La librería en sí apenas genera dinero. Es un lugar para escribir y recibir cartas. Un lugar donde matar las horas a la espera de la siguiente feria internacional del libro. Según el director de nuestro banco es un lujo, un lujo al que el éxito de mi padre le da derecho. Pero en realidad -la realidad de mi padre y la mía, no pretendo que la realidad sea la misma para todo el mundo- la librería es el alma del negocio. Es un depósito de libros, un refugio para todos los volúmenes escritos en otras épocas con mucho cariño, que hoy en día nadie parece querer.
Y es un lugar para leer.
A de Austen, B de Brontë, C de Charles y D de Dickens. Aprendí el alfabeto en esta librería. Mi padre se paseaba por las estanterías conmigo en brazos, enseñándome el abecedario al mismo tiempo que me enseñaba a deletrear. También aquí aprendí a escribir, copiando nombres y títulos en fichas que todavía sobreviven en nuestro archivador, treinta años más tarde. La librería era mi hogar y mi lugar de trabajo. Para mí fue la mejor escuela, y, años después, mi universidad privada. La librería era mi vida.
Mi padre nunca me puso un libro en las manos, pero tampoco me prohibió ninguno. Me dejaba deambular y acariciarlos, elegir uno u otro con más o menos acierto. Leía cuentos sangrientos de memorable heroísmo que los padres del siglo XIX consideraban apropiados para sus hijos e historias góticas de fantasmas que decididamente no lo eran; leía relatos de mujeres solteras vestidas con miriñaques que emprendían arduos viajes por tierras plagadas de peligros, y leía manuales sobre decoro y buenos modales dirigidos a señoritas de buena familia; leía libros con ilustraciones y libros sin ilustraciones; libros en inglés, libros en francés, libros en idiomas que no entendía, pero que me permitían inventarme historias basándome en unas cuantas palabras cuyo significado intuía. Libros. Libros. Y más libros.
En el colegio no hablaba de mis lecturas en la librería. Los retazos de francés arcaico que había ojeado en viejas gramáticas se reflejaban en mis redacciones y, aunque mis maestros los tachaban de faltas de ortografía, nunca lograron erradicarlos. De vez en cuando una clase de historia tocaba una de las profundas pero aleatorias vetas de conocimiento que yo había ido acumulando mediante mis caprichosas lecturas en la librería. «¿Carlomagno? -pensaba-. ¿Mi Carlomagno? ¿El Carlomagno de la librería?» En esas ocasiones permanecía muda, pasmada por la momentánea colisión de dos mundos que no tenían nada más en común.
Entre lectura y lectura ayudaba a mi padre en su trabajo. A los nueve años ya me dejaba envolver libros en papel de embalar y escribir en el paquete la dirección de nuestros clientes más lejanos. A los diez, papá me dio permiso para llevar los paquetes a la oficina de correos. A los once reemplacé a mi madre en su única tarea en la tienda: la limpieza. Con un pañuelo en la cabeza y una bata para enfrentarme a la mugre, los gérmenes y la malignidad general inherente a los «libros viejos», mi madre recorría las estanterías con su exigente plumero, apretando los labios y procurando no inhalar ni una mota. De vez en cuando las plumas levantaban una nube de polvo invisible y mi madre retrocedía tosiendo. Inevitablemente se enganchaba las medias en el cajón que, dada la conocida malevolencia de los libros, se hallaba justo detrás de ella. Así pues, me ofrecí a limpiar el polvo. Mi madre se alegró de quitarse de encima esa tarea; después de eso ya no necesitó aparecer por la librería.
A los doce años papá me puso a buscar libros extraviados. Un libro recibía la etiqueta de «extraviado» cuando, según los archivos, figuraba en existencias pero no se hallaba en su correspondiente estantería Aunque cabía la posibilidad de que lo hubieran robado, lo más probable era que algún curioso despistado lo hubiera dejado en el lugar erróneo. Había siete salas en la librería, todas ellas forradas desde el suelo hasta el techo de libros, miles de volúmenes.
«Y ya que los buscas, comprueba que estén en orden alfabético», decía papá.
Aquello era interminable; ahora me pregunto si papá me confiaba esa tarea realmente en serio. En realidad poco importa, porque yo sí me la tomaba en serio.
La búsqueda me ocupaba las mañanas de todo el verano, pero a principios de septiembre, cuando empezaba el colegio, ya había encontrado todos los libros extraviados y había devuelto a su estante cada tomo cambiado de sitio. No solo eso, sino que -y mirando atrás ese parece el detalle importante de verdad- mis dedos habían estado en contacto, aunque fuera únicamente un instante, con todos y cada uno de los libros de la tienda.
Cuando alcancé la adolescencia, ya prestaba tanta ayuda a mi padre que por las tardes apenas nos quedaba nada por hacer. Concluidas las tareas de la mañana, colocada la nueva mercancía en las estanterías, redactadas las cartas y terminado nuestros sándwiches frente al río, después de haber alimentado a los patos, regresábamos a la librería a leer.
Poco a poco mis lecturas fueron menos azarosas. Cada vez deambulaba más por la segunda planta. Novelas, biografías, autobiografías, memorias, diarios y cartas del siglo XIX.
Mi padre se daba cuenta de hacia dónde apuntaban mis gustos. Regresaba de las ferias y subastas a las que asistía cargado con libros que pensaba que podían interesarme. Libros muy gastados, en su mayoría manuscritos, hojas amarillentas ligadas con cinta o cordel, a veces encuadernadas a mano. Las vidas corrientes de gente corriente. No me limitaba a leerlos; los devoraba. Aunque mi apetito por la comida decrecía, mi hambre por los libros era constante.
No soy una biógrafa propiamente dicha. De hecho, apenas tengo nada de biógrafa. Principalmente por placer, he escrito algunas biografías breves de personajes insignificantes de la historia de la literatura. Siempre me ha interesado escribir biografías de los perdedores; personas que vivieron toda su vida persiguiendo la sombra de la fama y que a su muerte quedaron sumidas en el más profundo de los olvidos. Me gusta desenterrar vidas que han estado sepultadas en diarios sin abrir colocados en estanterías de archivos durante cien años o más; reavivar memorias que hace décadas que nadie publica es quizá lo que más me gusta.
Como de vez en cuando uno de mis sujetos es lo bastante importante para despertar el interés de un editor exquisito de la zona, he publicado algunas cosas con mi nombre. No me refiero a libros, nada tan ambicioso, solo opúsculos, en realidad, un puñado de papel grapado a una tapa en rústica. Uno de mis trabajos -La musa fraternal, un texto sobre los hermanos Landier, Jules y Edmond, y el diario que escribieron conjuntamente- atrajo la atención de un editor especializado en historia y fue incluido en una compilación de ensayos en tapa dura sobre la creación literaria y la familia en el siglo XIX. Probablemente sea ese el texto que atrajo la atención de Vida Winter, por más que su presencia en la compilación resulte bastante engañosa. Descansa rodeado de trabajos de académicos y escritores profesionales, como si yo fuera una biógrafa de verdad, cuando, en realidad, no soy más que una diletante, una aficionada con algo de talento.
Las vidas -las de los fallecidos- son solo un pasatiempo. Mi auténtico trabajo está en la librería. Mi tarea no consiste en vender libros -eso es responsabilidad de mi padre-, sino en cuidar de ellos. De vez en cuando saco un volumen y leo una o dos páginas. Después de todo estoy aquí para cuidar de los libros y, en cierto sentido, leer es cuidar. Aunque no son ni lo bastante viejos para ser valiosos exclusivamente por su antigüedad ni lo bastante importantes para despertar el interés de los coleccionistas, los libros a mi cargo significan mucho para mí, aun cuando la mitad de las veces resulten tan aburridos por dentro como por fuera. Por muy banal que sea el contenido, siempre consigue conmoverme, pues alguien ya fallecido en su momento consideró esas palabras tan valiosas para merecer ser plasmadas por escrito.