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En conjunto, en efecto, las recomendaciones que prodiga al Zar por intermedio de la Zarina no son malas. Así, por ejemplo, se pronuncia en favor de una disminución de los ataques en el frente con el fin de aliviar a las tropas ya muy sufridas, por el cese de los pogromos contra los judíos y de las persecuciones contra los tártaros de Crimea, por la prioridad dada a los trenes que transportan víveres hacia las grandes ciudades hambrientas, por la condena de los especuladores que hacen subir el precio de las mercaderías… Pero esas medidas esporádicas, de las que Nicolás II se inspira a veces, no bastan para modificar el juicio de la sociedad respecto de su iniciador. La gran mayoría de la nación ve en él al hombre a quien hay que abatir para librar al Zar y la Zarina de su obsesión enfermiza. Ni siquiera los heridos que Alejandra Fedorovna continúa visitando en el hospital del palacio sienten ya gratitud por su caridad imperial. Antes la recibían con lágrimas de alegría. Ahora son raros los que le sonríen. Le reprochan entre ellos su admiración excesiva de mujer desequilibrada por Rasputín y, más grave aún, sus orígenes germánicos. ¿Acaso no habla ruso con el acento del enemigo? Incluso aquellos que antes le decían tiernamente Matouchka (madrecita) hoy la llaman Nemka (la alemana), a sus espaldas. Rasputín,no lo ignora. Sabe que su insistencia la pierde y que él se pierde con ella. Pero no puede retroceder. La rueda empezó a andar. Él debe obedecer al movimiento que lo lleva hacia la cima. A menos que sea hacia el abismo. A veces sospecha que Bieletski, el adjunto del ministro del Interior, que se hace el amable ante él, está tramando su asesinato. Los asesinos a sueldo están por todas partes. En un momento de abandono, confía a sus amigos: "Una vez más he ahuyentado a la muerte. Pero volverá. Se pegará a mí como una puta". (Amalrik)

Sin embargo, este temor no alcanza a la Zarina, que se niega a encarar la desaparición de "nuestro Amigo": ¡Dios no lo permitirá! Pero teme que su marido se canse, a la larga, de las numerosas súplicas del staretz. Porque Nicolás II, aun estimando profundamente a Rasputín, no siente por él la veneración temblorosa de Alejandra Fedorovna. Lo escucha de buena gana y aprecia sus consejos; sin embargo, no se arrodilla mentalmente ante su proximidad. Está interesado, no iluminado. De modo que ella está obligada, a veces, a recordarle la suerte que tienen los dos por tener semejante guardián. Cuando él está en la Stavka, ella le escribe: "Perdóname por molestarte con estos pedidos, pero me los hace nuestro Amigo". Y más tarde: "Tengo total confianza en el juicio de nuestro Amigo. Le ha sido acordado por Dios para aconsejarte lo que es bueno para ti y para nuestro país. El ve lejos en el porvenir y por eso podemos apoyarnos en su juicio". Y el Zar, esposo atento antes que soberano prudente, se pliega a las exigencias del staretz trasmitidas por su mujer. A menudo, también, recurre a su procedimiento habitual de resistencia pasiva. Antes de cortar por lo sano, no dice ni sí ni no. Evitando tomar partido, se fía del tiempo y las circunstancias, que se encargarán de imponer la mejor solución. Gracias a los arrebatos de la Zarina y a las dilaciones del Zar, Rusia se convierte, poco a poco, en una autocracia sin autócrata. En período de paz, el país tal vez habría tragado la "pildora Gregorio". Pero la muerte está por doquier. Es muy evidente el contraste entre la neurosis de la Emperatriz y los sufrimientos del pueblo.

En el acogedor "salón de la esquina" del palacio de Tsarskoie Selo, hay un tapiz de los Gobelinos representando a María Antonieta y sus hijos, según el cuadro de Madame Vigée-Lebrun. Esta imagen no deja tranquila a Alejandra Fedorovna. Se pregunta si a ella misma no se le hacen los mismos reproches que a la infortunada Reina de Francia: inconsecuencia en la conducta, orgullo de casta, inteligencia con el enemigo… ¡Todas habladurías ridiculas! Pero la esposa de Luis XVI no tenía, en su entorno, un consejero tan fiel y tan cerca de Dios como Rasputín. Con el staretz para apoyarla, la Zarina persiste en creer que está al abrigo de las tormentas de la política y de la guerra.

X El chivo emisario

Khvostov intentó varias veces hacer asesinar a Rasputín: primero por Bieletski y Komisarov, luego por el joven periodista Boris Rjevski, quien hasta se encontró con esa intención con el tempestuoso Eliodoro. Pero todos los complots fracasaron. Cuando Sturmer sucedió a Khvostov en el ministerio del Interior, Bieletski, desautorizado por su ex jefe, se vengó publicando en el Diario de la Bolsa el relato de las diversas tentativas de matar al staretz. La revelación por la prensa de esas maquinaciones sórdidas y torpes acaba de instalar en la opinión pública la idea de la corrupción del régimen. Esta sucia historia policial, sobre fondo de desastre nacional, exacerba las pasiones. Denunciar al espionaje alemán se convierte en obsesión. Se buscan traidores por todas partes, ante todo en la cima del Estado. ¿Cómo perdonar a la Emperatriz su sangre alemana? Por más que proporcione pruebas de su adhesión a Rusia y a la Iglesia Ortodoxa en toda ocasión, se sospecha que, en secreto, ha permanecido fiel a sus orígenes. Al mismo tiempo su guía espiritual, Rasputín, es englobado en la acusación de inteligencia con el enemigo. Muy pronto se sospecha que ambos mantienen conexiones con los agentes del Kaiser. La holgura material del "mujik maldito", sus costosas orgías, la amplitud de sus relaciones en el mundo político, todo eso, dicen, se explica por el dinero que recibe vendiendo a Berlín informaciones sobre el movimiento de las tropas rusas. Es verdad que Rasputín se rodea de financieros sin escrúpulos y de parásitos que se obstinan en arrancarle secretos. Pero jamás se deja llevar a divulgar un informe militar. Por otra parte, no tiene a su disposición los elementos del problema. Su parloteo cuando está borracho no es instructivo. Maurice Paléologue, el embajador de Francia, que lo hace vigilar por sus esbirros, no puede encontrar contra él más que grosería y jactancia. Su conclusión es que Rasputín no tiene nada de espía, que es "un palurdo, un primitivo, de una crasa ignorancia" pero que, por sus palabras desatinadas, socava la autoridad gubernamental y entra, sin quererlo, en el juego de Alemania.

Evidentemente, los emisarios clandestinos de Guillermo II en Petrogrado -¡no le faltan!- propalan, exagerándolos, los rumores más injuriosos sobre la familia imperial con el fin de alcanzar la moral de la retaguardia. Según los adversarios del régimen, existe en la corte un "partido alemán" dominado por Rasputín y cuyo propósito oculto es la conclusión de una paz separada. La prueba está, dicen, en que el general Sukhomlinov, ex ministro de Guerra, juzgado por el Consejo del Imperio y encarcelado por venalidad y alta traición en la fortaleza de San Pedro y San Pablo, ha sido liberado a pedido del staretz y transferido a una casa de salud mental. Esta medida de clemencia demuestra, según ellos, que el santo hombre y la Zarina protegen a los traidores. De allí a creer que se aprestan a sacrificar el honor de Rusia a los teutones, no hay más que un paso fácilmente dado por los espíritus inquietos. Se murmura que ya se han hecho contactos a ese efecto en el nivel superior, que los lazos familiares entre las dinastías rusa y alemana pueden más que todas las consideraciones patrióticas, que Nicolás II, a pesar de las apariencias, no puede negarle nada a su primo Guillermo II y que la Zarina, aguijoneada por Rasputín, no ha interrumpido jamás sus relaciones con la corte de su país natal. Es verdad que el Zar, reconocen, es contrario por principio a semejante defección de la causa de los Aliados, pero su mujer y el vulgar campesino que la gobierna lo han hecho cornudo. Habría un complot a la sombra del trono en el que tomarían parte Rasputín, Alejandra Fedorovna, Anna Vyrubova, Sturmer y Protopopov. Los subditos de las provincias bálticas, los ultramonárquicos del Consejo del Imperio, el Santo Sínodo, financieros e industriales apoyarían la acción de esos provocadores del naufragio de Rusia.