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Curiosamente, ese viaje conmemorativo, destinado a ajustar los lazos entre el Emperador y sus subditos, lo refuerza también a él en la escena política rusa. De regreso en San Petersburgo, da de buen grado su parecer al Zar y la Zarina sobre las cuestiones más engorrosas para el gobierno.Y su opinión, la mayoría de las veces, está acuñada en el molde del buen sentido. Así, en el otoño de 1913, en ocasión del proceso en Kiev del joven judío Mendel Beylis, arrestado dos años atrás por haber participado, decían, en un crimen ritual sobre un niño ortodoxo, se esfuerza en demostrar a Sus Majestades lo absurdo de esa historia montada completamente por los ultranacionalistas y los antisemitas, a la cabeza de los cuales estaban el ministro de Justicia, Chtcheglovitov, y el futuro ministro del Interior, Maklakov. De hecho, ante un jurado compuesto en su mayor parte por campesinos, la acusación según la cual los judíos utilizaban sangre cristiana en sus ceremonias secretas, es refutada y Beylis es absuelto. Asimismo, Rasputín, que detesta y teme a Kokovtsev, aprovecha el debilitamiento del presidente del Consejo para reprocharle querer "emborrachar al pueblo" desarrollando el comercio de la vodka, monopolio del Estado y fuente de apreciables ganancias. Abrazando la tesis del ex presidente, el conde Witte, que goza de su simpatía, aboga ante Sus Majestades en pro de la limitación de la venta de alcohol y les sugiere, en compensación, una alza de los impuestos directos. A cada momento repite que la ebriedad constituye el principal flagelo de Rusia, que incitar a la gente a que beba para olvidar su miseria es un pecado y que habría que cerrar las "tabernas del Zar". Enunciando esas ideas, es consciente de actuar por el bien de millones de mujiks a los que él representa ante el trono. Su insistencia anima a Nicolás II a deshacerse del presidente del Consejo, que es partidario de otra política. Hombre íntegro y moderado, también Kokovtsev será apartado para la mayor satisfacción del staretz. Evitando explicar de viva voz sus razones a su colaborador más próximo, el Emperador le anuncia secamente por escrito que "las necesidades del Estado hacen necesaria [su] partida". Kokovtsev será reemplazado por el sexagenario y obediente Goremykin. Hostil al régimen parlamentario y devoto de la Corona, ese reaccionario fatigado se compara a sí mismo con "una vieja pelliza que se saca del armario cuando hace mal tiempo". Como lo desean Sus Majestades y detrás de ellos el staretz, la cuarta Duma, elegida en noviembre de 1912 según un nuevo modo de escrutinio, ha dado la mayoría a los nacionalistas de derecha y a los "octubristas". Rasputín puede decirse que, ocurra lo que ocurra, el país no será dirigido por aquellos que vociferan en el palacio de Tauride, sino por aquellos que hablan en voz baja, en el entorno del Zar, en el palacio de Invierno.

VII Éxito y amenazas

Después de haberse alojado en casa de Olga Lokhtina, luego en el domicilio del periodista Sazonov, más adelante en lo de Damanski, otro de sus amigos, y, finalmente, en cuartos amueblados, en 1914 Rasputín se instala en el departamento número 20 de la calle Gorokhovaia 64, no lejos de la estación de Tsarskoie Selo, lo que le resulta cómodo para sus desplazamientos hacia la residencia imperial. Situado en el tercer piso, el lugar es claro pero modesto: cinco habitaciones y una cocina. El alquiler se paga sobre el tesoro particular del Zar. La Okhrana tiene orden de vigilar la casa. Cuatro agentes de civil están constantemente allí: uno en el portal y tres en el vestíbulo de la gran escalera. El portero también está encargado de la protección del ilustre ocupante. Los agentes del vestíbulo juegan a las cartas para distraerse y anotan el nombre de los visitantes. De cuando en cuando, uno de ellos sube hasta el tercero para verificar que todo ande bien allí, y puede ocurrir que el staretz lo invite a tomar el té.

En el intervalo, el círculo de relaciones de Rasputín se ha agrandado considerablemente. Pero éste, a menudo, se ve obligado a frenar el ardor de sus admiradoras. Es así como la histérica Olga Lokhtina, que en otro tiempo era su amante, ahora lo pone en aprietos por las manifestaciones intempestivas de su fervor. Viene a verlo de improviso, cae a sus pies, le rodea las piernas con los brazos y grita con voz penetrante: "¡Santo! ¡Santo! ¡Santo padre, bendíceme! ¡Querría ser tuya! ¡Tómame, padrecito!". O bien, acercándose a la mesa detrás de la cual está sentado, le toma la cabeza entre las manos y le cubre el rostro de besos. Si él está tomando el té, se instala a su lado, insiste temblando en que le deje tomar un sorbo, le deslice un trozo de torta en la boca. Maria, la hija de Gregorio que ahora tiene dieciséis años y vive con él en San Petersburgo, es testigo de esas escenas enloquecidas. Aun creyendo en la santidad de su padre, piensa que Olga Lokhtina se pasa de la medida. Esta mujer, que antes se vestía con elegancia, se ha convertido en un espantapájaros enjaezado con oropeles multicolores y encajes. Los que están alrededor tratan de calmarla. Sienten piedad por ella a causa de su sinceridad en la fe rasputiniana. Su presencia es tolerada por caridad en la "corte" del maestro. A veces, al encontrarlo en la calle, se arroja sobre él y lo besa con ardor ante los transeúntes asombrados. Para ella, él es la encarnación de Cristo. Las otras adeptas, sin ser tan expansivas como Olga Lokhtina, están igualmente convencidas. La principal razón de su vida es el servicio del divino profeta, a quien le resultan necesarias sobre todo por sus lazos con personas de elevada posición.

Él frecuenta siempre asiduamente a Anna Vyrubova y a la señora Golovina madre, que lo introducen en los salones de la baronesa Rosen y de la baronesa Ikskul, y lo ponen en contacto con hombres políticos influyentes como el presidente del Consejo Goremykin, el ministro de Finanzas Bark, el conde Witte, Maklakov, el príncipe Mechtcherski, propietario y jefe de redacción del diario El Ciudadano. Conoce también al industrial Putilov, a los banqueros Manus y Rubinstein… Poco antes, esos personajes se reían de él como de un libertino pintoresco cuya presencia ponía en ridículo a la corte de Rusia; actualmente hasta sus detractores lo toman en serio. Todos saben que, para retener la atención favorable de Sus Majestades, no hay nada mejor que una recomendación del staretz. Ya no se ríen de su acento siberiano ni de su cabello largo ni de sus botas ni de sus frases inconexas. Ya no se irritan por sus malos modales en la mesa. Por poco, buscarían su apoyo más servilmente que el de un ministro, del que presienten que puede ser relevado de un día para otro. Él, por lo menos, ha probado en unos nueve años de reinado subterráneo que es inamovible. Cada vez que lo creen a punto de caer, se endereza, más poderoso y emprendedor que nunca. Las mujeres le hacen la corte, los maridos escuchan sus opiniones con gravedad. Invitado a todas partes, ya no tiene un minuto libre. Sin embargo, esa existencia mundana termina por pesarle. Aspira de nuevo a la paz bucólica de su aldea.

En junio de 1914, parte hacia Pokrovskoi con su hija Maria. A su llegada, una multitud compacta los recibe en el andén. Centenares de desconocidos reclaman la bendición del "padre Gregorio". Con mucha dificultad llega a su casa, donde lo esperan Prascovia, Varvara y Dimitri. Los vecinos acuden cargados de presentes. Él les habla del hospital que quiere hacer construir en el pueblo. Sus promesas son escuchadas como palabras del evangelio. A la mañana siguiente, domingo 29 de junio, la familia Rasputín va a misa. A Dimitri, el hijo, le llama la atención una mujer harapienta que tiene un vendaje en la nariz y la señala con el dedo para mostrársela a su padre, que lo reprende por esa curiosidad indebida. Al terminar el servicio divino, el pope pronuncia un sermón contra el Anticristo y el pecado que propaga. ¿Es una alusión pérfida a las fechorías del staretz? Gregorio no se preocupa por los gritos de ese cuervo.