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Cuanto más alto está en la estima de la Zarina, más odio y rechazo suscita en la opinión pública. Mientras que Alexandra Fedorovna cree haber descubierto en él al salvador de su hijo y de Rusia, la sociedad de las grandes ciudades lo designa abiertamente como el responsable de todas las desdichas de la patria. Se piensa que es a causa de él que los generales envían a millares de hombres jóvenes al matadero, que Nicolás II elige como ministros sólo a chambones, que Alejandra Fedorovna pierde la cabeza y se desacredita un poco más cada día. Si no se acuesta corporalmente con el mujik siberiano, le está sometida con toda el alma, como una posesa. Mientras que él se agota emborrachándose y fornicando, ella lo santifica en el universo cerrado de sus meditaciones. Separada de la realidad, rehusa ver todo lo que podría alterar su sueño. Y el Zar está a las órdenes de esta histérica. ¡Si por lo menos la Iglesia pudiera devolver un poco de razón al cerebro trastornado de Sus Majestades! Pero Rasputín ahora tiene adictos hasta en el Santo Sínodo. Su criatura en el seno de la venerable asamblea de los prelados es el arzobispo Pitirim. Sancionado por haber vivido durante años en pareja con un hermano laico, ha sido reintegrado gracias a Rasputín, luego nombrado inesperadamente exarca de Georgia, es decir delegado del patriarca en esa provincia. A la muerte del metropolitano de Kiev, en noviembre de 1915, el staretz ha sugerido a Alejandra Fedorovna que insistiera ante el Zar para que instale en esta ciudad, como medida disciplinaria de degradación al metropolitano de Petrogrado Vladimiro -un opositor de "nuestro Amigo"- y que nombre en su lugar en la capital al simpático y acomodadizo Pitirim. Nicolás accede a este pedido de sustitución sin siquiera consultar al alto procurador del Santo Sínodo, Alejandro Voljin, recientemente designado, y Pitirim, el homosexual ambicioso, se encuentra en la laura de San Alejandro Nevski con el título más glorioso de la jerarquía ortodoxa. Por intermedio del nuevo metropolitano de Petrogrado, Rasputín continúa asegurándose amistades en el consejo supremo de la Iglesia rusa. No desespera de reinar, una buena mañana, siempre en la sombra y el secreto, sobre toda la administración sinodal. La Iglesia, repite, debe ser dirigida por hombres salidos del pueblo. Cuanto más simples de educación y libres de costumbres sean, más se revelarán capaces de comprender a sus ovejas. En materia de apostolado, un hábito sin mancha es un obstáculo para la comunión de las almas. Pitirim y Rasputín son de la misma raza. Uno bajo los soberbios hábitos sacerdotales, el otro bajo el caftán del mujik, ambos conocen demasiado bien las exigencias de la carne para no estar cerca del común de los mortales y, por consecuencia, del Señor. El único pecado inexpiable es la condena del pecado.

Mientras consolida alianzas en el gobierno espiritual de Rusia, Rasputín las busca también en el gobierno temporal. Algunos hombres políticos han comprendido el interés que hay en contemporizar con él para tener éxito en sus carreras. El nuevo ministro del Interior, Alejandro Khvostov, y su adjunto, Estéfano Bieletski, lo conocen en el departamento de su amigo común, el príncipe Andronikov. Sin perder tiempo, Khvostov expresa a Rasputín el respeto que siente por su santa persona. Bieletski, por su parte, se manifiesta muy ansioso por la seguridad y el bienestar del staretz y le ofrece una pensión mensual de mil quinientos rublos, que saldrán de los fondos del Departamento de Policía. Se decide destacar junto a él, para protegerlo, al coronel de gendarmería Miguel Komisarov. Además dispondrá de guardias de corps y de un automóvil con chofer para sus desplazamientos. Rasputín acepta todo pero no promete nada. Ha adivinado que Khvostov compra su benevolencia para acceder al puesto de primer ministro. Ahora bien, él tiene otro candidato para la presidencia del Consejo: Boris Sturmer, miembro del Consejo del Imperio. Ese zorro viejo de la política le parece el hombre soñado para la función de simple registrador de las voluntades imperiales. Pitirim lo apoya en su idea de un brusco cambio ministerial y el staretz, dejando a Khvostov, que creía haberlo conquistado con sus larguezas, se ocupa ahora de su nuevo potrillo. El puesto está actualmente ocupado por Goremykin, detestado por la Duma. Comprendiendo que la cotización del actual primer ministro está en baja, Rasputín se encuentra en secreto con Sturmer y le promete interceder por su nominación. Lo hace por la habitual correa de trasmisión entre él y el palacio: Anna Vyrubova. La Emperatriz se declara inmediatamente de acuerdo puesto que el postulante que le recomiendan tiene el aval de "nuestro Amigo" y escribe a su marido: "Querido, ¿has pensado en Sturmer [como presidente del Consejo]? Creo que no hay que tener en cuenta su apellido alemán. Sabemos que nos es fiel y que trabajará bien con nuevos ministros enérgicos". (Carta del 4 de enero de 1916.) Nicolás está de acuerdo y Rasputín tiene una entrevista con Sturmer al día siguiente de la promoción del interesado en casa de Isabel Levine, la amante de Manasievich-Manuilov. Pero si Rasputín está contento del resultado de sus gestiones, la Duma está furiosa. Entre los diputados se tiene a Sturmer por un incapaz, un derrotista y un sirviente del mujik maldito.

Con el fin de atenuar los efectos desastrosos de ese nombramiento, Rasputín incita a Nicolás II a asistir en persona a la apertura de la Duma, el 22 de febrero de 1916, y a pronunciar una alocución digna y paternal a la vez. En el día mencionado, en la sala de sesiones del palacio de Tauride, el Zar, en uniforme de gala, sigue el servicio religioso y luego enhebra algunas palabras banales para agradecer a los elegidos del pueblo por sus trabajos. Rodzianko, el presidente de la Duma, responde a Su Majestad. Ambos discursos son saludados con ovaciones. Sin embargo, los diputados están decepcionados. Esperaban que el monarca aprovecharía la circunstancia para anunciar al fin la responsabilidad de los ministros ante el Parlamento, medida que la mayoría reclama en vano hace meses. Cuando Nicolás II se retira, después de haber estrechado algunas manos, deja detrás de él un sentimiento de amargura.

Esa impresión se refuerza con la zarabanda acelerada de los ministros. Protopopov -otro protegido de Rasputín- reemplaza en el ministerio del Interior a Khvostov, caído en desgracia. El nuevo titular de la cartera es un hombre enredador, inquieto, cuyos cambios de humor inquietan a sus mismos colaboradores. Pero la Zarina, guiada por "nuestro Amigo", declara que las "cualidades de corazón" del personaje bastan para hacer olvidar su agitación crónica. Sostenido por Rasputín y por la Emperatriz, Protopopov, que tiene más ambiciones que convicciones políticas, abandona a sus antiguos amigos del "bloque progresista" y se pone decididamente al servicio del conservadurismo y de la autoridad. La Duma -esa fastidiosa- ya no es convocada más que de cuando en cuando para breves sesiones en el curso de las cuales no deja de atacar al poder. El diputado Miliukov llega incluso a acusar al presidente del Consejo Sturmer de prevaricación y de sumisión ciega a la pandilla de energúmenos que rodean el trono. La publicación de su arenga en los diarios es prohibida, pero se han expedido copias dactilografiadas a todas partes, incluso el frente. De ese modo, la nación entera está indirectamente informada de la desautorización de los ministros y de la familia imperial por la Duma. Irritado por esta recrudescencia del descontento, Nicolás II se resigna a sacrificar a Sturmer, lo que desconsuela a la Emperatriz, que tiene, dice, "la garganta cerrada" pues se trata de "¡un hombre tan leal, tan honesto y seguro!". En su lugar aparece un nuevo fantoche, Alejandro Trepov, hermano del general difunto, mientras que las Relaciones Exteriores vuelven a Nicolás Pokrovski. ¡Ay! Ni uno no otro tienen el favor de la Duma. Sus discursos son interrumpidos por los gritos hostiles de los diputados de la izquierda socialista. De todos lados se reclama su renuncia.