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– ¿Y qué le contó?

– Que aparecí como un hierbajo entre dos fresas.

Y me contó la historia.

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Alguien estaba comiéndose las fresas. No eran los pájaros, porque ellos picoteaban y dejaban las frutas tocadas. Y tampoco las gemelas, porque ellas pisoteaban las plantas y dejaban huellas por todo el parterre. No, algún ladrón de pies ligeros estaba cogiendo una fresa aquí y otra allá. Con cuidado, sin dejar huella. Cualquier otro jardinero no lo habría notado. Ese mismo día John reparó en un charco de agua debajo del grifo del jardín. El grifo estaba goteando. Le dio una vuelta, con fuerza. Se rascó la cabeza y siguió trabajando, pero en actitud vigilante.

Al día siguiente vio una silueta entre las fresas. Un pequeño espantajo que no debía de llegarle ni a la rodilla, con un sombrero demasiado grande que le tapaba la cara. Echó a correr cuando vio a John. A la mañana siguiente, no obstante, estaba tan decidido a conseguir las fresas que John tuvo que gritar y agitar los brazos para ahuyentarlo. Después se dijo que aquello no tenía nombre. ¿Quién en el pueblo tenía una criatura tan pequeña y desnutrida? ¿Quién de por allí permitiría a su hijo robar fruta en jardines ajenos? No sabía que responderse.

Y alguien había andado en el cobertizo. Él no había dejado los viejos periódicos en ese estado, ¿o sí? Y estaba seguro de haber ordenado esos cajones.

Así que por primera vez puso el candado antes de irse a casa.

Cuando pasó ante el grifo del jardín advirtió que volvía a gotear. Le dio media vuelta, sin pensarlo siquiera. Luego, volcando todo su peso, le dio otro cuarto de vuelta; eso bastaría.

Despertó en mitad de la noche, con la mente inquieta por razones que no lograba explicarse. ¿Dónde dormirías -se descubrió preguntándose- si no pudieras entrar en el cobertizo y hacerte una cama con un cajón y unos periódicos? ¿Y de dónde sacarías agua si el grifo estuviera tan apretado que no pudieras abrirlo? Reprendiéndose por sus insensateces de medianoche, abrió la ventana para comprobar la temperatura. Aunque hacía frío para esa época del año, ya habían pasado las heladas. ¿Y con cuánta intensidad sentirías el frío si tuvieras hambre? ¿Y cuánto temerías la oscuridad de la noche si fueras un niño?

Negó con la cabeza y cerró la ventana. Nadie sería capaz de abandonar a un niño en su jardín; naturalmente que no. Pero antes de las cinco ya estaba en pie. Emprendió su paseo por el jardín muy temprano, fue examinando las hortalizas y el jardín de las figuras, fue planificando el trabajo del día. Se pasó toda la mañana con los ojos bien abiertos, buscando un sombrero flexible en los fresales, pero no vio nada.

– ¿Qué te ocurre? -le preguntó el ama cuando coincidieron en la cocina, mientras él bebía su té en silencio.

– Nada -dijo.

Apuró la taza y regresó al jardín. Inspeccionó los arbustos de bayas con la mirada ansiosa.

Nada.

A mediodía comió medio sándwich, pero descubrió que no tenía apetito y dejó la otra mitad sobre una maceta invertida, junto al grifo del jardín. Burlándose de sí mismo, colocó al lado una galleta. Giró el grifo; le costó abrirlo incluso a él. Dejó que el agua cayera ruidosamente en una regadera de cinc, la vació en el arriate más próximo y volvió a llenarla. El fuerte chapoteo resonó en todo el huerto. Se cuidó de no mirar a su alrededor.

Acto seguido se alejó unos metros, se arrodilló en la hierba, de espaldas al grifo, y se puso a frotar viejos tiestos. Era una tarea importante, una tarea obligada, pues si no limpiabas los tiestos debidamente antes de volver a plantar en ellos podían propagarse enfermedades.

A su espalda, el chirrido del grifo.

No se volvió de inmediato. Terminó de frotar el tiesto que tenía en las manos, frota que te frota.

Entonces fue raudo. Se levantó, corrió hasta el grifo más veloz que un zorro.

Pero no había necesidad de tanta prisa.

El niño, asustado, intentó huir pero dio un traspiés. Se levantó, renqueó unos pasos más y tropezó de nuevo. John lo agarró, lo levantó del suelo -no pesaba más que un gato-, le dio la vuelta para verle la cara y el sombrero se le cayó.

El pobre muchachito era un saco de huesos; estaba famélico. Tenía los ojos postillosos, el pelo cubierto de tierra negra y apestaba.

Tenía dos círculos candentes por mejillas. John le puso una mano en la frente; estaba ardiendo. En el cobertizo le examinó los pies. Descalzos, tumefactos, infestados de costras, con pus asomando por la mugre. Tenía una espina o algo parecido clavada muy hondo. El niño temblaba. Fiebre, dolor, hambre, miedo. Si hubiera encontrado un animal en ese estado, pensó John, cogería su escopeta y lo sacrificaría para que dejara de sufrir.

Lo encerró en el cobertizo y fue a buscar al ama. El ama acudió. Acercó su vista de miope, olisqueó y retrocedió.

– No, no sé de quién es. Puede que si lo lavamos un poco…

– ¿Te refieres a meterlo en la tina de agua?

– ¡Eso, en la tina! Iré a la cocina a llenarla.

Despegaron del niño sus apestosos harapos.

– Al fuego -dijo el ama, y los arrojó al jardín.

La roña se le había pegado hasta la mismísima piel. El niño estaba encostrado. El agua de la primera tina enseguida se tiñó de negro. A fin de poder vaciarla y llenarla de nuevo, tuvieron que sacar al niño, que se quedó tambaleando sobre el pie sano, desnudo y goteando, surcado de vetas de agua marrón, todo costillas y codos.

John y el ama miraron al niño, se miraron y volvieron a mirarlo.

– John, puede que esté mal de la vista, pero dime, ¿estás viendo lo mismo que yo?

– Aja.

– Conque un mocito. ¡Pero si es una señorita!

Hirvieron agua y más agua, le restregaron la piel y el cabello con jabón, le arrancaron la porquería que tenía entre las uñas con un cepillo. Una vez que estuvo limpia, esterilizaron unas pinzas, le arrancaron la espina del pie -la pequeña hizo una mueca de dolor pero no gritó- y le vendaron la herida. Le frotaron suavemente la costra que tenía alrededor de los ojos con aceite de ricino. Le untaron loción de calamina en las picaduras de pulga, vaselina en los labios secos y agrietados. Le deshicieron los enredos que tenía en su larga mata de pelo. Le colocaron toallitas frías sobre la frente y las mejillas candentes. Por último la envolvieron en una toalla limpia y la sentaron a la mesa de la cocina, donde el ama le metió cucharadas de sopa en la boca y John le peló una manzana.

En un momento se zampó la sopa y las rodajas de manzana. El ama cortó una rebanada de pan y la untó con mantequilla. La niña la devoró.

John y el ama la miraban de hito en hito. Los ojos, liberados de las costras, eran dos astillas verde esmeralda. El cabello, a medida que se secaba, iba adquiriendo un brillante tono rojizo. Sobre el famélico rostro, los pómulos descollaban anchos y angulosos.

– ¿Estás pensando lo mismo que yo? -dijo John.

– Sí.

– ¿Se lo diremos a él?

– No.

– Pero pertenece a este lugar.

– Sí.

Reflexionaron unos instantes.

– ¿Avisamos a un médico?

Los círculos rosados en la cara de la pequeña ya no estaban tan encendidos. El ama le puso una mano en la frente. Todavía caliente, pero menos.

– Veamos cómo pasa la noche. Avisaremos al médico por la mañana.

– Si no hay más remedio.

– Sí, si no hay más remedio.

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– Ya lo habían decidido -dijo la señorita Winter-. Me quedé.

– ¿Cómo se llamaba?

– El ama intentó llamarme Mary, pero no durante mucho tiempo. John me llamaba Sombra porque me pegaba a él como una sombra. Me enseñó a leer en el cobertizo, sirviéndose de catálogos de semillas, pero no tardé en descubrir la biblioteca. Emmeline no me llamaba de ninguna manera. No necesitaba hacerlo, porque yo siempre estaba allí. Solo necesitas nombres para los ausentes.