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La víspera de mi partida era domingo y pasé la tarde en casa de mis padres. Su casa nunca cambia: una sola exhalación lobuna podría reducirla a escombros.

Mi madre, tensa, esbozaba una sonrisa con la boca pequeña y hablaba animadamente mientras nosotros bebíamos té. El jardín de los vecinos, las obras en la ciudad, un perfume nuevo que le había provocado un sarpullido. Una conversación ligera, insustancial, generada para mantener el silencio a raya; el silencio donde moraban sus demonios. Su actuación era buena: nada que revelara que a duras penas soportaba salir de casa, que el más mínimo acontecimiento inesperado le provocaba migraña, que no podía leer un libro por temor a las emociones que pudiera despertarle.

Papá y yo esperamos a que mamá se marchara a preparar otra tetera para hablar de la señorita Winter.

– No es su verdadero nombre -le dije-. Si lo fuera sería más fácil investigar sobre ella. Toda la gente que lo ha intentado ha desistido por falta de datos. Nadie conoce el más mínimo detalle sobre Vida Winter.

– Qué extraño.

– Es como si no procediera de ningún lugar, como si no hubiera existido antes de convertirse en escritora, como si se hubiera inventado a sí misma cuando escribió su primer libro.

– Conocemos el nombre que eligió como pseudónimo. Seguro que eso ya dice algo -dijo mi padre.

– Vida. Del latín vita. Aunque no puedo evitar pensar también en francés.

Vide en francés significa «vacío». El vacío. La nada. Pero en casa de mis padres no pronunciamos palabras como esa, de modo que dejé que papá llegara solo a esa conclusión.

– Efectivamente. -Asintió con la cabeza-. ¿Y qué me dices de Winter?

Winter. «Invierno» en inglés. Miré por la ventana en busca de inspiración. Detrás del fantasma de mi hermana se extendían oscuras ramas desnudas sobre el cielo crepuscular y los arriates eran tierra negra y pelada. El cristal no nos aislaba del frío; pese a la estufa de gas, la estancia parecía inundada de una cruda desesperación. ¿Qué representaba el invierno para mí? Solo una cosa: muerte.

Se produjo un silencio. Cuando fue necesario decir algo para no cargar el último intercambio de palabras con un peso intolerable, dije:

– Es un nombre punzante. V y W. Vida Winter. Muy punzante.

Mi madre regresó y siguió hablando mientras colocaba las tazas en los platillos al servir el té. Su voz se movía por su parcela de vida estrechamente controlada con la misma desenvoltura que si midiera tres hectáreas.

Mi mente empezó a vagar. Sobre la repisa de la chimenea descansaba el único objeto de la habitación que podía considerarse decorativo: una fotografía. De vez en cuando mi madre dice que la guardará en un cajón para protegerla del polvo. Pero a mi padre le gusta verla y dado que rara vez le lleva la contraria, mi madre cede en esto. Es la fotografía de una joven pareja de recién casados. Papá está igual: discretamente atractivo, de ojos oscuros y pensativos, los años no pasan para él. La mujer resulta casi irreconocible. Una sonrisa espontánea, risa en los ojos, ternura en la mirada que dirige a mi padre. Parece feliz.

Las tragedias lo cambian todo.

Yo nací y la mujer recién casada de la foto desapareció.

Miré por la ventana el jardín muerto. Contra la luz menguante, mi sombra rondaba en el cristal mirando la habitación muerta. ¿Qué pensará de nosotros?, me pregunté. ¿Qué opinará de nuestros esfuerzos por convencernos de que eso era vida y que la estábamos viviendo de verdad?

La llegada

Salí de casa un día de invierno como cualquier otro y durante kilómetros mi tren viajó bajo un cielo blanco y translúcido. Después cambié de tren y las nubes se agruparon. A medida que avanzaba hacia el norte se iban tornando más cargadas y oscuras, cada vez más hinchadas. Esperaba oír en cualquier momento el primer repiqueteo de gotas en el cristal, pero no llovió.

En Harrogate, el chófer de la señorita Winter, un hombre moreno con barba, no tenía ningunas ganas de darme conversación. Me alegré, pues su silencio me permitió estudiar el paisaje, totalmente nuevo para mí, que se desplegó ante mis ojos en cuanto dejamos atrás la ciudad. Nunca había estado en el norte. Mis investigaciones me habían llevado a Londres, y en una o dos ocasiones había cruzado el canal de la Mancha para visitar bibliotecas y archivos de París. Conocía el condado de Yorkshire exclusivamente por las novelas que, para colmo, eran de otro siglo. En cuanto salimos de la ciudad casi desaparecieron los signos del mundo moderno, así que sentí que estaba adentrándome en el pasado al mismo tiempo que me internaba en la campiña. Con sus iglesias, sus tabernas y sus casitas de piedra los pueblos me resultaban pintorescos, y cuanto más nos alejábamos menor era su tamaño y mayor la distancia entre ellos, hasta que la continuidad de los campos pelados propios del invierno solo se vio interrumpida por alguna que otra granja apartada. Finalmente también las granjas quedaron atrás y anocheció. Los faros del coche iluminaban franjas de un paisaje incoloro e indefinido: sin cercas, sin muros, sin setos, sin edificios. Tan solo una carretera desprovista de arcén y, a cada lado, borrosas ondulaciones de oscuridad.

– ¿Estamos en los páramos? -pregunté.

– Sí -contestó el chófer, y me arrimé un poco más a la ventanilla, pero únicamente pude distinguir el cielo cargado de agua ejerciendo una presión claustrofóbica sobre la tierra, sobre la carretera, sobre el coche. Unos metros más allá se extinguía hasta la luz de nuestros faros.

En un cruce sin señales abandonamos la carretera y avanzamos dando tumbos a lo largo de tres kilómetros de camino pedregoso. Después de parar dos veces para que el chófer abriera y cerrara una verja, seguimos dando botes y sacudidas durante otro kilómetro.

La casa de la señorita Winter descansaba entre dos suaves lomas que se alzaban en la oscuridad, casi dos colinas que parecían confluir y que solo después de salvar la última curva del camino desvelaban la presencia de un valle y una casa. Bajo el cielo, que para entonces irradiaba tonos en morado, añil y pólvora, la casa descansaba agazapada, larga, baja y muy oscura. El chófer me abrió la portezuela del coche y al salir comprobé que ya había bajado mi maleta y se disponía a marcharse, dejándome sola frente a un porche sin luz. Las ventanas quedaban ocultas detrás de postigos de listones y no se veía rastro alguno de presencia humana. Cerrado en sí mismo, el lugar parecía rechazar las visitas.

Llamé a la puerta. El timbre sonó extrañamente sordo atravesando la humedad del aire. Mientras aguardaba contemplé el cielo. El frío trepaba por las suelas de mis zapatos. Llamé de nuevo. Tampoco me respondieron.

A punto de llamar por tercera vez, me sobresalté cuando, sin hacer ruido alguno, se abrió la puerta.

La mujer que me miraba desde el umbral sonrió con profesionalidad y se disculpó por haberme hecho esperar. A primera vista parecía una mujer muy normal. Su cabello, corto y cuidado, era tan paliducho como su piel, y era difícil definir el color de sus ojos, entre azul gris y verde. No obstante, su aspecto anodino no se debía tanto a la ausencia de colorido como a la falta de expresión. Me figuré que con una pizca de emoción en ellos sus ojos podrían haber irradiado vida y mientras su mirada escrutadora rivalizaba con la mía, creí sentir que mantenía esa inexpresividad haciendo un gran esfuerzo deliberado.

– Buenas noches -dije-. Soy Margaret Lea.

– La biógrafa. La estábamos esperando.

¿Qué es lo que permite a los seres humanos ver más allá del fingimiento del otro? Porque en ese momento advertí con claridad que la mujer estaba nerviosa. Quizá las emociones tengan olor o sabor, quizá las transmitamos, sin saberlo, mediante vibraciones en el aire. Fuera como fuese, supe también que lo que la inquietaba no era un aspecto concreto de mí, sino simplemente el hecho de que había ido y era una extraña para ella.