El primer fin de semana después de la caída de las hojas comenzábamos a rastrillarlas en formación militar, acumulando montones en la calle. Cada familia tenía su método. Los Buell empleaban una formación de tres hombres, con dos rastrilladores que operaban en sentido longitudinal y otro en ángulo recto, imitando una alineación que el señor Buell había puesto en práctica innumerables veces. Los Pitzenberger actuaban con diez personas: dos padres, siete adolescentes y el error católico de dos años siguiendo detrás con un rastrillo de juguete. La señora Amberson, que estaba muy gorda, usaba un fuelle para aventar las hojas. Todos poníamos lo que podíamos de nuestra parte. Después, una vez rastrillada, la hierba, como cabello bien cepillado, nos proporcionaba un placer que nos llegaba a las entrañas. A veces el placer era tan intenso que llegábamos a arrancar la hierba y dejábamos zonas de tierra al descubierto. Al terminar el día nos quedábamos en el bordillo contemplando nuestros jardines con todas las briznas de hierba aplastadas, la tierra desmigajada e incluso algunos tubérculos de azafrán al descubierto. En aquellos días anteriores a la contaminación universal nos dejaban quemar las hojas y, de noche, en uno de los últimos rituales de nuestra tribu en vías de desintegración, todos los padres salían a la calle para encender la pira familiar.

Generalmente el señor Lisbon hacía él solo la labor de rastrillado mientras iba cantando con su voz de soprano, pero cuando Therese cumplió quince años quiso comenzar a ayudarle y ya se le pudo ver con él, con sus ropas de hombre, botas de goma hasta la rodilla y gorro de pescador, agachada y rastrillando el suelo. Al llegar la noche, el señor Lisbon encendía la hoguera, como todos los padres del vecindario, pero la ansiedad que le producía el temor de que el fuego escapara a su control disminuía gran parte del placer. Supervisaba la hoguera todo el rato, empujando continuamente las hojas hacia el centro, vigilando las llamas y, cuando el señor Wadsworth se acercaba para ofrecerle un trago de su botella con monograma, como hacía con todos los padres de los alrededores, el señor Lisbon lo atajaba diciendo:

– No, gracias; no, gracias.

El año de los suicidios las hojas del jardín de los Lisbon quedaron sin rastrillar. Durante el sábado destinado a esta labor el señor Lisbon no se movió de su casa. De vez en cuando, mientras íbamos rastrillando, mirábamos en dirección a la casa de los Lisbon, contemplábamos las paredes que iban absorbiendo la humedad del otoño, el césped descuidado y polícromo flanqueado por otros céspedes cada vez más descubiertos y más verdes. Cuantas más hojas barríamos, más hojas nos parecía que se amontonaban en el jardín de los Lisbon, asfixiando los arbustos y cubriendo incluso el primer escalón del porche. Cuando aquella noche encendimos las hogueras todas las casas se tiñeron de color anaranjado. Sólo la casa de los Lisbon permaneció oscura, como un túnel o un vacío a través del cual pasaban nuestro humo y nuestras llamas. Transcurrieron las semanas y las hojas seguían en su sitio. Cuando el viento las barría en dirección a otros jardines, se oía refunfuñar a la gente.

– Estas hojas no son mías -decía el señor Amberson al tiempo que las metía en un cubo.

Llovió dos veces y las hojas se empaparon, se fueron oscureciendo. El jardín de los Lisbon parecía un barrizal.

Fue precisamente el estado cada vez más ruinoso de la casa lo que atrajo a los primeros periodistas. El señor Baubee, editor del periódico local, seguía emperrado en su decisión de no informar acerca de tragedias tan personales como un suicidio. En cambio, optó por analizar la controversia desatada a causa del nuevo barandal que tapaba la vista del lago, o el motivo por el cual las negociaciones de la huelga de empleados del cementerio, que acababa de entrar en su quinto mes (los cadáveres eran sacados del estado en remolques refrigerados), se encontraban en un punto muerto. La sección titulada «Bienvenido, vecino» seguía elaborando la lista de los recién llegados atraídos por el verdor y la tranquilidad de nuestra ciudad y por sus imponentes miradores: un primo de Winston Churchill -que en realidad parecía demasiado delgado para ser pariente del primer ministro británico- había encontrado casa en Windmill Pointe Boulevard; una tal señora Shed Turner, la primera mujer blanca que había penetrado en las junglas Papúa de Nueva Guinea, tenía en su regazo lo que aparentaba ser una cabeza humana reducida, si bien el epígrafe de la foto identificaba la imagen borrosa con «su yorkie, Guillermo el Conquistador».

Ya en verano, los periódicos de la ciudad no se habían dignado mencionar siquiera el suicidio de Cecilia por considerarlo un suceso absolutamente prosaico. Debido a los constantes despidos que se producían en las fábricas de automóviles, apenas pasaba un día sin que algún alma desgraciada sucumbiese bajo el peso de la recesión, y era de lo más corriente descubrir hombres en el garaje con el motor del coche en marcha o hechos un guiñapo bajo la ducha, todavía con la ropa de trabajo puesta. Tan sólo adquirían rango de noticia los asesinatos-suicidios y aun así aparecían en la página tres o en la cuatro: historias de padres que liquidaban a tiros a toda su familia antes de volver el arma contra sí mismos o de hombres que incendiaban su casa después de atrancar bien las puertas. El señor Larkin, editor del periódico más importante de la ciudad, vivía a menos de un kilómetro del domicilio de los Lisbon y era evidente que estaba al corriente de los rumores que corrían por el vecindario. Joe Hill Conley, que tonteaba a menudo con Missy Larkin (la chica había estado enamoriscada de él un año entero pese a que Joe tenía la cara hecha una lástima debido a que siempre se cortaba al afeitarse), Joe, pues, nos había asegurado que Missy y su madre habían hablado del suicidio en presencia del señor Larkin pero que éste no había mostrado el menor interés y había permanecido imperturbable en su tumbona tomando el sol con un paño húmedo sobre los ojos. Sin embargo, el 15 de octubre, más de tres meses después de ocurrido el hecho, el periódico publicó una carta al director en la que sucintamente se hacía referencia a los detalles del suicidio de Cecilia y se pedía a los responsables de las escuelas que atendieran «la agobiante angustia de nuestros adolescentes». La carta estaba firmada por una tal «señora I. Dew Hopewell», evidentemente un seudónimo, si bien ciertos detalles señalaban a una persona de nuestra calle. A aquellas alturas, el resto de la ciudad ya se había olvidado del suicidio de Cecilia, a pesar de que el creciente descuido que evidenciaba la casa de los Lisbon nos recordaba constantemente el drama que se cocía dentro. Años más tarde, cuando ya no quedaban más hijas que salvar, la señora Denton acabó por confesar que era la autora de aquella carta y que la había escrito movida por un arrebato de lícita indignación cierta vez que se encontraba debajo del secador del cabello. Y no lo lamentaba.

– Una no puede quedarse como si tal cosa mientras tu vecino desaparece por el retrete -comentó-. No somos tan malos como eso.

Un día después de publicada la carta, se paró un Pontiac azul delante de la casa de los Lisbon y bajó de él una desconocida. Tras comprobar la dirección que llevaba escrita en un trozo de papel, subió los escalones de aquel porche por el que hacía semanas que no pasaba nadie. Shaft Tiggs, el repartidor de periódicos, lo lanzaba ahora contra la puerta a tres metros de distancia. Incluso dejó de ir a cobrar los jueves (su madre ponía la cantidad de su bolsillo no sin recomendar al chico que no se lo dijera a su padre). El porche de los Lisbon, donde en otro tiempo nos habíamos parado para ver a Cecilia apoyada en la cerca, se había convertido en un lugar tabú: pisarlo traía mala suerte. La estera de bienvenida confeccionada con césped artificial ya estaba empezando a curvarse por los bordes. Los periódicos se quedaban sin leer y formaban un montón de papel mojado. De las fotos en colores de la sección de deportes chorreaban lagrimones de tinta roja. El buzón metálico despedía olor a óxido. La mujer apartó a un lado los periódicos con el escarpín azul y llamó con los nudillos a la puerta. Se abrió una rendija y la mujer, mirando a través de la oscuridad, soltó su perorata. En un momento dado advirtió que la persona con la que hablaba estaba situada un palmo más abajo del lugar hacia el que miraba, y corrigió la inclinación de la cabeza. Sacó un bloc del bolsillo de la chaqueta y lo agitó como los supuestos espías en las películas de guerra. El gesto funcionó. La puerta se abrió unos centímetros más para dejarla entrar.