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Detrás del grupo habían levantado una carpa blanca que cubría una parte del solar. La casa había desaparecido, pero por la ubicación de la cochera, el camino de grava y la iglesia, deduje que era el lugar donde había estado situada la biblioteca. Junto a la carpa, uno de los obreros y un hombre que supuse era el capataz estaban charlando con otros dos individuos. Uno vestía traje y abrigo; el otro, un uniforme de policía. En esos momentos estaba hablando el capataz, apresuradamente, negando y asintiendo con la cabeza, pero cuando el hombre del abrigo formuló una pregunta, se dirigió al obrero, y cuando este contestó, los otros tres le observaron con atención.

El obrero no parecía notar el frío. Hablaba con frases cortas; durante sus largas y frecuentes pausas los demás no decían nada, solo le miraban pacientemente y con atención. En un momento dado señaló con un dedo la máquina e imitó el movimiento de la dentada mandíbula mordiendo el suelo. Después se encogió de hombros, frunció el entrecejo y se pasó la mano por los ojos, como si quisiera borrar la imagen que acababa de rememorar.

En un costado de la carpa se abrió una portezuela. Un quinto hombre salió y se unió al grupo. Tras intercambiar unas palabras con semblante grave, el capataz se acercó al grupo de obreros y habló con ellos. Los hombres asintieron y, como si lo que acabaran de oír fuera exactamente lo que estaban esperando, procedieron a recoger los cascos y termos que descansaban a sus pies y se dirigieron a los coches aparcados junto a las verjas de la casa del guarda. El policía uniformado se colocó frente a la entrada de la carpa, de espaldas a la portezuela, y el otro condujo al obrero y su capataz hacia el coche de policía.

Bajé lentamente la cámara, pero seguí contemplando la carpa. Conocía ese lugar; yo misma había estado allí. Recordaba la desolación de la biblioteca profanada; los estantes caídos, las vigas estrelladas contra el suelo, mí estremecimiento al tropezar con la madera quemada y partida.

En esa habitación había habido un cuerpo, sepultado bajo páginas abrasadas, con una estantería como féretro. Una tumba oculta y protegida durante medio siglo por las vigas desplomadas.

No pude evitar la ocurrencia. Yo había estado buscando a alguien y al parecer acababan de encontrarlo. La simetría era irresistible. ¿Cómo no relacionar una cosa con otra? Pero Hester se había marchado hacía un año. ¿Qué razones habría tenido para regresar? Entonces me asaltó una idea, cuya simplicidad me indujo a pensar que podía ser cierta.

¿Y si Hester nunca se había marchado?

Cuando alcancé la linde del bosque vi a los dos niños rubios bajando desconsoladamente por el camino. Caminaban dando bandazos y traspiés; la tierra estaba cubierta de surcos negros abiertos por los pesados vehículos de los obreros y no iban mirando por dónde pisaban. Caminaban mirando por encima de sus hombros, hacia el lugar de donde venían.

Fue la niña la que, tropezando y a punto de caer, volvió la cabeza y me vio primero. Se detuvo. Cuando su hermano me vio, se dirigió a mí con aire de suficiencia.

– No puede acercarse. Lo ha dicho el policía.

– Entiendo.

– Han puesto una carpa -añadió tímidamente la niña.

– La he visto -le dije.

Bajo el arco de las verjas de la casa del guarda apareció la madre. Jadeaba ligeramente.

– ¿Estáis bien? Vi el coche de la policía en The Street. -Luego, dirigiéndose a mí-: ¿Qué ocurre?

La niña contestó en mi lugar.

– Los policías han puesto una carpa. No podemos acercarnos. Dicen que tenemos que irnos a casa.

La mujer rubia levantó la vista hacia el solar y al ver la carpa arrugó la frente.

– ¿No es eso lo que hacen cuando…? -No terminó la pregunta delante de los niños, pero yo sabía qué quería decir.

– Creo que eso es lo que ha ocurrido -dije. Percibí su deseo de atraer hacia sí a sus hijos, para tranquilizarse, pero se limitó a ajustar la bufanda del niño y apartarle a su hija el pelo de los ojos.

– En marcha -dijo-. Hace demasiado frío para estar a la intemperie. Vamos a casa a tomar un chocolate caliente.

Los niños atravesaron las verjas y echaron a correr por The Street. Una cuerda invisible los mantenía unidos, les permitía rodearse mutuamente o salir despedidos en cualquier dirección sabiendo que el otro estaría ahí, en el otro extremo de la cuerda.

Su madre se detuvo a mi lado.

– Me parece que a usted tampoco le iría mal un chocolate caliente. Está blanca como un fantasma.

Echamos a andar detrás de los niños.

– Me llamo Margaret -dije-. Soy amiga de Aurelius Love.

Ella sonrió.

– Soy Karen. Cuido de los ciervos.

– Lo sé. Aurelius me lo dijo.

La niña fue a abalanzarse sobre su hermano y este se desvió hacia la carretera para esquivarla.

– ¡Thomas Ambrose Proctor! -gritó mi compañera-. ¡Vuelve a la acera!

Al oír el nombre di un respingo.

– ¿Cómo ha llamado a su hijo?

La madre del niño me miró con curiosidad.

– Lo digo porque… un hombre llamado Proctor trabajó hace años aquí.

– Era mi padre, Ambrose Proctor.

Tuve que detenerme para poder pensar con claridad.

– ¿Ambrose Proctor, el muchacho que trabajaba con John-the-dig, era su padre?

– ¿John-the-dig? ¿Se refiere a John Digence? Sí, fue el hombre que le consiguió el trabajo a mi padre. Pero eso fue mucho antes de que yo viniera a este mundo. Mi padre tenía más de cincuenta años cuando yo nací.

Lentamente reanudé mis pasos.

– Si no le importa, acepto la invitación a un chocolate caliente. Tengo algo que enseñarle.

Retiré lo que me había servido de marcapáginas en el diario de Hester. Karen sonrió en cuanto sus ojos se posaron en la foto; el rostro serio de su hijo, lleno de orgullo bajo la visera del casco, con los hombros rígidos y la espalda recta.

– Recuerdo el día que llegó a casa y dijo que se había puesto un casco amarillo. Le encantará tener la foto.

– Su patrona, la señorita March, ¿ha visto alguna vez a Tom?

– ¿Que si ha visto a Tom? ¡Claro que no! En realidad hay dos señoritas March. Tengo entendido que una de ellas es un poco retrasada, de modo que es la otra la que dirige la finca. Aunque lleva una vida bastante recluida; no ha vuelto a Angelfield desde el incendio. Ni siquiera yo la he visto. El poco contacto que tenemos con ellas siempre es a través de sus abogados.

Karen estaba ante el fogón, esperando a que la leche se calentara, por la pequeña ventana que tenía a sus espaldas se divisaba el jardín y, más allá, los prados por los que Adeline y Emmeline habían arrastrado el cochecito de Merrily con el bebé dentro. Contadísimos paisajes podían haber cambiado tan poco.

Debía tener cuidado de no revelar demasiado. Karen parecía desconocer que su señorita March de Angelfield era también la señorita Winter, cuyos libros había visto en la librería del vestíbulo al entrar.

– El caso es que trabajo para la familia Angelfield -expliqué-. Estoy escribiendo sobre la infancia de las señoritas March, y cuando le enseñé a su patrona algunas fotos de la casa, tuve la impresión de que reconocía a su hijo.

– No puede ser. A menos que…

Karen examinó de nuevo la fotografía y llamó a su hijo, que estaba en la habitación contigua.

– ¿Tom? Tom, trae la foto de la repisa de la chimenea, ¿quieres? La del marco de plata.

Tom entró en la cocina con un marco y seguido de su hermana.

– Mira -le dijo Karen-, esta señora tiene una fotografía tuya.

El pequeño esbozó una sonrisa de felicidad al verse en la foto.

– ¿Puedo quedármela?

– Sí -dije.

– Enséñale a Margaret la fotografía de tu abuelo.

Tom rodeó la mesa y me tendió tímidamente la foto enmarcada.

Era una fotografía antigua de un hombre muy joven, apenas un muchacho, de unos dieciocho años, tal vez menos. Estaba de pie junto a un banco, con unos tejos podados en el fondo. Reconocí el lugar al instante: el jardín de las figuras. El muchacho se había quitado la gorra, la sostenía en la mano, e imaginé el movimiento que había hecho, retirándose la gorra con una mano y secándose la frente con el antebrazo de la otra. Tenía la cabeza ligeramente echada hacia atrás tratando de no dejarse deslumbrar por el sol. Llevaba la camisa arremangada por encima de los codos y el botón superior abierto, pero tenía la raya de los pantalones perfectamente planchada y se había limpiado sus pesadas botas para la foto.