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De repente algo se coló en mí lectura y me arrancó del libro. Sentí un hormigueo en la nuca.

Alguien me estaba observando.

Sé que esa sensación en la nuca no es nada inusual, pero era la primera vez que yo la sentía. Como le ocurre a mucha gente solitaria, mis sentidos perciben intensamente la presencia de otras personas, y en una habitación estoy más acostumbrada a ser la espía invisible que a ser la espiada. En ese momento alguien me estaba observando, y no solo eso, sino que llevaba haciéndolo un buen rato. ¿Cuánto tiempo llevaba notando ese inconfundible cosquilleo? Repasé los últimos minutos, tratando de reconstruir el recuerdo de aquella presencia en relación con el avance de la lectura. ¿Fue desde que la monja empezó a hablar al joven? ¿Desde que la invitaron a entrar en la casa? ¿O fue antes? Sin mover un solo músculo, con la cabeza todavía inclinada sobre la página como si nada hubiese notado, intenté hacer memoria.

Entonces lo supe.

Lo había notado antes incluso de coger el libro.

Necesitaba un momento para reponerme, así que volví la página y seguí fingiendo que leía.

– No puede engañarme.

Imperiosa, declamatoria, magistral.

Nada podía hacer salvo levantarme darme la vuelta y mirarla.

El aspecto de Vida Winter no estaba planeado para pasar inadvertido. Ella era una reina, una hechicera, una diosa de la Antigüedad. Su rígida figura descollaba majestuosamente sobre una profusión de esponjosos almohadones rojos y morados. Acomodados sobre los hombros, los generosos pliegues de tela turquesa y verde que la envolvían no lograban suavizar la rigidez de su cuerpo. Su cabello brillante y cobrizo lucía un elaborado peinado de rizos y bucles. La cara, con tantas rayas como un mapa, estaba cubierta de polvos blancos y retocada con un carmín rojo intenso. Sobre el regazo, las manos eran un racimo de rubíes, esmeraldas y nudillos blancos y huesudos; solo desentonaban las uñas, cortas, cuadradas y sin esmaltar, como las mías.

Con todo, lo que más me desconcertó fueron las gafas de sol. No podía verle los ojos, pero al recordar el anuncio, el verde sobrenatural de sus iris, los oscuros cristales parecieron adquirir la fuerza de un reflector; sentí que a través de las lentes los ojos de Vida Winter me estaban atravesando la piel para observarme por dentro.

Corrí un velo sobre mí, me cubrí el rostro con una careta neutra, me oculté detrás de mi aspecto.

Creo que durante un instante la señorita Winter se sorprendió de que yo no fuera transparente, de no poder ver con claridad a través de mí, pero se repuso deprisa, más deprisa de lo que yo me había repuesto.

– Muy bien -dijo con aspereza, esbozando una sonrisa no tanto dirigida a mí como a ella misma-. Al grano. En su carta da a entender que tiene sus reservas en cuanto al encargo que le estoy ofreciendo.

– Bueno, sí, es decir…

Continuó hablando como si no hubiera advertido la interrupción:

– Podría proponerle un incremento de su salario mensual y de la cantidad final.

Me humedecí los labios, en búsqueda de las palabras adecuadas. Antes de siquiera poder hablar, las gafas oscuras de la señorita Winter ya habían subido y bajado, absorbiendo mi lacio flequillo castaño, mi falda recta y mi rebeca azul marino. Después de dirigirme una sonrisa leve y compasiva, pasó por alto mi intención de hablar.

– Pero es evidente que a usted no le mueve el interés pecuniario. Qué curioso. -Su tono era seco-. He escrito sobre personas a las que no les importa el dinero, pero nunca creí que llegara a conocer a ninguna. -Se reclinó sobre los almohadones-. Por consiguiente, deduzco que su problema tiene que ver con la integridad. Quienes no compensan los desequilibrios de sus vidas con una saludable afición por el dinero suelen estar muy obsesionados con la cuestión de la integridad personal.

Agitó una mano, desestimando mis palabras antes de que salieran de mis labios.

– Le asusta aceptar el encargo de una biografía autorizada por miedo a que su independencia corra peligro. Sospecha que deseo ejercer el control sobre el contenido final de la obra. Sabe que me he resistido a los biógrafos en el pasado y se está preguntando qué me ha hecho cambiar de parecer. Pero, sobre todo -otra vez la oscura mirada de esas gafas-, teme que le mienta.

Abrí la boca para protestar, pero no supe qué decir. Tenía razón.

– ¿Lo ve? No sabe qué decir. ¿Le avergüenza acusarme de querer mentirle? No es nada agradable acusarse unos a otros de mentirosos. Y por lo que más quiera, siéntese.

Me senté.

– No la acuso de nada -empecé a decir con tacto, pero enseguida me interrumpió.

– No sea tan cortés. Si hay algo que no soporto es la cortesía.

Su frente tembló y una ceja asomó por el borde superior de las gafas, una curva negra y firme que no guardaba parecido alguno con una ceja natural.

– La cortesía. He ahí la más triste virtud del hombre donde las haya. Me gustaría saber qué tiene de admirable ser inofensivo. Después de todo, es fácil. No se necesita ningún talento especial para ser cortés. Todo lo contrario, lo único que te queda cuando has fracasado en todo es ser amable. A las personas ambiciosas les trae sin cuidado lo que otras piensen de ellas. Dudo mucho de que Wagner no pudiera conciliar el sueño porque le preocupara haber herido los sentimientos de nadie. Pero claro, él era un genio.

Por más que su voz siguió fluyendo sin descanso, repasando un caso tras otro de genios y el egoísmo de sus parejas, los pliegues de su chal no se movieron en ningún momento mientras hablaba. «Debe de estar hecha de acero», pensé.

Finalmente terminó su charla con estas palabras:

– La cortesía es una virtud que ni poseo ni valoro en los demás. A usted y a mí no debe preocuparnos en absoluto. -Y como quien ya ha dicho la última palabra, calló.

– Ha planteado el tema de la mentira -dije-. Quizá eso sí deba preocuparnos.

– ¿En qué sentido? -A través de los oscuros cristales podía vislumbrar los movimientos de las pestañas de la señorita Winter. Estas se agazapaban y temblaban alrededor del ojo como las largas patas de una araña.

– En los últimos dos años ha dado a los periodistas diecinueve versiones diferentes sobre su vida. Y esas son solo las que encontré en una búsqueda apresurada, pero debe de haber muchas más, probablemente centenares.

Se encogió de hombros.

– Es mí profesión. Soy narradora.

– Y yo soy biógrafa. Trabajo con hechos reales.

La señorita Winter asintió con la cabeza y sus tiesos bucles se movieron a una.

– Qué aburrido. Yo no podría haber sido biógrafa. ¿No cree que la verdad se puede contar mucho mejor con un relato?

– Con los relatos que le ha contado al mundo hasta ahora, no.

La señorita Winter cedió asintiendo con la cabeza.

– Señorita Lea -comenzó con una voz más pausada-, tenía mis razones para crear una cortina de humo en torno a mi pasado, pero le aseguro que esas razones ya no son válidas.

– ¿Qué razones?

– La vida es el abono.

Parpadeé.

– Sé que mis palabras le extrañan, pero es así. Toda mi vida y todas mis experiencias, las cosas que me han sucedido, la gente que he conocido, todos mis recuerdos, sueños y fantasías, cuanto he leído, todo eso ha sido arrojado al montón de abono que, con el tiempo, se ha ido descomponiendo hasta convertirse en un humus orgánico oscuro y fértil. El proceso de descomposición celular vuelve todo irreconocible. Otros lo llaman imaginación. Yo lo veo como un montón de abono. Cada cierto tiempo tomo una idea, la planto en el abono y espero. La idea se alimenta de esa materia negra que en otros tiempos fue una vida, absorbe su energía. Germina, echa raíces, produce brotes. Y así hasta que un día tengo un relato o una novela.

Asentí dándole mi aprobación a la analogía.

– Los lectores -prosiguió la señorita Winter- son ingenuos. Creen que todo lo que se escribe es autobiográfico. Y lo es, pero no como ellos creen. La vida del escritor necesita tiempo para descomponerse antes de que pueda ser utilizada para alimentar una obra de ficción. Hay que dejar que se pudra. Por eso no podía tener a periodistas y biógrafos hurgando en mi pasado, recuperando retazos y fragmentos, conservándolos mediante sus palabras. Para escribir mis libros necesitaba dejar tranquilo mi pasado a fin de dejar que el tiempo hiciera su trabajo.