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Marion a los setenta y seis años

Maple Lane es una calle tranquila flanqueada por docenas de viejos arces. Unos pocos ejemplares de otras especies de árboles, uno o dos robles, varios perales Bradford decorativos, se mezclan con los arces. El visitante que llega a la calle por el este se forma una primera impresión favorable. Maple Lane parece una calle agradablemente sombreada de una localidad pequeña

En los senderos de acceso a las casas hay coches aparcados (algunos residentes aparcan en la calle, bajo los árboles) y de vez en cuando una bicicleta, un triciclo o un monopatín señalan la presencia de niños. Todo denota una población de clase media que tiene una posición cómoda aunque no lujosa. Los perros, desgraciadamente, hablan por sí mismos, y con gran alboroto. Lo cierto es que los perros vigilan la zona central del barrio de Eddie O'Hare con tal afán protector que el forastero o el transeúnte pensarían que esas casas de aspecto modesto contienen más riquezas de lo que aparentan

Avanzando hacia el oeste por Maple Lane se llega a la calle Chester, la cual está orientada al sur y revela más casas agradables y sombreadas de una manera encantadora. Pero entonces, casi exactamente a medio camino, en el punto donde la avenida Corwith también se dirige al sur, hacia Main Street, el aspecto de Maple Lane cambia con brusquedad

El lado norte de la calle se vuelve totalmente comercial. Desde el porche de Eddie se ve un establecimiento de recambios para automóviles y un concesionario John Deere, los cuales comparten un largo y feo edificio que tiene la total falta de encanto de un almacén. Está también la tienda Electricidad Gregory, en un edificio de madera que, según se mire, es menos ofensivo, y Gráficas Iron Horse, que ocupa una estructura moderna de bastante buen aspecto. El pequeño edificio de ladrillo (Hierros y Bronces Battle) es ciertamente bonito, si se exceptúa el hecho de que delante, como delante de todos esos edificios, hay una amplia, continua y descuidada zona de aparcamiento, una monótona extensión de grava. Y, finalmente, detrás de esos edificios comerciales, se encuentra el rasgo que define a Maple Lane: las vías del ferrocarril de Long Island, que corren paralelas a la calle, por el norte, a un tiro de piedra de distancia

En un solar hay un montón de traviesas que parece sostenerse precariamente, y más allá de las vías hay montículos de arena, tierra y grava. Un voluminoso letrero indica que es la zona de almacenamiento de Hamptons Materials, Inc

En el lado sur de Maple Lane sólo hay unas pocas casas particulares, embutidas entre unos edificios más comerciales, entre ellos las oficinas de la Compañía de Agua y Gas de Hampton. De ahí en adelante, el lado sur de la calle se cae en pedazos. Hay unos arbustos enclenques, tierra, más grava y, sobre todo en los meses de verano o los fines de semana en época de vacaciones, una hilera de coches aparcados en batería. Aunque no es frecuente, la hilera de coches aparcados puede alcanzar una longitud de cien metros o más, pero ahora, en una noche desolada al final del fin de semana en que se celebra el Día de Acción de Gracias, sólo hay unos pocos coches aparcados. El lugar tiene el aspecto de un descuidado solar donde se venden coches usados. No obstante, cuando no hay automóviles, la zona de aparcamiento parece peor que abandonada, parece más allá de toda posibilidad de redención, y a ello contribuye sin duda su proximidad a la desdichada estructura que se encuentra en el lado norte, el extremo más pobre de la calle, la antes mencionada reliquia de la que fue estación de ferrocarril de Bridgehampton

Los cimientos están agrietados. Dos pequeños refugios prefabricados sustituyen burlonamente al edificio de la estación. Hay dos bancos. (En esta fría y húmeda noche de noviembre nadie se sienta en ellos.) Han plantado un seto de aligustres mal cuidado a fin de disimular en lo posible la degeneración de esa línea de ferrocarril en otro tiempo próspera. Los restos de la estación abandonada, un teléfono público desprotegido y un andén alquitranado que se extiende cincuenta metros a lo largo de la vía…, pues bien, para la localidad, en general próspera, de Bridgehampton, eso pasa por ser una estación ferroviaria

A lo largo de ese lastimoso tramo de Maple Lane, la superficie de la calle presenta parches de asfalto vertido sobre el cemento original. Los márgenes están cubiertos de grava y mal definidos, no hay aceras. Y en esta noche de noviembre no hay tráfico. En Maple Lane no suele haber mucho tráfico rodado, no sólo porque el número de trenes de pasajeros que paran en la población de Bridgehampton es sorprendentemente reducido, sino también porque los mismos trenes son reliquias manchadas de carbonilla. Los pasajeros deben apearse al modo antiguo, es decir, bajando por los oxidados escalones situados en el extremo de cada vagón

Ruth Cole, como la mayoría de los viajeros de su nivel adquisitivo que iban con frecuencia a Nueva York, no tomaba el tren, sino el pequeño y cómodo autobús de línea. Y Eddie, aunque sus ingresos no podían compararse con los de Ruth, también tomaba el autobús

En Bridgehampton, ni siquiera media docena de taxis aguardan la llegada de los trenes, de los que probablemente apenas uno o dos viajeros se apearán allí. Por ejemplo, el expres del viernes por la noche, llamado Bala de Cañón, que llega a las 6.07 y parte a las 4.01 de la estación de Pennsylvania. Pero, en general, el extremo oeste de Maple Lane es un lugar sucio, triste y desierto. Los coches y taxis que avanzan hacia el este por la calzada o al sur por la avenida Corwith, tras la breve aparición de un tren ante el andén de la estación, parecen tener prisa por alejarse de allí

¿Acaso es de extrañar que Eddie O'Hare también quisiera alejarse de allí?

La noche de domingo que clausura el fin de semana en que se celebra la fiesta de Acción de Gracias es probablemente la más solitaria del año en los Hamptons. Incluso Harry Hoekstra, quien tenía todos los motivos del mundo para sentirse feliz, percibía aquella soledad. A las once y cuarto de aquella noche de domingo, Harry se dedicaba a un pasatiempo recién descubierto que era ahora su preferido. El policía retirado estaba meando en el césped que había detrás de la casa de Ruth en Sagaponack. El ex sargento Hoekstra había visto a varias prostitutas callejeras y drogadictos meando en las calles del barrio chino de Amsterdam. Sin embargo, hasta que probó a hacerlo en los bosques y campos de Vermont, y en los céspedes de Long Island, no supo hasta qué punto puede ser satisfactorio orinar al aire libre

– ¿Estás meando fuera otra vez, Harry? -le preguntó Ruth.

– Estoy mirando las estrellas -mintió él

No había estrellas que mirar. Aunque por fin había dejado de llover, el cielo estaba negro y el aire se había vuelto mucho más frío. La tormenta se había desplazado al mar, pero el viento del noroeste soplaba con fuerza. Fuera cual fuese el tiempo que traían las ráfagas de viento, el cielo seguía encapotado. Era una noche deprimente para cualquiera. El débil resplandor en el horizonte septentrional se debía a los faros de los coches del reducido número de neoyorquinos que aún no habían regresado a la ciudad. La autopista de Montauk, incluso en el carril en dirección oeste, presentaba una escasez de tráfico notable para cualquier noche de domingo. Debido al mal tiempo, todo el mundo había regresado pronto a casa. Harry recordó que la lluvia es el mejor policía