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– íbamos a casarnos el catorce de junio -repitió suspirando.

– Sí, claro, claro… Vivimos unos tiempos terribles… Pero, créame, es absurdo estar encogido en el coche. Su prometida está hecha un ovillo. ¿Tienen una manta?

– Solange tiene un abrigo grande de viaje.

– En la hierba se tiene que estar muy bien. Si no temiera por mi viejo reuma… ¡Ay, joven, quién tuviera veinte años!

– Veintidós -lo corrigió el novio.

– Ustedes verán tiempos mejores, conseguirán salir adelante, mientras que un pobre viejo como yo… -Charlie bajó los párpados como un gato ronroneante. Luego extendió la mano hacia un pequeño claro que se distinguía vagamente entre los árboles a la luz de la luna-. ¡Qué bien se tiene que estar allí! Como para olvidarse de todo… -Hizo una pausa y luego, con un tono falsamente indiferente, comentó-: ¿Oye usted ese ruiseñor?

El pájaro, encaramado en una rama muy alta, llevaba un rato cantando, indiferente al ruido, a los gritos de los refugiados, a las grandes hogueras que habían encendido sobre la hierba para disipar la humedad. Cantaba y otros ruiseñores le respondían. El joven se quedó escuchando al pájaro con la cabeza inclinada, mientras su brazo rodeaba a su prometida, que seguía durmiendo. Al cabo de unos instantes le susurró algo al oído. La joven abrió los ojos. Él se acercó más y volvió a hablarle con tono apremiante. Charlie desvió la mirada. No obstante, consiguió captar algunas palabras: «Como el caballero dice que vigilará el coche…» Y: «Tú no me quieres, Solange. No, no me quieres… Sin embargo…»

Charlie bostezó prolongada y ostensiblemente; luego, como hablando para el foro, con la exagerada naturalidad de un mal actor, dijo a media voz:

– Creo que me está entrando sueño…

De pronto, Solange dejó de dudar. Entre risitas nerviosas, negativas cada vez más débiles y besos, dijo:

– Si nos viera mamá… ¡Oh, Bob, eres terrible! ¿No me lo reprocharás después, Bob?

Y se alejó del brazo de su prometido. Luego, Charlie los vio entre los árboles, cogidos de la cintura y dándose besitos. Hasta que desaparecieron.

Esperó. La media hora que dejó transcurrir le pareció la más larga de su vida. Sin embargo, no pensaba. Sentía angustia y un gozo extraordinario. Sus palpitaciones eran tan agudas, tan dolorosas, que murmuró:

– Este corazón enfermo no lo resistirá.

Pero sabía que nunca había sentido un placer mayor. El gato que duerme en cojines de terciopelo y se alimenta de pechugas de pollo, cuando el azar lo devuelve a la vida silvestre y tiene la oportunidad de hincarle el diente a un ensangrentado y palpitante pájaro, debe de sentir el mismo terror, la misma alegría cruel, se dijo Charles Langelet, porque era demasiado inteligente para no comprender lo que ocurría en su interior. Lenta, muy lentamente, poniendo buen cuidado en no hacer ruido con la puerta del coche, se deslizó hasta el otro, desató las latas (también cogió aceite), volvió a su coche, desenroscó el tapón del depósito destrozándose las manos, lo llenó de gasolina y, aprovechando que otros vehículos se estaban poniendo en marcha, se largó.

Una vez fuera del bosque, volvió la cabeza, contempló sonriendo las plateadas copas de los árboles y pensó: «Después de todo, iban a casarse el 14 de junio…»

23

El griterío de la calle despertó al señor Péricand. El anciano abrió un ojo, sólo uno, vago, apagado, lleno de asombro y reproche. «¿Por qué gritan de ese modo?», pensó. Ya no se acordaba del viaje, de los alemanes, de la guerra. Creía que estaba en casa de su hijo, en el bulevar Delessert, aunque su mirada se paseaba por una habitación desconocida; no entendía nada. Estaba en la edad en que la visión anterior es más fuerte que la realidad; creía ver las colgaduras verdes de su cama parisina. Extendió los temblorosos dedos hacia la mesilla, en la que todas las mañanas una mano atenta dejaba un plato de gachas de avena y unos bizcochos de régimen. No había plato ni taza, ni siquiera mesilla. En ese momento, oyó el rugido del fuego en las casas vecinas, percibió el olor del humo y adivinó lo que ocurría. Abrió la boca, inspiró con ansia, como un pez fuera del agua, y se desmayó.

Sin embargo, la casa no había ardido. Las llamas sólo habían dañado una parte del techo. Tras sembrar el pánico y la confusión, el incendio se apaciguó. Los rescoldos seguían crepitando bajo los escombros de la plaza, pero el edificio estaba intacto y, al atardecer, las dos solteronas encontraron al anciano señor Péricand solo en la habitación. Mascullaba frases inconexas, pero se dejó llevar al asilo mansamente.

– Allí estará mucho mejor -dijo una de las dueñas-. No tenemos tiempo para ocuparnos de él, con los refugiados, los alemanes llegando, el incendio y todo lo demás…

Era un asilo bien aseado y bien administrado por las hermanas del Santísimo Sacramento. Instalaron al señor Péricand en una buena cama cerca de la ventana; a través de los cristales habría podido ver los grandes y verdes árboles de junio, y alrededor a quince ancianos silenciosos, tranquilos, acostados en sus inmaculadas camas. Pero no veía nada. Seguía creyendo que estaba en su casa. De vez en cuando parecía hablar con sus débiles y violáceas manos, cruzadas sobre la colcha gris. Les dirigía unas palabras entrecortadas y severas, meneaba la cabeza largo rato y, agotado, cerraba los ojos. Las llamas no lo habían tocado, no había sufrido el menor daño, pero tenía fiebre alta. El médico estaba en la ciudad, atendiendo a las víctimas de un bombardeo. Por fin, a última hora de la noche, pudo examinar al señor Péricand. No dijo gran cosa: se tambaleaba de cansancio, llevaba cuarenta y ocho horas sin dormir y por sus manos habían pasado sesenta heridos. Le puso una inyección y prometió volver al día siguiente. Para las hermanas quedó todo dicho; estaban lo bastante acostumbradas a ver agonizantes para reconocer la muerte en un suspiro, en una queja, en aquella frente perlada de sudor frío, en aquellos dedos inertes. Avisaron al cura, que había acompañado al médico a la ciudad y había dormido tan poco como él, pero acudió a administrarle la extremaunción. El señor Péricand pareció recobrar la conciencia. Al marcharse, el sacerdote les dijo a las hermanas que el pobre anciano estaba en paz con Dios y tendría una muerte cristiana.

Una de las monjas era pequeña y delgada, y tenía unos ojos azules de mirada penetrante, traviesa y llena de valentía, que brillaban bajo la blanca toca; la otra, dulce y tímida, de mejillas coloradas, sufría horriblemente de una muela y, mientras rezaba el rosario, de vez en cuando se tocaba las encías con una sonrisa humilde, como si se avergonzara de llevar una cruz tan leve en tiempos de tanta aflicción. Fue a ella a quien, de pronto (eran las doce pasadas y el tumulto del día se había apaciguado; no se oían más que los quejumbrosos maullidos de los gatos en el jardín del convento), el señor Péricand le dijo:

– Hija mía, me siento mal… Ve a buscar al notario. -La había tomado por su nuera. En su semidelirio, le extrañaba que se hubiera puesto una toca para cuidarlo; pero, a fin de cuentas, no podía ser más que ella-. El señor Nogaret… el notario… -repitió lenta y pacientemente-. Ultimas voluntades…

– ¿Qué hacemos, hermana? -le preguntó sor Marie del Santísimo Sacramento a sor Marie de los Querubines.

Las dos tocas blancas se inclinaron y casi se juntaron encima del cuerpo postrado.

– El notario no vendrá a estas horas, mi querido señor… Duerma. Mañana habrá tiempo.

– No… no hay tiempo… -dijo él con un hilo de voz-. Nogaret vendrá… Telefonéale, por favor.

Las dos religiosas volvieron a conferenciar; al cabo de unos instantes, una de ellas abandonó la sala y, poco después, volvió trayendo una infusión caliente. El anciano intentó beber unos sorbos, pero no consiguió tragarse el líquido, que le resbaló por la blanca barba. De pronto, fue presa de una enorme agitación; gemía, ordenaba: