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De vuelta en casa, almuerza en familia y recibe a algunas mujeres que le obsequian un ramo de flores del campo. Poco después, el cartero le entrega un telegrama de la Zarina y él se retira para reflexionar sobre la respuesta; después cambia de idea y se dirige directamente al correo. En la entrada choca con la horrible mendiga sin nariz, que tiende la mano y le pide una limosna. Mientras él busca en su bolsillo, ella extrae un sable bayoneta de entre sus harapos y se lo planta en el vientre con todas sus fuerzas. Mientras él se tambalea, ella retira el arma de la herida e intenta clavársela de nuevo. Él la rechaza con un puñetazo en la cabeza y se desploma. Varios campesinos se precipitan y dominan a la frenética, que grita: "¡Suéltenme! ¡Suéltenme! ¡He vengado al Señor! ¡He matado al Anticristo! ¡Loado sea Dios, el Anticristo ha muerto!". Rasputín se arrastra hasta el umbral de su casa y se desmaya en brazos de su mujer. Dimitri corre a enviar un telegrama al médico más cercano, es decir en Tiumen, a noventa kilómetros de distancia. Mientras tanto, la comadrona de la aldea ayuda a Prascovia a poner apositos en la herida. El doctor Vladimirov realiza la hazaña de cubrir la distancia en ocho horas, cambiando de caballo en cada posta. Opera a la luz de las velas y, al día siguiente, el herido es transferido por barco al hospital de Tiumen.

Arrancada a la multitud que quería lincharla, la criminal, que no es otra que la loca Khionia Guseva, es acusada de tentativa de asesinato con premeditación. Ella confiesa haber actuado a instigación de Trufanov, alias Eliodoro, que la bendijo encargándola de exterminar al Anticristo. Al salir de Tsaritsyn, siguió a Rasputín en todos sus desplazamientos hasta Pokrovskoi. Un experto la declara irresponsable y la internan en un asilo, en Tomsk. En cuanto a Trufanov-Eliodoro, gravemente comprometido en ese asunto, burla la vigilancia policial, se afeita la barba y, disfrazado de mujer, llega a Suecia a través de Finlandia. Rasputín se repone con dificultad de su herida. Por suerte, el sable-bayoneta no ha tocado ningún órgano vital. Según el cirujano de Tiumen, la robusta constitución del enfermo le permitirá recuperarse después de algunas semanas de reposo.

En el palacio, mientras tanto, reinan la indignación y el pánico. La Emperatriz está dividida entre el terror de haber estado a punto de perder a su guía espiritual y la alegría de saber que éste ha escapado a la venganza de una desequilibrada. El 30 de junio de 1914, el Zar escribe a Nicolás Maklakov, ministro del Interior: "He sabido que ayer, en la aldea de Pokrovskoi, de la gobernación de Tobolsk, ha sido cometido un atentado contra la persona del staretz Gregorio Efimovich Rasputín, a quien veneramos mucho. Durante el atentado, fue herido en el vientre por una mujer. Temo que sea el blanco de designios perversos de un puñado de individuos indignos. Le pido que establezca una vigilancia constante acerca de este asunto y que proteja a Rasputín contra una eventual segunda tentativa de atentado".

De todos lados llegan telegramas al hospital para desear un pronto restablecimiento y larga vida al mártir. La ex monja Akulina Laptinskaia, una de sus más fieles discípulas, llega expresamente de San Peters-burgo para velar a su cabecera. La Emperatriz envía a Tiumen al eminente cirujano von Breden para reoperar al herido. A su regreso, el médico tranquiliza a todo el mundo: el staretz está fuera de peligro. Pero, en privado, comenta que la virilidad de Rasputín no es tan evidente como algunos se complacen en proclamar. La imaginación femenina, dice, prescinde de las pruebas. Exalta todo lo que toca y transforma un sexo de lo más común en un atributo masculino digno de un padrillo. Esta información confidencial va por toda la ciudad. ¿Quién tiene razón? ¿Las damas que celebran las proezas amorosas de Rasputín o el médico que lo ha examinado por todas partes? El caso es que, a pesar de la revelación de von Breden, la leyenda de la potencia genética del staretz permanece intacta. Cuando recupera algo de fuerzas, envía a sus admiradoras fotografías que lo muestran en su lecho de hospital y esquelas en las que garrapatea máximas sibilinas sin preocuparse por la ortografía.

Durante ese tiempo, en Occidente, crecen las amenazas de guerra. A la tentativa contra Rasputín responde un asesinato de repercusiones de otra importancia: el 15 de junio de 1914, en Sarajevo, el estudiante bosnio Princip mata al archiduque Francisco Fernando, heredero de la corona de Austria-Hungría, y a su esposa. Esa doble muerte provoca la cólera belicosa del gabinete de Viena contra Serbia. Ahora bien, Serbia está ligada a Rusia por un tratado, y Rusia, a su vez, lo está, en caso de conflicto, con Francia y con Inglaterra. ¿No hay allí un pretexto para una explosión general? Al enterarse de la noticia, Rasputín se niega a creer que el acto de un individuo aislado pueda tener consecuencias catastróficas para la paz del mundo. El 6 de julio, Nicolás II recibe en Peterhof al Presidente de la República Francesa, Raymond Poincaré. Fiestas, banquetes, revistas de tropas, congratulaciones recíprocas. Esta visita, que sella la amistad de dos grandes países, parece un signo de seguridad. Pero, cuando parten los huéspedes franceses, el 10 de julio de 1914, Austria-Hungría presenta a Serbia un ultimátum de condiciones inaceptables. Inmediatamente, Serbia se dirige a Rusia para que honre su promesa de sostenerla ante el peligro. Alemania, por su parte, abraza la tesis vienesa. Los diplomáticos se esfuerzan en vano por solucionar el diferendo con negociaciones. Ante la intransigencia alemana, el ministro de Relaciones Exteriores, Sazonov, aconseja a Serbia que acepte los términos del ultimátum. El 12 de julio, bajo la presión de Rusia, el gabinete serbio suscribe a la mayor parte de las condiciones que se le imponen. Austria, contando con una capitulación total, rechaza las tímidas reservas de Serbia y le declara la guerra el 15 de julio. Al día siguiente, fiel a sus compromisos, Nicolás II ordena una movilización parcial a título preventivo. Guillermo II monta en cólera y exige la anulación inmediata de esa medida. Aterrado ante la idea de la matanza que se prepara, Rasputín intenta disuadir al Zar de lanzarse a la aventura y le telegrafía desde Tiumen: "No os preocupéis demasiado por la guerra. Ya vendrá el tiempo de darle una paliza (a Alemania). Por ahora todavía no es el momento. Los sufrimientos (de los serbios) serán recompensados". Afirma también que esa guerra "significaría el fin de Rusia y de los emperadores". Nicolás II está conmocionado. ¿Tal vez, en efecto, será mejor esperar? Pero Sukhomlinov y el general Ianuchkevich lo persuaden de que la movilización parcial no solamente es necesaria sino que, para prevenir cualquier eventualidad, hay que transformarla inmediatamente en movilización general. El Zar, después de dos horas de titubeo, cede a disgusto. Al dar su acuerdo, dice a sus ministros: "Me han convencido, pero este será el día más penoso de mi vida". La orden de movilización general es publicada el 18 de julio de 1914.

En el hospital de Tiumen, Rasputín se desespera y garrapatea una carta al Emperador. El texto es de un iletrado, las frases se suceden sin orden, la puntuación es titubeante: "Querido amigo, digo todavía una vez más, una tempestad aterradora está sobre Rusia; desdicha y pena inmensa, noche sin escampada sobre un mar de lágrimas sin límites. ¡Y pronto sangre! ¿Qué puedo decir? No encuentro las palabras. Horror indescriptible. Sé que todos quieren de ti la guerra, hasta los fieles, no saben que es para la ruina. Duro es el castigo de Dios: cuando él quita la inteligencia, es el principio del fin. Tú eres el zar, el padre del pueblo, no permitas que los dementes salgan con la suya y pierdan al pueblo y a ellos mismos. Venceremos a Alemania, pero, ¿y Rusia? Cuando se piensa en ello, no hay mártir más desolado en todos los siglos. Está toda ahogada en sangre. Pena sin fin. Gregorio".