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Al leer este último párrafo me asombra la inusitada falta de confianza que desprenden mis palabras. El cansancio debe de hacerme pensar así. Una mente fatigada tiende a tomar derroteros infructuosos; no hay nada que una buena noche de sueño no pueda reparar.

Además, el asunto se ha solucionado, pues aquí estoy, escribiendo en el diario desaparecido. Encerré a Emmeline en su habitación durante cuatro horas, al día siguiente fueron seis y ella sabía que al otro serían ocho. El segundo día, al rato de haber bajado después de abrirle la puerta, encontré mi diario en la mesa del aula. Emmeline debió de bajar con mucho sigilo para ponerlo allí, porque no la vi pasar frente a la puerta de la biblioteca camino del aula, a pesar de que la dejé abierta deliberadamente. En cualquier caso, el diario ya me ha sido devuelto. En consecuencia, no hay lugar para la duda.

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Estoy agotada y, sin embargo, no puedo dormir. Oigo pasos por la noche, pero cuando me acerco a la puerta y me asomo al pasillo, no veo a nadie.

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Confieso que me inquietaba -que todavía me inquieta- pensar que este pequeño libro estuvo en otras manos aunque solo fue durante dos días. Imaginar a otra persona leyendo mis palabras me molesta muchísimo. No puedo evitar pensar en las interpretaciones que otra persona podría hacer de algunas cosas que he escrito, pues cuando escribo solo para mí-y lo que escribo es totalmente cierto-, soy menos cuidadosa en mi forma de expresarme, y al escribir tan deprisa puede que a veces me exprese de una manera que podría ser malinterpretada. Recordando algunas cosas que he escrito (el suceso del doctor y el lápiz, tan insignificante que ni merecía la pena mencionarlo), sé que un extraño podría darle una interpretación muy distinta de la que yo pretendía, de manera que me pregunto si debería arrancar esas hojas y destruirlas, pero no quiero hacerlo, pues son las hojas que más deseo conservar, para leerlas en un futuro, cuando sea mayor y esté en otro lugar, y rememore la felicidad que me producía mi trabajo y el reto de nuestro gran proyecto.

¿Por qué no puede una amistad basada en un experimento científico ser fuente de alegría? Que reporte alegría no le resta cientificidad, ¿verdad?

Pero quizá la solución sea dejar de escribir, pues cuando escribo, incluso ahora mientras estoy escribiendo esta frase, esta palabra, soy consciente de la presencia de un lector fantasma que se inclina sobre mi hombro y contempla mi pluma, que tergiversa mis palabras y distorsiona mi significado, haciéndome sentir incómoda incluso en la intimidad de mis propios pensamientos.

Resulta muy enervante exponerse una misma bajo un luz desconocida, aunque se trate de una luz decididamente falsa.

No volveré a escribir.

Desenlaces

El fantasma en el cuento

Con aire pensativo levanté la vista de la última hoja del diario de Hester. Durante la lectura varias cosas habían llamado mi atención, y ya que lo había terminado disponía de tiempo para considerarlas metódicamente.

Oh, pensé.

Oh.

Y después: ¡eureka!

¿Cómo describir mi hallazgo? Comenzó como un vago «y si…», una conjetura disparatada, una ocurrencia inverosímil. En fin… aunque no fuera imposible ¡era absurdo! Para empezar…

Me disponía a poner en orden los sensatos argumentos en contra cuando me detuve en seco; pues mi mente, adelantándose a sí misma en un trascendental acto de premonición, ya se había rendido a esta versión revisada de los hechos. En un solo instante, un instante de vertiginoso y calidoscópico deslumbramiento, la historia que la señorita Winter me había contado se deshizo y rehizo, idéntica en cada acontecimiento, idéntica en cada detalle, pero completa y profundamente diferente. Como esas imágenes que muestran a una joven novia cuando se sostiene la hoja de una manera y a una vieja bruja cuando se sostiene de otra. Como las láminas de puntos que ocultan teteras o caras de payasos o la catedral de Ruán cuando uno ya sabe observarlas. La verdad había estado siempre ahí, pero yo no la había visto hasta entonces.

Durante toda una hora estuve cavilando. De elemento en elemento, considerando los diferentes puntos de vista por separado, repasé cuanto sabía; todo lo que me habían contado y lo que yo había averiguado. Sí, pensé. Y sí, otra vez. Eso y eso, y eso también. Mi nuevo hallazgo reavivó la historia. La historia empezó a respirar. Y mientras respiraba, empezó a enmendarse. Los bordes mellados se alisaron. Las lagunas se llenaron. Las partes ausentes se regeneraron. Los enigmas se resolvieron y los misterios dejaron de serlo.

Finalmente, después de todos los chismorreos y tramas cruzadas, después de todas las cortinas de humo y los espejos trucados y de tanto farol marcado por una u otra parte, por fin sabía.

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Sabía qué vio Hester el día que creyó haber visto un fantasma.

Sabía quién era el niño del jardín.

Sabía quién atacó a la señora Maudsley con un violín.

Sabía quién mató a John-the-dig.

Sabía a quién buscaba Emmeline bajo tierra.

Las piezas empezaron a encajar. Emmeline hablando sola tras una puerta cerrada cuando su hermana estaba en la casa del médico. Jane Eyre, el libro que aparece y reaparece en la historia como un hilo plateado en un tapiz. Comprendí los misterios del marcapáginas errante de Hester, la aparición de La vuelta de tuerca y la desaparición de su diario. Comprendí la extraña decisión de John-the-dig de enseñar a la niña que había profanado su jardín a cuidar de él.

Comprendí a la niña en la neblina, y cómo y por qué salió a la luz. Comprendí cómo una niña como Adeline pudo desvanecerse y ser sustituida por la señorita Winter.

«Voy a contarle una historia sobre dos gemelas», me había dicho la señorita Winter la primera noche en la biblioteca, cuando me disponía a marcharme. Palabras que, con su inesperado eco en mi propia historia, me unieron irresistiblemente a la suya.

«Érase una vez dos bebés…»

Salvo que ahora sabía algo más.

La señorita Winter me había colocado en la dirección correcta esa primera noche, pero yo no había sabido escuchar.

– ¿Cree en los fantasmas, señorita Lea? -me había preguntado-. Voy a contarle una historia de fantasmas.

Y yo había contestado:

– En otra ocasión.

Pero ella me había contado una historia de fantasmas.

Érase una vez dos bebés…

O más exactamente: érase una vez tres bebés.

Érase una vez una casa. La casa tenía un fantasma.

El fantasma era, como suele ocurrir con los fantasmas, casi invisible, mas no era invisible del todo. El cierre de puertas que alguien había dejado abiertas y la abertura de puertas que alguien había dejado cerradas. El movimiento fugaz en un espejo que te hacía levantar la vista. La leve corriente de aire detrás de una cortina cuando no había ninguna ventana abierta. Un pequeño fantasma era el responsable del inesperado traslado de libros de una habitación a otra y del misterioso desplazamiento de marcapáginas de una a otra página. Su mano cogió un diario de un lugar y lo escondió en otro, y más tarde lo devolvió a su sitio. Y si al doblar por un pasillo te asaltaba la extraña idea de que habías estado a punto de ver la suela de un zapato desapareciendo por la esquina del fondo, el fantasma no debía de andar lejos. Y si de pronto notabas en la nuca esa sensación de que alguien te está observando y al levantar la vista encontrabas la estancia vacía, no había duda de que el pequeño fantasma se había escondido en algún lugar de ese vacío.