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Durante ese tiempo, en el departamento de la calle Gorokhovaia, las dos hijas de Rasputín, Maria y Varvara, que viven con él, tratan de convencerlo de que renuncie a su extraña cita nocturna. Pero él les explica que, al aceptar la invitación de Félix cuenta con acercarse al clan hostil a la Zarina, reconciliar a Alejandra Fedorovna con su hermana Isabel y llevar la paz a toda la familia imperial. "Sí, palomas mías", les dice, "nuestro plan está triunfando." Y como ellas le participan sus prevenciones contra Félix, que es taimado, cobarde y perverso, las tranquiliza: "Es débil, muy débil. Es un pecador. Pero su corazón ha conocido el arrepentimiento y viene a buscarme para vencer su debilidad y restaurar su salud, que está lejos de ser robusta".

En el mismo momento, Félix, a bordo de su coche, es asaltado por un brusco remordimiento. La perspectiva de atraer a su casa a un hombre cuya pérdida ha jurado le causa horror como una transgresión a las leyes de la hospitalidad. Casi lamenta haber decidido que el crimen tuviera lugar bajo su techo. ¡Demasiado tarde para retroceder! El automóvil se detiene ante la casa del staretz. El portero ha recibido la consigna de dejar pasar al visitante indicándole la escalera de servicio. Al llegar al palier del departamento, Félix llama a la puerta. El que abre es Rasputín. Está vestido de fiesta: blusa de seda blanca bordada con flores, ancho pantalón de terciopelo negro, cinturón color frambuesa, botas nuevas, cabello y barba peinados con coquetería. "Cuando se me acercó", anotará Yusupov, "sentí un fuerte olor a jabón barato, que me demostró la atención especial que había otorgado ese día a su arreglo. Nunca lo había visto tan limpio y cuidado." Rasputín espera que la madre de Félix, cuya animosidad conoce, no asista a la reunión. Yusupov lo tranquiliza: estará sólo su mujer; su madre está en Crimea. "No me gusta tu mamá", gruñe Rasputín. "Sé que me odia. Es amiga de Isabel. [28] Las dos intrigan contra mí y hacen correr calumnias acerca de mi conducta. La misma Zarina me ha repetido que eran mis peores enemigas. Mira, anoche Protopopov vino a verme y me hizo jurar que no saldría en estos días. 'Te van a matar', me dijo. 'Tus enemigos te preparan algo malo.' Pero será inútil; no lo lograrán; sus brazos no son suficientemente largos… ¡Bueno, basta de charla! ¡Vamos!" Félix lo ayuda a ponerse las galochas encima de las botas y una pesada pelliza sobre los hombros. Así vestido, Rasputín le parece todavía más grande y más fuerte que de costumbre: un oso indestructible. Y él conduce a ese oso a una trampa. "Una inmensa piedad se apoderó de mí", escribirá. "Me pregunté cómo había podido concebir un crimen tan cobarde." Lo que lo deja estupefacto es la confianza que le demuestra su futura víctima. ¿Qué se ha hecho de la clarividencia de ese hombre del que se dice que sabe leer los pensamientos y prever el porvenir? ¿No estará a la vez consciente de la suerte que le espera e impaciente por someterse a ella para obedecer a la voluntad de Dios?

El aire fresco de la calle revigoriza a Félix. Lazovert, como un chofer acostumbrado, abre la portezuela del coche. Rasputín y el príncipe se instalan lado a lado. La casa del Moika está cerca de la calle Gorokhovaia. Minutos después, el automóvil se interna en el patio del palacio y se detiene ante la escalinata.

Al penetrar en la sala del subsuelo, los dos oyen voces apagadas y el sonido de un gramófono que toca una canción norteamericana: Yankee Doodle. Eso también forma parte del programa. Como Rasputín se sorprende, Félix le explica que su mujer recibe algunos amigos, que están por irse y que ella bajará cuando hayan partido. Mientras esperan, es mejor comer algunas golosinas y tomar vino. Rasputín acepta, pero Félix está tan nervioso que se equivoca y le presenta primero las masas inofensivas. "No quiero", dice Rasputín. ¡Son demasiado dulces!" Poco después, recobrado, Félix le tiende la bandeja de las masas rellenas con crema rosa y cianuro. Cambiando de idea, el staretz toma una, después otra. Las mastica con placer, sin dejar de hablar. En lugar de caer como fulminado, no manifiesta ningún malestar. Sorprendido por su resistencia, Félix le ofrece vino. Pero se equivoca de nuevo y le entrega un vaso sin veneno. En fin, como Rasputín dice que todavía tiene sed, logra darle la bebida preparada por Sukhotin y Purichkevich, que tendría que matarlo del primer trago. Impasible, el staretz bebe a pequeños sorbos y contempla a su asesino con una expresión de picardía malévola. Tiene aire de decir: "Ya ves, por más que hagas, ¡no puedes nada contra mí!". Después de un momento, al ver la guitarra de Félix, sugiere: "Toca algo alegre. Me gusta oírte". "¡Realmente no tengo ganas!", balbucea Félix, al borde de una crisis. Luego, como Rasputín insiste, toma la guitarra y entona una romanza melancólica. Su voz de tenor, muy alta, de pronto le parece falsa, desentonada, irreal. ¿No va a despertar de ese delirio? Mientras él canta, con el corazón oprimido y las ideas en desorden, Rasputín se adormece.

Ya son las dos y media de la mañana. Arriba, los otros conspiradores de agitan. Levantando la cabeza, Rasputín pregunta qué significa ese alboroto. Trastornado, Félix le asegura que son los invitados de su mujer que se preparan para irse y que ella no tardará en aparecer. Y dejando al staretz dormir la mona, sube a su escritorio. Sus amigos se precipitan sobre él. "¡El veneno no hizo efecto!", informa, abrumado. Al oírlo, se aterrorizan: "¡Sin embargo, la dosis era enorme! ¿Tragó todo?" "¡Todo!", responde Félix. Los cinco cómplices intercambian miradas despavoridas. En esas condiciones, hay que rever la estrategia con urgencia. Al término de una discusión afiebrada, durante la cual cada uno da su opinión, deciden bajar en grupo, arrojarse sobre Rasputín y estrangularlo. Ya están en fila india en la escalera cuando Félix recapacita. Dice que prefiere actuar sin la ayuda de nadie. Los otros aprueban. Con una firmeza de la que él mismo se asombra, toma el revólver del gran duque Dimitri y penetra solo en la habitación del subsuelo donde el staretz está siempre sentado en el mismo lugar, con la frente inclinada y la respiración jadeante. "Tengo la cabeza pesada y una sensación de ardor en el estómago", eructa Rasputín. Y pide más vino madera.Vacía su vaso, se enjuga la barba y propone terminar la noche con los gitanos. ¿Cómo puede pensar en banquetear y reír después de haber absorbido una dosis de veneno como para matar un buey? Ese apetito de placer en alguien que está por morir aterra a Félix, que ve en ello una monstruosidad de la naturaleza humana. Con el revólver oculto detrás de la espalda, mira alternativamente al que está frente a él y a un crucifijo de cristal de roca y plata cincelada que adorna el remate del armario de ébano. Pide en silencio al emblema divino que lo ayude a vencer las fuerzas infernales que mantienen con vida ese cuerpo en apariencia invulnerable. En tanto que Rasputín, inconsciente o despreocupado, se endereza y parece interesarse en los detalles del armario antiguo, él pronuncia con una voz temblorosa: "¡Gregorio Efimovich, harías mejor en mirar el crucifijo y rezar una plegaria!". Ante esas palabras, Rasputín tiene una expresión de aceptación y de mansedumbre. Se diría que acaba de comprender por qué lo han llevado allí y que está de acuerdo en morir a manos de su huésped. Como si obedeciera a una orden de su víctima, Félix levanta lentamente el revólver, apunta al corazón y tira. El staretz lanza un aullido de bestia, se tambalea y se desploma pesadamente sobre la piel de oso.

Al oír el disparo, los amigos acuden. Pero, en su precipitación, enganchan el conmutador eléctrico y se apaga la luz. Chocan entre ellos susurrando en la oscuridad, luego se inmovilizan, temiendo tropezar con el cadáver. Al fin, alguno encuentra a tientas el interruptor y las lámparas vuelven a encenderse. Rasputín yace de espaldas, en medio de la piel de oso, con los ojos cerrados y las manos crispadas. Una mancha de sangre se extiende sobre su hermosa camisa bordada con flores. Sus rasgos se contraen por momentos sin que él levante los párpados. Pronto deja de moverse. El doctor Lazovert constata que el staretz está bien muerto. Alivio general. Los rostros se distienden como los de los buenos obreros que han terminado su trabajo. Mueven el cuerpo y lo dejan sobre el mosaico para evitar que la sangre manche la piel de oso, lo que proporcionaría un indicio a los investigadores. Luego, los cinco conjurados suben al escritorio sin apresurarse. Cada uno de ellos se considera como el salvador del país y de la dinastía. Mañana, toda Rusia les agradecerá.

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[28] Hermana mayor de la Emperatriz, viuda del gran duque Sergio.