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Mientras tanto, proclama a los cuatro vientos el nuevo milagro del mago. El Zar y la Zarina, testigos de su resurrección en un cuarto de hospital, comparten esa certeza mística. Alejandra Fedorovna, que se había enfriado notablemente con respecto a su ex confidente -juzgada con el paso de los años demasiado indiscreta y caprichosa-, le devuelve toda su amistad y comparte con ella sus transportes de veneración por Rasputín. Cuando se cree en las virtudes de los santos del martirologio ortodoxo, ¿cómo no tener fe en el poder de un ser de excepción que, siguiendo el ejemplo de aquéllos, dialoga cotidianamente con el Cielo? Lo ocurrido hace siglos por mediación de tal o cual de entre ellos bien puede repetirse en nuestros días por la del staretz siberiano. Dudar de ello sería ofender al Señor, que lo ha creado para que alivie y esclarezca a sus semejantes.

Si este episodio refuerza la influencia de Rasputín sobre sus adeptos, refuerza también sus propias impresiones de aptitud sobrenatural y de agradable impunidad. Cuanto más bebe, más desvergüenza ostenta y le parece que Dios se divierte más con su inconducta. El sorprendente restablecimiento de Anna Vyrubova, añadido a la avidez de placeres que se ha apoderado de la capital desde el comienzo de la guerra, lo dispone a proseguir en su actitud. Tanto peor si su moral no es acorde con la de la Iglesia. En el punto al que ha llegado, no necesita intermediarios entre él y el Padre eterno. ¿Quién sabe qué ocurrirá mañana? Hay que disfrutar de toda la alegría pagana cuando la gran enterradora patalea detrás de la puerta.

A pesar de las hecatombes del frente, los convoyes de heridos que afluyen a la ciudad, los titulares inquietantes de los diarios, Petrogrado quiere divertirse hasta la saciedad. La prohibición no produjo el efecto esperado. Para eludir la ley, los traktirs sirven el alcohol en teteras. Todas las noches, los lugares de esparcimiento, ya se trate de teatros o de tabernas, deben rechazar gente. Se prodiga el dinero. Los policías encargados de la seguridad de Rasputín controlan cuidadosamente sus encuentros y desplazamientos tanto de día como de noche. De marzo a junio de 1915, el staretz insaciable se entrega a acostadas o a juergas en los restaurantes. Va tanto a casa de una masajista de costumbres sospechosas como a lo de la modista Katia, la prostituta Vera o a los baños con una muchacha encargada de enjabonarlo. Pero también invita, en la calle Gorokhovaia, a damas de la alta sociedad, con las que está de fiesta hasta el alba. Durante esas pequeñas orgías, al son de una orquesta gitana, se canta, se baila hasta perder el aliento y se bebe hasta caer debajo de la mesa. Los espías enviados al lugar anotan la cantidad de botellas vacías, las familiaridades del dueño de casa con las visitantes y las cópulas constatadas por los domésticos. Con el fin de limitar, en lo posible, la exuberancia lúbrica de su "protegido", insisten ante el director de su restaurante preferido, Villa Rodé, para que evite instalarlo en el salón grande a la vista de todo el mundo y le prepare un reservado donde no pueda convertirse en espectáculo. Allí, entre cuatro paredes, Rasputín canta con el coro, baila el hoppak en compañía de mujeres de mundo y de putas y se entrega a los placeres del vino y del amor con toda libertad. Se enloquece por la música gitana y las criaturas sin historia que se dejan manosear después de una buena comida. Con el cuerpo traspirado y la boca sedienta, en esos momentos tiene la impresión de vivir dos veces más rápido, dos veces más intensamente, sin perder la benevolencia del Altísimo. A veces también invita a hombres de negocios y banqueros a esos ágapes desenfrenados. Ellos pagan la cuenta y él les agradece interviniendo ante un ministro por tal o cual contrato litigioso. Antes de retirarse, tambaleante, distribuye entre las cantantes y las camareras algunos rublos o pequeños regalos acompañados con consejos sobre la manera de llevar su vida en conformidad con la ley del Señor. A pesar de la grieta moral producida en él al comienzo de la guerra, sigue convencido de su piadosa misión entre sus conciudadanos. Ni siquiera el escándalo producido una noche por un oficial que, indignado por su actitud, lo abofetea en público, basta para devolverlo a la razón. El local es cerrado por varios días. ¡No importa! Rasputín continuará con sus extravagancias escandalosas en otros restaurantes de lujo. Los testigos cuentan por todas partes que una noche lo han visto, medio embriagado, ordenar al coro que cantara el Ave María, y que él mismo ha entonado su canción favorita: Cochero, no castigues a tus caballos, y que ha bailado sobre la mesa a fin de probar que, en su aldea, sabían mover las piernas "tan bien como en el ballet imperial". Los clientes del restaurante Strelnia, de Petrogrado, se trepan a las macetas con palmeras que adornan el gran salón para echar una mirada a través de una banderola de vidrio al reservado donde el staretz se divierte con los gitanos. Un oficial gruñe: "¿Qué le encuentran a ese hombre? ¡Es una vergüenza! ¡Un mujik se contonea y todo el mundo lo admira! ¿Por qué todas esas señoras se adhieren a él?" Y el oficial, furioso, dispara un tiro al aire. Conmoción entre la concurrencia. Una mujer, Djanumova, testigo del incidente, afirma que, al oír la detonación, Rasputín se estremeció de temor. "Su rostro se volvió amarillo", dijo, "Parecía haber envejecido algunos años." Es que, aun sabiéndose progetido por Dios, teme por su pellejo. ¡Tiene tantos enemigos altamente situados!

Durante el día, Rasputín elige entre los centenares de súplicas que se desparraman en la mesa. De tiempo en tiempo se dirige, por sobre el hombro, a algún pope que ha estado esperando pacientemente ser atendido: "¡Y bien, anoche tuve una juerga! ¡Había una gitanita tan linda que cantaba! Si pudieras darte cuenta…" El teléfono suena sin parar. Las admiradoras del maestro aseguran la atención permanente contestando por turno: "Aquí el departamento de Gregorio Efimovich. De turno, Fulana de Tal. ¿Quién habla?" El staretz atiende raramente la comunicación. Cuando se trata de alguien importante, toma el tubo con ostentación con la mano izquierda, apoya el pie en un taburete y, con el puño derecho en la cadera, los hombros erguidos, la barba inspirada, habla lentamente y mirando a lo lejos. Si debe escribir una esquela de recomendación, se sienta pesadamente a la mesa, sus dedos se crispan sobre la lapicera y alinea con esfuerzo sus patas de mosca en el papel, resoplando como una foca. Sus exhortaciones son lacónicas: "Mi muy bueno, arregla las cosas para este desdichado y Dios te ayudará. Gregorio". "Al jefe de la línea Nicolás. "Mi muy bueno, salva a esta pobre criatura con un trabajo de guardabarrera."

Al comienzo de la guerra, Rasputín requirió los servicios de una especie de secretario-consejero jurídico, Manasievich-Manuilov. A medias estafador, a medias espía, este personaje dudoso, empleado en otro tiempo por la Okhrana en bajas tareas de delación y por financieros e industriales en transacciones secretas, ahora se entrega, en cuerpo y alma, a la causa del staretz. Redacta notas por cuenta de su "patrón", contrata una dactilógrafa encargada de tomar los vaticinios del patrón a su dictado, trajina en el ambiente de los negocios para representarlo de la mejor manera para sus intereses comunes y, aunque de origen judío, no titubea en explotar a sus correligionarios con la promesa de librarlos del servicio militar o de una multa o de una amenaza de expropiación. Rasputín tiene confianza en ese caballero de industria, pero está igualmente cerca de otro judío, Aron Simanovich, joyero, usurero y administrador de garitos. No están de más esos dos factótum para ocuparse de sus cuestiones de dinero. Por principio, ya no pide nada directamente al Zar o a la Zarina. Su alquiler es pagado sea por el padre de Anna Vyrubova, sea por el banquero Rubinstein. Recibe igualmente donaciones importantes de sus admiradores y admiradoras. En realidad, en él no hay ningún cálculo, ninguna previsión en la gestión de esos subsidios. Persuadido de que Dios proveerá siempre a las necesidades de su mensajero en la Tierra, gasta sin medida. Sus larguezas no se limitan a cubrir los gastos de su existencia ciudadana, también engloban el mantenimiento de su casa de Pokrovskoi y de su familia, que vive cómodamente. Su padre, Efim, un viejo perezoso, no hace nada. El dinero, profesa Rasputín, no está para acumularlo sino para dilapidarlo. Su ideal es el pájaro en su nido, abriendo el pico para que Dios lo alimente. Así, ingenuo y taimado a la vez, indolente y astuto, estima que, al comer de la mano de otro, recibe la justa remuneración de los beneficios que otorga a las almas creyentes.