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Últimamente no escribo mucho en mi diario. Cuando termino por la noche de escribir los informes que preparo a diario sobre la evolución de Emmeline, me siento demasiado cansada para mantener al día la relación de mis actividades. Me he propuesto dejar constancia de estos días y semanas, pues el trabajo de investigación que estoy llevando a cabo con el médico es sumamente importante, pero en años venideros, cuando ya no esté en esta casa, quizá desee mirar atrás y recordar mi día a día.

Tal vez mis esfuerzos con el médico me abran alguna puerta para seguir trabajando en este campo, ya que encuentro el trabajo científico e intelectual más apasionante y más gratificante que todas las demás actividades que he emprendido en mi vida. Esta mañana, por ejemplo, el doctor Maudsley y yo mantuvimos una estimulante conversación sobre el uso que hace Emmeline de los pronombres. Emmeline se muestra cada vez más inclinada a hablarme y su capacidad para comunicarse mejora cada día. No obstante, un aspecto de su habla que se resiste al cambio es el uso persistente de la primera persona del plural. «Fuimos al bosque», dice ella, y yo siempre la corrijo: «Fui al bosque». Como un lorito, ella repite «Fui» después de mí, pero justo en la frase siguiente, insiste en el plural con «Vimos un gatito en el jardín» o alguna frase semejante. Al médico y a mí nos intriga mucho este rasgo suyo tan singular. ¿Se trata sencillamente la traducción de una peculiaridad de su lenguaje de gemelas al inglés, un hábito que se corregirá por sí solo con el tiempo? ¿O la condición de gemela está tan arraigada en Emmeline que incluso en el lenguaje se resiste a tener una identidad diferente de la de su hermana? Le hablé al doctor de los amigos imaginarios que tantos niños trastornados inventan y exploramos las posibles implicaciones. ¿Y si la dependencia de la niña con respecto a su gemela es tan grande que la separación la lleva a buscar consuelo mediante la invención de otra gemela, una compañera ficticia? No llegamos a una conclusión satisfactoria, pero nos separamos con la satisfacción de haber localizado otra futura área de estudio: la lingüística.

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Con Emmeline, el trabajo de investigación y las tareas domésticas que requieren mi atención me resulta imposible dormir las horas necesarias, y pese a mis reservas de energía, que mantengo mediante el ejercicio y una dieta saludable, advierto los síntomas de la falta de sueño: me irrito yo sola cuando coloco algo en un lugar y olvido dónde lo he dejado; cuando abro mi libro por la noche, el marcapáginas indica que la noche anterior debí de pasar las páginas a ciegas, pues no guardo recuerdo ninguno de los acontecimientos de esa página o la anterior. Esos pequeños fastidios y mi cansancio permanente son el precio que tengo que pagar por el lujo de trabajar estrechamente con el médico en nuestro proyecto.

En fin, no es acerca de eso de lo que quiero escribir. Mi intención es escribir sobre nuestro trabajo; no sobre nuestros hallazgos, que aparecen exhaustivamente documentados en nuestros artículos, sino sobre el funcionamiento de nuestras mentes, la facilidad con que el médico y yo nos compenetramos, la forma en que nuestro entendimiento instantáneo hace que casi podamos prescindir de las palabras. Si, por ejemplo, estamos concentrados en establecer los cambios en el patrón de sueño de nuestros respectivos sujetos y el médico desea llamar mi atención hacia un aspecto concreto, no necesita decírmelo, pues yo siento su mirada, siento cómo me llama su mente, y levanto la cabeza de mi trabajo, preparada para que me señale justo eso que desea señalarme.

Los escépticos podrían considerarlo mera coincidencia, o sospechar que mi imaginación convierte una anécdota casual en un suceso habitual, pero he podido comprobar que cuando dos personas trabajan estrechamente en un proyecto conjunto -dos personas inteligentes, quiero decir- se crea entre ellas un vínculo de comunicación que puede favorecer su trabajo. Mientras están enfrascados en una labor conjunta son sensibles y conscientes de los más mínimos movimientos del otro y, por consiguiente, pueden interpretarlos, y sin ver siquiera el menor de los movimientos. Esa capacidad mutua no supone una distracción; es más, sucede todo lo contrario, favorece la tarea, pues se acelera la velocidad de nuestro entendimiento. Añadiré un ejemplo sencillo, nimio en sí mismo pero representativo de muchos otros. Esta mañana estaba concentrada en las anotaciones del médico sobre Adeline, tratando de vislumbrar un patrón de conducta en la niña. Cuando fui a alcanzar un lápiz para escribir unas observaciones en el margen, sentí que la mano del médico rozaba la mía y me pasaba el lápiz que necesitaba. Levanté la vista para darle las gracias, pero él estaba enfrascado en sus papeles, totalmente ajeno a lo que acababa de suceder. Así trabajamos juntos: mentes y manos siempre compenetradas, siempre adelantándose a las necesidades y los pensamientos del otro. Y cuando estamos separados, que es la mayor parte del día, estamos siempre pensando en pequeños detalles relacionados con el proyecto o en observaciones sobre aspectos generales de la vida y la ciencia, lo que demuestra lo válidos que somos para esta empresa conjunta.

Pero tengo sueño, así que aunque podría extenderme en las alegrías que me reporta ser coautora de un trabajo de investigación, ya es hora de que me acueste.

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Hace casi una semana que no escribo, pero no expondré aquí las excusas habituales: mi diario desapareció.

Hablé de ello con Emmeline -amable y con severidad, con promesas de chocolate y amenazas de castigo (y sí, mis métodos han fracasado, pero francamente, la pérdida de un diario duele en lo más íntimo)-, aunque sigue negándolo todo. Sus negativas son coherentes y muestran muchos signos de buena fe. Otra persona que no estuviera al tanto de las circunstancias la habría creído. Conociéndola como la conozco, hasta a mi me sorprendió el hurto, y me cuesta encontrarle una explicación dentro de su evolución general. No sabe leer y no le interesan las ideas o las vidas interiores ajenas, salvo en la medida en que le afecten directamente. ¿Para qué querría mi diario? Parece ser que el brillo de la cerradura la tentó. Su pasión por las cosas brillantes no ha disminuido; tampoco intento atenuarla, pues es una pasión por lo general inofensiva; pero estoy decepcionada con ella.

Si me guiara únicamente por sus negativas y su carácter, llegaría a la conclusión de que es inocente. La cuestión es que no pudo robarlo nadie más.

¿John? ¿La señora Dunne? Incluso suponiendo que los sirvientes hubieran deseado robarme el diario -una hipótesis que no contemplo ni un segundo-, recuerdo bien que ambos estaban trabajando en otro lugar de la casa cuando este desapareció. Ante la posibilidad de que podría estar equivocada, dirigí la conversación hacia sus actividades: John me confirmó que la señora Dunne pasó toda la mañana en la cocina («Armando mucho barullo», me dijo) y ella me confirmó que John estaba en la cochera reparando ese «viejo trasto ruidoso». No puede haber sido ninguno de ellos.

Y así, tras eliminar al resto de sospechosos, me veo obligada a creer que fue Emmeline.

Sin embargo, me sigue asaltando la duda. Recuerdo su cara como si la estuviera viendo ahora -tan inocente, tan afligida por la acusación- y me veo obligada a preguntarme si existe algún otro factor en juego que no he tenido en cuenta. Cuando contemplo el asunto desde ese ángulo, siento un profundo desasosiego: de repente me asalta el presentimiento de que ninguno de mis planes está destinado a llegar a buen puerto. ¡Desde que llegué a esta casa he tenido algo en contra! ¡Algo que aspira a que fracasen todos los proyectos que emprendo y quiere que termine sintiéndome frustrada! He repasado una y otra vez cada una de mis reflexiones, examinado detenidamente mi razonamiento lógico; aunque no consigo encontrar ningún defecto, me asalta la duda… ¿Qué será ese impedimento que no logro ver?