte, fueron devorados por un incendio que se declaró en el despacho cinco años después (una cafetera, una prolongación de hilo eléctrico), por lo que no tenemos información exacta con respecto a las sesiones. Muffie Perry, sin embargo, que aprovechó los servicios de la señorita Kilsem como psicóloga deportiva, recordaba a menudo haber visto a Lux y a Mary en su despacho, y alguna vez a Therese y a Bonnie. Nos costó mucho trabajo localizar a Muffie Perry debido a los rumores que corrían respecto de su nombre de casada. Algunos aseguraban que ahora se llamaba Muffie Friewald, otros Muffie von Rechewicz, pero cuando por fin dimos con ella estaba ocupada en cuidar de las raras orquídeas que su abuela había legado al jardín Botánico de Belle Isle y nos dijo que seguía llamándose Muffie Perry y punto, exactamente igual que en los tiempos de sus triunfos en el hockey. En el primer momento no la reconocimos debido a que estaba rodeada de viñas y frondosas enredaderas, y debido también al ambiente neblinoso del invernadero. Cuando la convencimos de que se situara debajo de la lámpara de crecimiento artificial, pudimos comprobar que estaba abotargada y al mismo tiempo arrugada, aunque sus minúsculos dientes perfectamente encajados en sus rosadas encías seguían siendo los mismos. La decadencia de Belle Isle contribuyó a la negra visión que tuvimos de las cosas. Flotaba en nuestro recuerdo la delicada isla en forma de higo, varada entre el Imperio Americano y el pacífico Canadá, tal como era hacía muchos años, con aquel acogedor lecho de flores rojas, blancas y azules que simbolizaban una bandera, sus fuentes rumorosas, su casino europeo y aquellos caminos de herradura que conducían a través de bosques donde los indios habían doblado los árboles para formar arcos gigantescos. Ahora, en la playa cubierta de basura, crecían manchas de hierba donde algunos niños pescaban con latas suspendidas de una cuerda. De las torres en otro tiempo flamantes se desprendía, descascarillada, la pintura. Surgían fuentes de agua potable en charcos de barro atravesados por pasarelas de ladrillos rotos. Al borde del camino, el rostro de granito del Héroe de la Guerra Civil estaba recubierto de pintura negra. La señora Huntington Perry había regalado sus premiadas orquídeas al jardín Botánico en los tiempos que precedieron a los motines, cuando el dinero todavía valía bastante, pero desde su muerte los impuestos lo habían corroído todo y habían obligado a una serie de recortes que habían llevado al despido de un jardinero por año, de modo que ahora las plantas que habían sobrevivido al trasplante desde regiones ecuatoriales para florecer de nuevo en aquel falso paraíso, estaban marchitas y entre los letreros que las identificaban crecían hierbajos mientras el remedo de luz solar sólo brillaba unas pocas horas al día. La única cosa que seguía subsistiendo era el vapor, que perlaba las ventanas inclinadas del invernadero y nos llenaba la nariz de humedad y del aroma de un mundo putrefacto.