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– Dile que se dé prisa… Me había prometido… en cuanto lo llamara. Por favor… date prisa, Jeanne. -En su mente, quien estaba junto a él ya no era su nuera, sino su mujer, que llevaba muerta cuarenta años.

Un latigazo especialmente doloroso en la muela cariada privó a sor Marie del Santísimo Sacramento de la posibilidad de protestar. Asintió dos veces con la cabeza y, apretándose la mejilla con el pañuelo, se quedó inmóvil; pero su compañera se levantó con decisión.

– Hay que ir a buscar al notario, hermana.

Era una mujer de temperamento fogoso y emprendedor, y la inacción la desesperaba. Le habría gustado acompañar al médico y al sacerdote a la ciudad, pero no podía dejar a los quince ancianos del asilo (no confiaba demasiado en la capacidad de iniciativa de sor Marie del Santísimo Sacramento). Aunque la noticia del incendio la había estremecido, había conseguido empujar las quince camas con ruedas fuera de la sala y preparado escaleras de mano, cuerdas y cubos de agua. Pero el fuego no había llegado al asilo, que se encontraba a dos kilómetros de la iglesia bombardeada. De modo que se había limitado a esperar, acongojada por los gritos de la despavorida muchedumbre, el acre olor a humo y el resplandor de las llamas, pero firme en su puesto y dispuesta a todo. Sin embargo, no había pasado nada. Las víctimas del siniestro habían sido trasladadas al hospital civil. No había otra cosa que hacer que preparar la sopa de los quince ancianos; así que la súbita petición del señor Péricand galvanizó de golpe todas sus energías.

– Hay que ir.

– ¿Usted cree, hermana?

– Puede que su última voluntad incluya algún asunto grave.

– ¿Y si el señor Charboeuf no está en casa?

– ¿A las doce y media de la noche?

– No querrá venir.

– ¡Eso ya lo veremos! Es su deber. Si hace falta, lo sacaré de la cama a rastras -repuso la joven religiosa con indignación.

Sor Marie de los Querubines abandonó la sala, pero, una vez fuera, dudó. La comunidad se componía de cuatro hermanas, dos de las cuales, recogidas en el convento de Paray-le-Monial desde principios de junio, todavía no habían podido regresar. En el asilo había una bicicleta, pero hasta ese momento ninguna de las religiosas se había atrevido a utilizarla por miedo a escandalizar a la población. La propia sor Marie de los Querubines solía decir: «Hay que esperar a que Nuestro Señor nos conceda la gracia de un caso urgente. Por ejemplo, un enfermo que va a fallecer, y hay que avisar al médico y al señor cura. Como cada segundo es precioso, me subo a la bicicleta y… La gente se quedará de una pieza, pero seguro que la próxima vez ni se inmutan.»

El caso urgente todavía no se había presentado. Pero sor Marie de los Querubines se moría de ganas de montar en aquel trasto. Tiempo atrás, cuando todavía no había abandonado el mundo, hacía de eso cinco años, ¡cuántas salidas con sus hermanas, cuántas excursiones, cuántas comidas en el campo! Se echó el negro velo hacia atrás y se dijo: «Si éste no es el caso, jamás lo será.» Y empuñó el manillar con el corazón palpitante de júbilo.

Minutos después estaba en el pueblo. Le costó lo suyo despertar al señor Charboeuf, que tenía el sueño pesado, y aún más convencerlo de que era necesario desplazarse al asilo inmediatamente. Charboeuf, «el angelote», como lo llamaban las chicas de la zona a causa de sus sonrosados mofletes y sus gruesos labios, tenía buen carácter y una mujer que lo llevaba más derecho que un palo. Suspirando, se vistió y tomó el camino del asilo, donde encontró al señor Péricand despierto, enrojecido y ardiendo de fiebre.

– Aquí está el notario -le anunció sor Marie.

– Siéntese, siéntese -insistió el anciano-. No perdamos tiempo.

El notario había elegido como testigos al jardinero del asilo y sus tres hijos. Ante las prisas del señor Péricand, se sacó un papel del bolsillo y se dispuso a escribir.

– Lo escucho, caballero. Tenga la amabilidad de declarar en primer lugar su nombre, sus apellidos y su estado.

– Entonces, ¿no es usted Nogaret?

Péricand volvió en sus cabales. Paseó la mirada por las paredes de la sala y la posó en la estatua de san José que se alzaba frente a su cama y en las dos hermosas rosas que sor María de los Querubines solía coger desde la ventana y colocar en un fino jarrón azul. Por unos instantes intentó comprender dónde se encontraba y por qué estaba solo, pero acabó renunciando. Se moría y ya está, pero había que morir según las formas. ¡Cuántas veces se había imaginado aquel último acto, su muerte, su testamento, última y brillante representación de un Péricand-Maltête sobre el escenario del mundo! No haber sido, durante los últimos diez años, más que un viejo al que visten y le limpian los mocos, y de pronto recuperar toda su importancia… Castigar, recompensar, decepcionar, colmar de alegría, repartir sus bienes terrenales a su libre albedrío… Dominar a los demás. Imponer su voluntad. Ocupar el primer plano. (Después de aquello ya no habría más que otra ceremonia en que lo ocuparía, dentro de una caja negra, sobre un catafalco, rodeado de flores; pero sólo en calidad de símbolo o espíritu desencarnado, mientras que ahora todavía estaba vivo…)

– ¿Cómo se llama usted? -preguntó con un hilo de voz.

– Charboeuf-respondió el notario humildemente.

– Bien, no importa. Adelante.

Y empezó a dictar lenta, penosamente, como si leyera líneas escritas para él y que sólo él podía ver.

– Ante el ilustre señor Charboeuf… notario en… en presencia de… comparece el señor Péricand… -Hizo un débil esfuerzo por amplificar, por magnificar un poco su nombre. Como tenía que economizar el aire, y como le habría resultado imposible vociferar las prestigiosas sílabas, sus violáceas manos se agitaron sobre la sábana como marionetas: le parecía estar trazando gruesos signos negros en un papel en blanco, como antaño al pie de cartas, bonos, escrituras, contratos…-. Péricand… Pé-ri-cand, Louis Auguste.

– ¿Con domicilio en?

– Bulevar Delessert 89, París.

– Enfermo de cuerpo pero sano de mente, como constatan el notario y los testigos -dijo Charboeuf mirando al enfermo con cara de duda.

Pero aquel moribundo le imponía. Charboeuf tenía cierta experiencia; su clientela estaba compuesta principalmente por granjeros de los alrededores, pero todos los ricos testan del mismo modo. Aquel hombre era rico, de eso no cabía duda; aunque para acostarlo le hubieran puesto un basto camisón del asilo, debía de ser alguien importante. Asistirlo en el lecho de muerte y en aquellas circunstancias hacía que Charboeuf se sintiera halagado.

– Así pues, caballero, ¿desea usted instituir a su hijo como heredero universal?

– Sí, lego todos mis bienes muebles e inmuebles a Adrien Péricand, a condición de que entregue inmediatamente y sin dilación cinco millones a la obra de los Pequeños Arrepentidos del distrito decimosexto, fundada por mí. La obra de los Pequeños Arrepentidos se compromete a mandar ejecutar un retrato de mi persona, a tamaño natural en mi lecho de muerte, o un busto que conservará mis rasgos para la posteridad y que será encargado a un excelente artista y colocado en el vestíbulo de dicha institución. Lego a mi querida hermana Adèle-Emilienne-Louise, para resarcirla de la desavenencia que originó entre nosotros la herencia de mi venerada madre, Henriette Maltête, y le lego, digo, en exclusiva propiedad mis terrenos de Dunkerque, adquiridos en mil novecientos doce, con todos los inmuebles construidos en ellos y la parte de los muelles que igualmente me pertenece. Encargo a mi hijo cumplir íntegramente esta promesa. Mi casa de campo en Bléoville, en el término municipal de Vorhange, será transformada en asilo para los grandes heridos de guerra, elegidos preferentemente entre los paralíticos y aquellos cuyas facultades mentales hayan quedado mermadas. Deseo que se coloque en la fachada una sencilla placa con la inscripción: «Fundación benéfica Péricand-Maltête en memoria de sus dos hijos caídos en Champaña.» Cuando acabe la guerra…