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A medida que pasan las horas, el presentimiento de las dos mujeres se acentúa. "Ha sido asesinado", anota Anna Vyrubova en su diario íntimo. "Es seguro que con la participación del gran duque Dimitri Pavlovich… Y también del marido de Irina [Félix Yusupov]… El cadáver no ha sido encontrado… El cadáver; Dios mío, el cadáver… ¡Horror!, ¡horror!, ¡horror!" Y también: "¿Cómo pueden vivir esos asesinos? […] Mamá [la Zarina], pálida como un papel, cayó en mis brazos. No lloraba, estaba toda temblorosa. Y yo, enloquecida de dolor, me agitaba alrededor de ella. Tenía tanto miedo. ¡Tenía tal espanto en el alma! Me parecía que Mamá iba a morirse o a perder la razón".

Por temor a la lentitud del correo, la Zarina telegrafía a su marido para recordarle los términos de su carta y repetirle que vuelva con urgencia. Luego, sacando de un cajón un crucifijo que le había dado el staretz, lo lleva a sus labios y dice a Anna: "No llores. Siento que una parte de la fuerza del desaparecido se me trasmite a mí. ¡Ya ves, soy la Zarina, fuerte y poderosa! ¡Oh! ¡Ya verán!" Y se cuelga al cuello la cruz de Rasputín.

En la mañana del 17 de diciembre de 1916, unos obreros que atravesaban el puente Petrovski han descubierto huellas de sangre en el parapeto. Las indican a la policía y, el 18 al alba, empiezan las búsquedas en el lugar. Nuevo telegrama de la Zarina a Nicolás II: "He rezado en la capilla del palacio. Todavía no encontraron ninguna pista. La policía prosigue su investigación. Temo que esos dos miserables hayan cometido un crimen espantoso, pero todavía no hemos perdido las esperanzas. Partid hoy. Os necesito terriblemente".

Ahora bien, ocurre que los policías descubren otras huellas de sangre en uno de los estribos del puente y, muy cerca de allí, una galocha. Las hijas de Rasputín la reconocen. Pertenecía a su padre. En seguida, un buzo se sumerge bajo el hielo. En vano. El 19, los policías retoman sus investigaciones yendo río abajo después del puente. Doscientos metros más lejos, en un espacio parcialmente deshelado, una pelliza abandonada atrae sus miradas. El buzo vuelve a sumergirse y, esta vez, encuentra un cadáver sumergido bajo el espeso caparazón blanco que recubre el río. Hay que romper el hielo para sacarlo al aire libre. El cuerpo es llevado al hospital militar de Tchesma, cerca de Tsarskoie Selo. Llamadas para identificarlo, Maria y Varvara contemplan con horror el cadáver helado de su padre. "Tenía el cráneo hundido, el rostro magullado", escribirá Maria; "sus cabellos estaban pegoteados por la sangre. Le habían hecho saltar el ojo derecho. Colgaba sobre su mejilla, sostenido por un colgajo de carne."

El profesor Kosorotov procede inmediatamente a la autopsia. Constata que una bala ha penetrado en el tórax y ha atravesado el estómago y el hígado; otra, tirada por la espalda, ha perforado un riñon; y una tercera, dando en la sien de la víctima, ha penetrado en el cerebro. Cosa extraña: en el estómago no hay ninguna traza de veneno. ¿Habrá que deducir que el cianuro de las masas y el del vino se alteraron antes que los absorbiera Rasputín o que los productos empleados por Lazovert eran, en realidad, ineficaces? Los investigadores se pierden en conjeturas. Sea lo que sea, el cadáver es transportado a la capilla del hospital y lavado y vestido por una de las más fieles adeptas al difunto, la ex monja Akulina Laptinskaia. Después del velorio, visita a las hijas de Rasputín y les confía que el cuerpo que atendió había sido mutilado de un modo increíblemente salvaje; no sólo el rostro sino también los testículos habían sido convertidos en una especie de jalea por los golpes. "Tengo la impresión de que no podré volver a comer jamás", dijo. La Emperatriz propone que el staretz sea enterrado en un terreno perteneciente a Anna Vyrubova, cerca de la aldea de Alexandrovka, y que se erija un monumento a su memoria lo antes posible.

De regreso desde la antevíspera de la Stavka de Mohilev, Nicolás II se muestra consternado y declara a las dos hijas de Rasputín: "Su padre ha partido hacia la recompensa que lo espera. Y ustedes no quedarán solas mucho tiempo. Serán mis hijas, yo les serviré de padre. Aseguraré su existencia". El verdadero sentimiento del Zar parece ser una mezcla de fría cólera contra los asesinos y de un secreto alivio por haberse por fin desembarazado de "nuestro Amigo". Como si, amando demasiado a su mujer para ir contra su voluntad, agradeciera a la suerte por haberla liberado del poder misterioso al que estaba sometida desde hacía largo tiempo. Según el comandante del palacio, Voieikov, el soberano, al enterarse de la muerte de Rasputín, no había podido impedirse silbar bajo mientras daba algunos pasos para desentumecer las piernas. El gran duque Pablo afirma igualmente que, al día siguiente de esa noticia, Nicolás II le había parecido sorprendentemente sereno. Se leía incluso cierta alegría en su rostro. Sin embargo, el monarca manifiesta una verdadera indignación al leer un telegrama enviado por la gran duquesa Isabel, hermana de la Emperatriz, a la princesa Zenaida Yusupova, madre de Félix: "Mis plegarias y mis pensamientos están con ustedes. Dios bendiga a su hijo por su acto patriótico". (Vyrubova) A cada instante el Zar exclama: "¡Me avergüenzo ante Rusia de que las manos de mis parientes se hayan manchado con la sangre de ese mujikl". En el fondo, lo que le molesta no es que Rasputín haya sido asesinado sino que lo haya sido con la participación de dos miembros de la familia imperial: Dimitri y Félix.

En Petrogrado, en cambio, se glorifica a los asesinos por su determinación. Apenas los diarios anuncian la muerte del staretz, la ciudad deja que estalle su alegría. La gente se congratula en los salones, se besa con desconocidos en la calle, se encienden cirios en las iglesias ante el icono de san Dimitri, el patrono del "gran duque asesino". En las. filas de espera a la puerta de los negocios de comestibles, tan pobremente aprovisionados, las comadres susurran: "¡Un perro debe tener una muerte de perro!". Como ciertas gacetas se hacen eco de ese regocijo impío, la censura prohibe citar en adelante el nombre de Rasputín en la prensa. Pero los divertidos comentarios continúan corriendo de boca en boca.

En el campo las reacciones son más mitigadas. Los humildes deploran abiertamente que los señores hayan matado "al único mujik que se acercó al trono". En lo hondo de las masas campesinas se abre paso la idea de una conspiración de los grandes de este munda para impedir que el Zar oiga la voz de la pobre gente. Rasputín el libertino se convierte, para esas almas simples, en el campeón de la tierra ancestral. Poco importa que haya tenido todos los vicios puesto que era uno de ellos. Él llevaba al palacio y a la capital el alma de las aldeas perdidas, de los espacios infinitos, de los seres encorvados y oscuros, ¡y lo han masacrado! ¿Por qué? Al asesinarlo, ¿no es a Rusia misma a la que se herido en el corazón?

El 21 de diciembre de 1916, a las nueve, el Emperador, la Emperatriz y sus cuatro hijas, vestidos de duelo, se dirigen a Alexandrovka para los funerales. La Zarina ha prohibido a María y Varvara Rasputín asistir a esa ceremonia demasiado penosa para ellas y que corre el riesgo de atizar la curiosidad de los periodistas. Antes de cerrar el féretro, se coloca sobre el pecho del muerto un pequeño icono, al dorso del cual han firmado la soberana y las grandes duquesas. El padre Vasiliev, limosnero de la corte, lee las plegarias ante la fosa abierta. En la bruma y el frío, la familia imperial, Anna Vyrubova, y algunos íntimos dan el último adiós al mago. Alejandra Fedorovna deposita un ramo de flores blancas y arroja el primer puñado de tierra sobre el ataúd. Pálida, con los ojos enrojecidos por las lágrimas, parece una viuda. Se dice que ha reclamado la camisa ensangrentada del mártir para conservarla como una reliquia.

A su regreso de Mohilev, Nicolás II ha confirmado las decisiones de la Zarina y mantenido la interdicción de que Félix y Dimitri salgan de la capital. Están arrestados hasta que haya más información. Estas medidas les parecen inaceptables a los más allegados al trono. Entre los otros representantes de la casa Romanov se forma una coalición para obtener que se levanten las sanciones. Enviado por ellos, el gran duque Alejandro, primo y cuñado de Nicolás II, le ruega que abandone la instrucción del asunto. El Zar, según su costumbre, no dice ni sí ni no. Inmediatamente después, recibe una carta del gran duque Pablo y un telegrama de su propia madre, la Emperatriz viuda, pidiéndole que renuncie a arrastrar ante los tribunales a culpables tan caros al corazón de toda la dinastía. Al mismo tiempo, los grandes duques asedian al presidente del Consejo y a los ministros del Interior y de Justicia. Frente a todos esos altos personajes que exigen la libertad, los hombres del gobierno se sienten inclinados a cerrar el expediente. Sobre todo porque el código de las leyes del Imperio Ruso no prevé la inculpación de un miembro de la familia imperial. Para poder juzgar al gran duque Dimitri, sería necesario ante todo privarlo de su título y sus prerrogativas. Y, en caso de proceso público, ¿cómo evitar que el prestigio de la monarquía quede manchado por la puesta al descubierto de las indecencias de Rasputín, que sirvieron de pretexto a los asesinos para justificar su acción?