La cubierta en rústica era verde y crema: un dibujo uniforme que semejaba las escamas de un pez formaba el fondo, y encima había dos rectángulos lisos, uno para la silueta de una sirena y otro para el título y el nombre de la autora. Trece cuentos de cambio y desesperación, de Vida Winter.
Cerré el armario, devolví la llave y la linterna a su lugar y regresé a la cama con el libro en mi mano enguantada.
No pretendía leerlo, y lo digo en sentido literal. Unas cuantas frases era cuanto necesitaba. Algo que fuera lo bastante impactante, lo bastante fuerte para acallar las palabras de la carta que seguían resonando en mi cabeza. Un clavo saca otro clavo, dice la gente. Un par de frases, quizá una página, y podría conciliar el sueño.
Retiré la sobrecubierta y la guardé en el cajón que tengo destinado a ese fin. Incluso con guantes toda precaución es poca. Abrí el libro e inspiré. El olor de los libros viejos, tan afilado y seco que puedes notar su sabor.
El prólogo. Solo unas palabras.
Pero mis ojos, al peinar la primera línea, quedaron atrapados.
Todos los niños mitifican su nacimiento. Es un rasgo universal. ¿Quieres conocer a alguien? ¿Su corazón, su mente, su alma? Pídele que te hable de cuando nació. Lo que te cuente no será la verdad: será una historia. Y nada es tan revelador como una historia.
Fue como sumergirse en el agua.
Campesinas y príncipes, alguaciles e hijos de panaderos, mercaderes y sirenas, los personajes enseguida se volvían familiares. Había leído esas historias cien veces, mil veces. Todo el mundo conocía esas historias. Pero poco a poco, a medida que leía, su familiaridad se iba desvaneciendo. Se convertían en seres extraños; se convertían en seres nuevos. Esos personajes no eran los maniquíes coloreados que yo recordaba de los libros ilustrados de mi infancia que representaban mecánicamente la historia una y otra vez. Eran personas. La sangre que manó del dedo de la princesa cuando tocó la rueca era húmeda, y le dejó en la lengua un sabor acerado cuando se lamió el dedo antes de dormirse. Cuando le mostraron a su hija comatosa, las lágrimas del rey dejaron surcos de sal en su rostro. Las historias transcurrían a una velocidad pasmosa en un clima desconocido. Todos veían cumplidos sus deseos: el beso de un extraño devolvía la vida a la hija del rey, la bestia era despojada de su pelaje y quedaba desnuda como un hombre, la sirena caminaba; pero solo cuando ya era demasiado tarde se daban cuenta del precio que debían pagar por eludir su sino. Cada final feliz quedaba empañado. El destino, al principio tan comprensivo, tan razonable, tan dispuesto a negociar, terminaba imponiendo una cruel venganza.
Los cuentos eran brutales, severos y desgarradores. Me encantaron.
Fue mientras leía El cuento de la sirenita -el cuento número doce- cuando empecé a sentir una ansiedad que no guardaba relación con el relato. Estaba distraída; mis dedos pulgar e índice me estaban enviando un mensaje: «Quedan pocas páginas». La idea siguió atormentándome hasta que finalmente incliné el libro para comprobarlo. Era cierto. El cuento número trece debía de ser muy corto.
Seguí leyendo, terminé el cuento número doce y pasé la página.
En blanco.
Retrocedí, avancé de nuevo. Nada.
No había cuento número trece.
Sentí en la cabeza el nauseabundo mareo del submarinista que sube a la superficie demasiado deprisa.
Algunos detalles de mi habitación aparecieron de nuevo ante mí, uno a uno. La colcha, el libro que sostenían mis manos, la lámpara todavía brillando en la luz que empezaba a filtrarse por las delgadas cortinas.
Era de día.
Había estado leyendo toda la noche.
No había cuento número trece.
Mi padre se encontraba en la librería, sentado ante el mostrador con la cabeza hundida entre las manos. Me oyó bajar y levantó la vista. Estaba pálido.
– ¿Qué ocurre? -pregunté, entrando como una flecha.
La conmoción le impedía hablar; alzó las manos en un gesto mudo de desesperación antes de volver a dejarlas lentamente sobre sus ojos horrorizados. Se le escapó un gemido.
Mi mano revoloteó sobre su hombro, pero como no tengo costumbre de tocar a la gente, finalmente cayó sobre la chaqueta que papá había echado en el respaldo de la silla.
– ¿Puedo hacer algo por ti? -le pregunté.
Cuando papá habló, su voz sonó cansada y trémula.
– Tenemos que llamar a la policía. Enseguida. Enseguida…
– ¿La policía? Papá, ¿qué ha ocurrido?
– Nos han robado. -Lo dijo como si fuera el fin del mundo.
Desconcertada, miré a mi alrededor. Todo estaba en orden. Los cajones no estaban forzados, ni las estanterías revueltas, ni la ventana rota.
– El armario -dijo, y entonces empecé a comprender.
– Los Trece cuentos -declaré con firmeza-. Arriba, en casa. Lo tomé prestado.
Papá levantó los ojos. Su mirada era una mezcla de alivio y estupefacción.
– ¿Lo tomaste prestado?
– Sí.
– ¿Que lo tomaste prestado?
– Sí. -Le miré extrañada. Yo siempre tomaba prestados libros de la librería, y él lo sabía de sobra.
– Pero ¿Vida Winter…?
Entonces comprendí que le debía una explicación.
Yo leo novelas antiguas. La razón es simple: prefiero un desenlace como es debido. Matrimonios y muertes, sacrificios nobles y recuperaciones milagrosas, separaciones trágicas y reencuentros inesperados, grandes caídas y sueños cumplidos; he ahí, en mi opinión, desenlaces que hacen que la espera merezca la pena. Deben producirse después de aventuras, riesgos, peligros y dilemas, y tener una conclusión clara, sin cabos sueltos. Y como esa clase de desenlaces es más frecuente en las novelas antiguas que en las modernas, solo leo novelas antiguas.
La literatura contemporánea es un mundo casi desconocido para mí. Mi padre me lo ha reprochado a menudo en nuestras charlas diarias sobre libros. Él lee tanto como yo, pero su lectura es más variada, y sus opiniones me merecen un gran respeto. Con palabras precisas, cuidadosamente elegidas, me ha descrito la bella desolación que siente al terminar una novela cuyo mensaje es que el sufrimiento humano no tiene fin, que solo queda resistir. Me ha hablado de finales discretos que, sin embargo, permanecen más tiempo en la memoria que desenlaces más llamativos y arrebatados. Me ha explicado por qué la ambigüedad le llega más al corazón que los finales de muerte y matrimonio que yo prefiero.
Durante estas charlas escucho con suma atención y asiento con la cabeza, pero no abandono mis viejas costumbres. Papá no me lo reprocha. Hay algo en lo que sí estamos de acuerdo: hay demasiados libros en el mundo para poder leerlos todos en el transcurso de una vida, de manera que hay que trazar una línea en algún lugar.
En una ocasión papá hasta me habló de Vida Winter.
– He ahí una escritora viva que podría gustarte.
Pero yo nunca había leído un libro de Vida Winter. ¿Por qué iba a hacerlo cuando había tantos escritores muertos aún por descubrir?
Salvo que había bajado en mitad de la noche para coger los Trece cuentos del armario. Mi padre, con toda la razón del mundo, se estaba preguntando por qué.
– Ayer recibí una carta -comencé.
Asintió con la cabeza.
– De Vida Winter.
Papá enarcó las cejas, pero me dejó continuar.
– Se trata de una invitación para que vaya a verla. Con la idea de escribir su biografía.
Sus cejas se elevaron unos milímetros más.
– No podía dormir, así que bajé a buscar su libro.
Esperé para ver si mi padre decía algo, pero no abrió la boca. Estaba pensando. Tenía el ceño ligeramente arrugado. Pasado un rato, hablé de nuevo.
– ¿Por qué lo guardas en el armario? ¿Qué lo hace tan valioso?
Papá salió de su ensimismamiento para responder.