Era aquella podredumbre lo que había hecho volver a Muffie Perry. Los cicnoquios de su abuela habían estado al borde de la muerte a consecuencia de una plaga; los parásitos habían invadido tres extraordinarios dendrobios, mientras el bancal de masdevalias en miniatura, en las que la propia señora Huntington Perry había conseguido mediante elaborada hibridación unos pétalos aterciopelados de color morado con la punta rojo sangre, eran, para quien quisiera mirarlas, un amasijo de trinitarias de lo más vulgar. La nieta les dedicaba gustosamente el tiempo de que disponía con la esperanza de devolver a las flores su antiguo esplendor, aunque nos confesó que no tenía ninguna esperanza, ninguna esperanza. Era como si aquellas plantas crecieran a la sombra de una mazmorra, ya que los gamberros saltaban la cerca trasera y se metían en el invernadero simplemente para darse el gusto de arrancarlas. Muffie Perry había agredido a uno de aquellos vándalos blandiendo un desplantador. Nos costó lo nuestro sacar a la mujer de aquel mundo de ventanas rotas, polvo amontonado, gente que entraba sin pagar entrada y ratas que habían instalado su madriguera entre los juncos egipcios. Poco a poco, sin embargo, mientras iba alimentando las caritas de las orquídeas con un cuentagotas lleno de algo muy parecido a leche, nos fue contando algunas cosas sobre las visitas de las chicas Lisbon a la señorita Kilsem.

– Al principio parecían bastante deprimidas. Mary tenía unas ojeras enormes; era como si llevase puesto un antifaz.

Muffie Perry todavía recordaba aquel supersticioso olor a antiséptico que impregnaba el despacho. Ella siempre había creído que era el olor de la pena que aquellas chicas llevaban encima. Precisamente entraba en el despacho en el momento en que ellas salían, los ojos bajos, los cordones de los zapatos desatados, aunque nunca se olvidaban de coger un bombón de menta de los que la enfermera tenía en una mesa junto a la puerta. Dejaban siempre a la señorita Kilsem en fase de recuperación de lo que pudieran haberle contado. A menudo la mujer permanecía sentada ante el escritorio con los ojos cerrados y los pulgares colocados en los puntos neurálgicos, incapaz de hablar por espacio de un minuto.

– Siempre tuve el presentimiento de que la señorita Kilsem era una persona en la que confiaban -dijo Muffie Perry-. Desconozco la razón, pero quizá fue por eso por lo que desapareció de aquella manera.

Prescindiendo de si las hermanas Lisbon confiaban o no en la señorita Kilsem, lo cierto es que la terapia pareció serles de ayuda, puesto que recuperaron el ánimo casi de forma inmediata. Muffie Perry oyó que al acudir a la consulta reían y hablaban muy excitadas. A veces la ventana estaba abierta y, saltándose las normas, Lux y la señorita Kilsem fumaban con la mayor tranquilidad del mundo. Otras veces las chicas entraban a saco en el platito de los caramelos y dejaban la mesa de la señorita Kilsem cubierta de papelitos arrugados.

También nosotros notamos el cambio. Las niñas Lisbon parecían menos cansadas. En clase se dedicaban bastante menos a mirar por la ventana, levantaban más la mano, hablaban. Durante un tiempo se olvidaron del estigma que pesaba sobre ellas y volvieron a participar en las actividades escolares. Therese asistía a las reuniones del club científico en la sombría clase del señor Tonover, con sus mesas ignífugas y sus negras piletas. Dos veces por semana Mary ayudaba a la señora divorciada que cosía los vestidos para el teatro escolar. Bonnie incluso apareció en una reunión de jóvenes cristianos que se celebró en casa de Mike Firkin, que más tarde se haría misionero y moriría de malaria en Thailandia. Lux, por su parte, intentó participar en las sesiones musicales de la escuela y, como Eugie Kent estaba loco por ella y el director del teatro, el señor Oliphant, estaba loco por Eugie Kent, llegó a tener un pequeño papel en el coro y se la vio cantar y bailar como si fuera feliz. Eugie nos diría más adelante que el asedio de que era víctima por parte del señor Oliphant hacía que Lux estuviera en el escenario cuando Eugie estaba fuera de él, por lo que nunca tenía ocasión de envolverse con ella en las cortinas del escenario amparándose en la oscuridad de las bambalinas. Cuatro semanas más tarde, después de la reclusión final de las chicas, Lux abandonó la obra de teatro, pero los que asistieron a las representaciones declararon que Eugie Kent cantó sus números con su habitual voz estridente y anodina, más enamorado de sí mismo que de la chica del coro en cuya ausencia nadie había reparado.

Por aquel entonces el otoño ya se había hecho tétrico y había cerrado el cielo con una plancha de acero. En la clase del señor Lisbon los planetas iban desplazándose unos centímetros cada día y, si levantábamos los ojos, comprobábamos que la tierra ya había apartado del sol su faz azul y ahora seguía su oscuro camino cuesta abajo a través del espacio, encaminándose hacia el rincón del techo donde se acumulaban las telarañas por estar fuera del alcance de la escoba del conserje. Convertida en recuerdo la humedad del verano, hasta el verano mismo comenzaba a hacerse tan irreal que acabamos por perderlo de vista. La pobre Cecilia asomaba en nuestra conciencia en los momentos más inspirados, la mayor parte de las veces cuando despertábamos o cuando mirábamos fijamente la ventanilla del coche rayada por la lluvia. Se nos aparecía con su traje de novia, ahora manchado con el barro del más allá, pero el sonido de un claxon o una canción conocida que se oía de pronto en la radio nos devolvía de nuevo a la realidad. Otros podían barrer más fácilmente de sus pensamientos el recuerdo de Cecilia. Cuando alguien hablaba de ella, decían que siempre habían creído que terminaría mal y, lejos de ver a las hermanas Lisbon como una raza aparte, ya se habían percatado de que la que era un ser aparte era Cecilia, anormal por naturaleza. El señor Hillyer resumió el sentimiento de la mayoría con estas palabras:

– A esas chicas les aguardaba un futuro brillante, pero la otra habría acabado mal.

Poco a poco la gente dejó de hacer comentarios sobre el misterio del suicidio de Cecilia y prefirió verlo como algo inevitable o que era mejor olvidar. Pese a que la señora Lisbon proseguía su sombría existencia, rara vez abandonaba su casa y se hacía servir a domicilio las compras del supermercado, nadie decía nada al respecto y había incluso quien le tenía simpatía.

– La que más pena me da es la madre -dijo la señora Eugene-. A una le queda siempre el resquemor de si habría podido hacer algo por ella.

En cuanto a las hijas supervivientes y siempre dolientes, fueron creciendo en grandeza, como los Kennedy. Los compañeros volvieron a sentarse a su lado en el autobús. Leslie Tompkins pedía prestado el cepillo a Mary para peinarle su larga cabellera pelirroja. Julie Winthrop volvió a fumar con Lux en lo alto de los armarios y dijo que aquel episodio de los temblores no había vuelto a repetirse. Era como si las chicas fueran recuperándose día tras día de la pérdida sufrida.

Durante este período de recuperación Trip Fontaine hizo su movimiento de avance. Sin consultar con nadie ni confesar los sentimientos que Lux le inspiraba, Trip Fontaine fue directo a la clase del señor Lisbon y se quedó de pie delante de su mesa. Lo encontró solo, sentado en el sillón giratorio y observando con mirada perdida los planetas suspendidos sobre su cabeza. De sus cabellos grises se había descarriado un juvenil y rizado mechón.

– Ésta es la cuarta hora, Trip -dijo el señor Lisbon con aire cansado-. No tengo clase contigo hasta la quinta hora.

– No he venido para hablar de matemáticas, señor.

– ¿No?

– He venido para decirle que mis intenciones con su hija son absolutamente honorables.

El señor Lisbon levantó las cejas y, a pesar de la expresión de cansancio de su rostro, dio la impresión de que aquella mañana ya había escuchado esa misma declaración por boca de seis o siete chicos más.