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«¿Y el coche? ¡No puedo dejarlo aquí! -se dijo, desesperado-. Intentémoslo otra vez.» Esperó un buen rato. De pronto, vio una nube de polvo que se acercaba y distinguió un coche que avanzaba a trancas y barrancas, ocupado por unos jóvenes que parecían borrachos y gritaban como locos, apretujados como sardinas en el interior, sobre el estribo y hasta en el techo.

«¡Qué pinta de mangantes!», pensó Langelet con un estremecimiento. No obstante, se dirigió a ellos con su voz más amable:

– ¿No les sobraría un poco de gasolina, caballeros?

El coche se detuvo con un horrible chirrido de frenos maltratados y los jóvenes miraron a Charlie sonriendo con sorna.

– ¿Cuánto paga? -preguntó al fin uno de ellos.

Charlie sabía que habría debido responder: «¡Lo que quieran!» Pero era tacaño y, por otra parte, temía tentar a aquellos granujas si daba la impresión de ser rico. Además, no estaba dispuesto a que lo estafaran.

– Un precio razonable -dijo con altivez.

– Pues no tenemos -replicó el hombre, y el traqueteante y gemebundo vehículo se alejó por el polvoriento camino forestal.

Langelet, aterrado, agitó los brazos y gritó:

– ¡Eh, esperen! ¡Deténganse! ¡Al menos díganme lo que piden!

Ni siquiera se dignaron responder. Charlie se quedó solo. No por mucho tiempo, porque estaba anocheciendo y poco a poco otros refugiados invadieron el bosque. En los hoteles no quedaba sitio, las casas particulares también estaban llenas, y habían decidido pasar la noche al raso. Al poco rato, aquello se parecía a un camping de Elisabethville en pleno julio, pensó Charlie con repugnancia. Críos armando alboroto, la hierba cubierta de periódicos arrugados, trapos sucios y latas de conserva vacías, mujeres llorando, chillando o riendo… Horribles niños churretosos se acercaban a Charlie, que los echaba sin levantar la voz, porque no quería problemas con los padres, pero lanzándoles miradas furibundas.

– Es la escoria de Belleville -murmuró, aterrado-. Pero ¿dónde me he metido?

¿Había reunido el azar en aquel bosque a los habitantes de uno de los barrios con peor fama de París, o acaso su viva y nerviosa imaginación estaba jugándole una mala pasada? Veía a todos los hombres con cara de maleante y a todas las chicas con pinta de fulana. No tardó en caer la noche; bajo los densos árboles, la transparente penumbra de junio se convirtió en una tiniebla salpicada de claros que, iluminados por la luna, parecían cubiertos de escarcha. Todos los ruidos adquirían una resonancia peculiar y siniestra: los aviones que surcaban el cielo, los pájaros insomnes, unas detonaciones sordas, de las que no se podía decir con seguridad si eran cañonazos o reventones de neumático… En un par de ocasiones, alguien se acercó al coche a fisgar, a meterse donde no lo llamaban. Charlie oía cosas que ponían los pelos de punta. El estado de ánimo del pueblo no era el que debería ser… No se hablaba más que de los ricos que huían para poner su pellejo y su oro a salvo y que atestaban las carreteras, mientras el pobre no tenía más que las piernas para andar hasta caerse muerto. «Como si ellos no fueran en coche -pensaba Charlie, indignado-. ¡Y encima lo habrán robado, seguro!»

Se sintió extraordinariamente aliviado cuando vio aparcar cerca de él un cochecito muy coqueto ocupado por una pareja joven de una clase visiblemente más elevada que la de los otros refugiados. El tenía un brazo ligeramente deforme, que adelantaba con ostentación, como si llevara escrito con grandes letras: «no apto para el servicio militar». Ella, joven y atractiva, estaba muy pálida. Se comieron unos sándwiches y se durmieron enseguida en los asientos delanteros, con el hombro del uno apoyado en el del otro y las mejillas juntas. Charlie intentó hacer lo mismo, pero el cansancio, la sobreexcitación y el miedo lo mantenían despierto. Al cabo de una hora, su joven vecino abrió los ojos y, apartando con suavidad a su acompañante, encendió un cigarrillo. Al ver que Langelet tampoco dormía, se inclinó hacia él y murmuró:

– ¡Qué mal, eh!

– Sí, muy mal.

– En fin, una noche pasa enseguida. Espero poder llegar a Beaugency mañana por estos atajos, porque la carretera está imposible.

– ¿De veras? Y al parecer ha habido violentos bombardeos. Tiene usted suerte de poder marcharse -dijo Charlie-. A mí no me queda ni una gota de gasolina… -Y, tras una breve vacilación, añadió-: Si fuera usted tan amable de vigilar mi coche -«realmente parece un hombre de fiar», se dijo-, iría al pueblo de al lado, donde, según me han dicho, todavía hay.

El joven meneó la cabeza.

– Lo siento, caballero, ya no les queda nada. He comprado las últimas latas, y a un precio de escándalo. Aun así no sé si tendré suficiente para llegar al Loira -añadió señalando unas latas atadas al maletero-. Y cruzar los puentes antes de que los vuelen.

– ¿Cómo? ¿Van a volar todos los puentes?

– Sí. Todo el mundo lo dice. Van a defender el Loira.

– Entonces, ¿piensa usted que no queda gasolina?

– ¡Uy, de eso estoy seguro! Me encantaría compartirla con usted, pero tengo la justa. Debo poner a mi prometida a salvo en casa de sus padres. Viven en Bergerac. Cuando hayamos cruzado el Loira será más fácil encontrar gasolina, espero.

– Ah, ¿es su prometida? -dijo Charlie, que estaba pensando en otra cosa.

– Sí. Teníamos que casarnos el catorce de junio. Estaba todo listo, caballero: las invitaciones enviadas, los anillos comprados y los trajes nos los habrían entregado esta mañana. -El joven se sumió en una profunda ensoñación.

– Sólo es un aplazamiento -dijo Charles Langelet amablemente.

– ¡Ah, caballero! ¿Quién sabe dónde estaremos mañana? Aunque yo no puedo quejarme. A mi edad debería estar combatiendo, pero con este brazo… Sí, un accidente en el colegio… Pero creo que en esta guerra los civiles corren tanto peligro como los militares. Dicen que algunas ciudades… -bajó la voz- han quedado reducidas a cenizas y llenas de cadáveres. Una carnicería… Y me han contado historias atroces. ¿Sabía que han abierto las cárceles y los manicomios? Sí, caballero. Nuestros dirigentes se han vuelto locos. Los presos recorren los caminos sin vigilancia. Dicen que el director de una prisión fue asesinado por los internos, a los que tenía orden de evacuar; ha ocurrido a dos pasos de aquí. He visto con mis propios ojos villas allanadas, saqueadas del sótano al desván. Y asaltan a los viajeros, roban a los automovilistas…

– ¡Oh! ¿Roban a los…?

– Nunca sabremos todo lo que ha ocurrido durante el éxodo. Ahora dicen: «No tenían más que quedarse en sus casas.» ¡Qué simpáticos! Para que la artillería y los aviones nos masacraran a domicilio… Había alquilado una casita en Montfort-ľAmaury para pasar un mes tranquilamente después de la boda, antes de reunirnos con mis suegros. Pues la destruyeron el tres de junio, caballero -dijo el joven con indignación. Hablaba mucho y atropelladamente; parecía ebrio de cansancio-. ¡Con tal que pueda salvar a Solange! -exclamó acariciando la mejilla de su prometida con la yema de los dedos.

– Parecen ustedes muy jóvenes…

– Yo tengo veintidós años y Solange veinte.

– Así está muy incómoda -dijo de pronto Langelet con una voz meliflua, una voz que no se conocía, dulce como la miel, mientras el corazón le latía como si quisiera escapársele del pecho-. ¿Por qué no van a acostarse en la hierba, un poco más allá?

– Pero ¿y el coche?

– ¡Bah, yo lo vigilaré! Vaya tranquilo -dijo Charlie con una risita ahogada.

El joven seguía dudando.

– Quería salir lo antes posible. Y tengo un sueño tan profundo…

– Ya lo despertaré yo. ¿A qué hora quieren marcharse? Mire, son poco más de las doce -dijo Charlie consultando su reloj-. Los llamaré a las cuatro.

– ¡Oh, caballero, es usted muy amable!

– No, es que sé lo que es estar enamorado a los veinte años.

El joven parecía azorado.