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Preferiría que la señora Dunne no me cambiara los libros de sitio. ¿Cuántas veces tendré que decirle que no he terminado con un libro hasta que he acabado de leerlo? Y si tiene que cambiarlo de sitio, ¿por qué no lo devuelve a la biblioteca, el lugar de donde salió? ¿Qué sentido tiene dejarlo en la escalera?

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He tenido una conversación curiosa con John, el jardinero.

Es un hombre muy trabajador, ahora que está reparando sus figuras está más animado, y por lo general su presencia es útil en la casa. Bebe té y charla en la cocina con la señora Dunne; a veces los encuentro hablando en voz baja, lo que me hace pensar que ella no está tan sorda como quiere hacer creer. Si no fuera por su avanzada edad, pensaría que ella y John tienen algún tipo de relación amorosa, pero como eso queda descartado, no logro explicarme cuál es su secreto. Muy a mi pesar, porque ella y yo estamos de acuerdo en la mayoría de las cosas, creo que aprueba mi presencia en la casa -aunque poco importaría si no lo hiciera-, planteé el asunto a la señora Dunne, y me dijo que solo hablaban de asuntos domésticos, de los pollos que había que matar, de las patatas que había que desenterrar y demás. «¿Por qué hablan tan bajo?», insistí, y me dijo que no hablaban bajo, al menos no especialmente. «Pero usted no me oye cuando le hablo bajo», dije, y me contestó que las voces nuevas se le hacen más difíciles que las voces a las que ya está acostumbrada, y que si entiende a John cuando habla bajo es porque conoce su voz desde hace muchos años, y la mía apenas desde hace un par de meses.

Había olvidado el asunto de las voces bajas en la cocina, hasta este nuevo y extraño encuentro con John. Hace unos días estaba dando un paseo por el jardín justo antes de la comida cuando vi de nuevo al niño que estaba desherbando el arriate debajo de la ventana del aula. Miré mi reloj y, una vez más, era en horario escolar. El niño no me vio porque los árboles me tapaban. Me quedé un rato observándolo. No estaba trabajando, sino despatarrado en la hierba, concentrado en algo que había en ella, justo debajo de su nariz. Llevaba puesto el mismo sombrero flexible. Caminé hacia él con la intención de preguntarle su nombre y hablarle de la importancia de la educación, pero en cuanto me vio se levantó de un salto, se llevó una mano a la cabeza para sujetarse el sombrero y echó a correr a una velocidad increíble. Su sobresalto era prueba suficiente de su culpabilidad. El niño sabía perfectamente que debía estar en el colegio. Mientras corría creí ver que llevaba un libro en la mano.

Fui a ver a John y le dije lo que pensaba. Le dije que no permitiría que ningún niño trabajara para él en horas de colegio, que era un error malograr su educación por los pocos peniques que ganaba y que si sus padres no estaban de acuerdo, iría a verlos en persona. Le dije que si hacían falta más manos para trabajar el jardín hablaría con el señor Angelfield y emplearíamos a otro hombre. Ya había planteado esa posibilidad, la de contratar más personal tanto para el jardín como para la casa, pero John y la señora Dunne se habían mostrado tan contrarios a la idea que decidí que sería mejor esperar a estar más familiarizada con el funcionamiento de la casa.

John se limitó a menear la cabeza, negando estar al corriente de la existencia de ese niño. Cuando le recalqué que lo había visto con mis propios ojos, dijo que debía de ser cualquier niño del pueblo merodeando, que sucedía de vez en cuando, que él no era el responsable de todos los niños del pueblo que hacían novillos y aparecían en el jardín. Le dije entonces que había visto al niño en otra ocasión, el día de mi llegada, y que en esa ocasión era evidente que estaba trabajando. John se limitó a apretar los labios y repetir que no había visto a ningún niño, que todo el que quisiera desherbar su jardín sería bienvenido, pero que no había ningún niño.

Enfadada, cosa de la que no me arrepiento, le dije que le contaría el asunto a la maestra del colegio y que hablaría directamente con los padres y solucionaría el problema con ellos. John se limitó a agitar la mano, como diciendo que no era asunto suyo y que hiciera lo que quisiera (y desde luego que lo haré). Estoy segura de que conoce a ese niño y me escandaliza su negativa a ayudarme en mi deber para con él. No es propio de John poner dificultades, pero supongo que él mismo entró como aprendiz de jardinero siendo un niño y considera que eso no le perjudicó. En las zonas rurales tales actitudes tardan en desaparecer.

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Estaba absorta en el diario. Los obstáculos a la legibilidad me obligaban a leer despacio, detenerme ante los escollos, servirme de toda mi experiencia, conocimientos e imaginación para dar cuerpo a las palabras fantasma, pero esas dificultades no conseguían frenarme, sino todo lo contrario. Los márgenes difuminados, las ilegibilidades, las palabras emborronadas parecían llenas de vida, rebosantes de significado.

Mientras leía ensimismada, en otra parte de mi mente se estaba fraguando una decisión. Cuando el tren entró en la estación donde debía apearme para mi transbordo advertí que la decisión ya me había tomado a mí; por lo visto, mi destino ya no era mi casa. Era Angelfield.

En el tren regional a Banbury había tantos pasajeros que regresaban para las fiestas navideñas que no pude sentarme, y nunca leo de pie. Con cada bandazo del tren, con cada empellón y tropezón de mis compañeros de viaje, sentía el rectángulo del diario de Hester clavado en mi pecho. Solo había leído la mitad. El resto podía esperar.

«¿Qué fue de ti, Hester? -pensé-. ¿Adonde demonios fuiste?»

Demoler el pasado

Las ventanas me mostraron una cocina vacía, y cuando rodeé la casa y llamé a la puerta principal no apareció nadie. ¿Podría haberse marchado? Mucha gente viaja en esa época del año, pero van a ver a sus familias, de modo que Aurelius, que no tenía familiares, se habría quedado. Con retraso, caí en la cuenta del motivo de su ausencia: probablemente estaría repartiendo tartas para las fiestas navideñas. ¿Dónde si no podía estar el responsable de un catering la víspera de Navidad? Decidí volver más tarde. Metí en el buzón la tarjeta que había comprado en una tienda próxima a la estación y eché a andar por el bosque en dirección a la casa de Angelfield.

Hacía frío; la temperatura había bajado lo suficiente para que nevara. El suelo estaba escarchado y el cielo aparecía peligrosamente blanco. Avivé el paso. Con la cara envuelta por la bufanda hasta la altura de la nariz, enseguida entré en calor.

Al llegar al claro me detuve. A lo lejos, en el solar, vislumbré una actividad desacostumbrada. Fruncí el entrecejo. ¿Qué estaba ocurriendo? Llevaba la cámara colgada del cuello, debajo del abrigo; el frío se coló al desabrocharme los botones. Contemplé la escena a través del objetivo. Había un coche de policía en la entrada. Los vehículos y las máquinas estaban parados y los obreros estaban concentrados en un grupo. Parecía haber dejado de trabajar hacía un buen rato, pues estaban frotándose las manos y pateando el suelo con los pies para calentarlos. Tenían el casco en el suelo o colgando del codo sujeto por la correa. Un hombre pasó un paquete de cigarrillos. De vez en cuando alguno hacía un comentario aislado, pero no estaban conversando. Traté de leer la expresión de sus caras. ¿Aburrimiento? ¿Preocupación? ¿Curiosidad? Estaban de cara al bosque y a mi objetivo, pero de vez en cuando alguien echaba una ojeada por encima del hombro hacia el escenario que tenían a su espalda.