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Yo amaba a Emmeline.

Y creo que Emmeline también me amaba. Pero amaba más a Adeline.

Es doloroso amar a una gemela. Cuando Adeline estaba, el corazón de Emmeline se sentía completo. No me necesitaba, y yo quedaba fuera, me convertía en algo superfluo, un desecho, una mera observadora de las gemelas y su relación de gemelas.

Únicamente cuando Adeline se marchaba a deambular sola se abría un espacio en el corazón de Emmeline para otra persona. Entonces su tristeza era mi dicha. Poco a poco la sacaba de su soledad ofreciéndole hilos de plata o baratijas brillantes, hasta que casi olvidaba que la habían dejado sola y se entregaba a la amistad y la compañía que yo podía brindarle. Jugábamos a cartas delante de la chimenea, cantábamos y charlábamos. Juntas éramos felices.

Hasta que Adeline regresaba. Enfurecida de frío y hambre, irrumpía violentamente en la casa y en ese momento nuestro mundo tocaba a su fin y yo volvía a quedar excluida.

No era justo. Aunque Adeline le pegaba y le tiraba del pelo, Emmeline la amaba. Aunque Adeline la dejaba sola, Emmeline la amaba. Nada de lo que Adeline hiciera podía cambiarlo, porque el amor de Emmeline era incondicional. ¿Y yo? Tenía el pelo cobrizo, como Adeline. Tenía los ojos verdes, como Adeline. Cuando Adeline no estaba dejaba que todos me confundieran con ella, pero nunca conseguía engañar a Emmeline. Su corazón sabía la verdad.

Emmeline tuvo el bebé en enero.

Nadie se enteró. Durante su embarazo se había vuelto perezosa; para ella no era ningún sacrificio ceñirse a los confines de la casa. No le importaba no salir; bostezando recorría la biblioteca, la cocina, el dormitorio. Nadie reparaba en su reclusión, y era lógico. La única persona que nos visitaba era el señor Lomax, y siempre venía los mismos días y a las mismas horas. Quitarla de en medio cuando el hombre llamaba a la puerta era pan comido.

Apenas nos relacionábamos con otras personas. Nosotros mismos nos abastecíamos de carne y hortalizas. No superé mi aprensión a matar gallinas, pero aprendí a hacerlo. En cuanto a otros alimentos, yo misma iba a la granja en persona para recoger queso y leche, y cuando la tienda enviaba a un muchacho en bicicleta con nuestro pedido una vez por semana, salía a recibirlo al camino y yo cargaba la cesta hasta casa. Me dije que sería conveniente que alguien viera de vez en cuando a la otra gemela. Un día en que Adeline parecía tranquila le di una moneda y la envié a recibir al muchacho. «Hoy me ha tocado la otra -imaginé que diría al regresar a la tienda-, la rara.» Me pregunté qué pensaría el médico si el comentario del muchacho llegara a sus oídos, pero se enteró en un momento en que ya no me servía Adeline. El embarazo de Emmeline le estaba afectando de una forma curiosa: por primera vez en su vida Adeline tenía hambre. De ser un saco de huesos descarnado pasó a desarrollar curvas recias y pechos turgentes. En ocasiones -en la penumbra, desde ciertos ángulos- durante un instante ni siquiera yo podía diferenciarlas. Por esa razón algún que otro miércoles por la mañana me hice pasar por Adeline. Me alborotaba el pelo, me ensuciaba las uñas, adoptaba una expresión tensa y agitada y bajaba por el camino de grava para recibir al muchacho de la bicicleta. En cuanto veía la velocidad de mis pasos, se daba cuenta de que era la otra y yo notaba que sus dedos se cerraban nerviosos alrededor del manillar. Disimulando que me miraba, el muchacho me tendía la cesta, se guardaba la propina en el bolsillo y se alegraba de irse. A la semana siguiente, cuando le recibía representando mi propio papel, su sonrisa abierta manifestaba un gran alivio.

Ocultar el embarazo no resultó difícil, pero los meses de espera fueron, para mí, meses de angustia. Era consciente de los peligros que podía entrañar el alumbramiento. La madre de Isabelle no había sobrevivido a su segundo parto, y apenas lograba quitármelo de la cabeza unas cuantas horas. No quería ni pensar en la posibilidad de que Emmeline sufriera, de que su vida corriera peligro. Por otro lado, el médico no se había comportado como un amigo y no lo quería por casa. Después de haber examinado a Isabelle, se la había llevado. No podía permitir que hiciera lo mismo con Emmeline. Había separado a Emmeline y Adeline. No podía permitir que hiciera lo mismo con Emmeline y conmigo. Además, la visita del médico implicaría inevitables complicaciones. Y aunque finalmente se había convencido -pese a no entenderlo- de que la niña en la neblina había atravesado el caparazón de la muda e inerte Adeline que había pasado varios meses en su casa, si llegaba a darse cuenta de que en la casa Angelfield había tres muchachas, no tardaría en atar cabos. Para una sola visita, para el parto propiamente dicho, podía encerrar a Adeline en el viejo cuarto de los niños, pero en cuanto se supiera que en la casa había un bebé, no pararíamos de recibir visitas. Sería imposible mantener nuestro secreto.

Yo era consciente de mi frágil situación. Sabía que pertenecía a esa casa, sabía que ese era mi lugar. No tenía más hogar que Angelfield, ni más amor que Emmeline, ni más vida que mi vida allí, pero me daba cuenta de lo endeble que podría parecer mi reivindicación. ¿Qué amigos tenía? Difícilmente podía esperar que el médico hablara en mi nombre, y aunque el señor Lomax me trataba con amabilidad, en cuanto supiera que me había hecho pasar por Adeline, su actitud, inevitablemente, cambiaría. El cariño que Emmeline y yo nos teníamos no serviría para nada.

Emmeline, ignorante y tranquila, dejaba que sus días de confinamiento transcurrieran con placidez. Yo, por mi parte, vivía torturada por la indecisión. ¿Cómo mantener a Emmeline a salvo? ¿Cómo mantenerme a mí misma a salvo? Cada día posponía la decisión para el día siguiente. Durante los primeros meses tuve la certeza de que con el tiempo se resolvería esa situación. ¿Acaso no había salvado ya toda clase de dificultades? Sin duda, también esa situación tendría arreglo; pero a medida que se acercaba el día del parto el problema se hacía más acuciante y no me sentía más preparada para tomar una decisión. Durante el transcurso de un minuto pasaba de coger mi abrigo para ir a casa del médico y contárselo todo a decirme que así revelaría mí existencia y que revelar mi existencia solo podía conducir a mi destierro. Mañana, me decía, mientras devolvía el abrigo al perchero. Mañana pensaré en algo.

Y mañana ya fue muy tarde.

Me despertó un grito. ¡Emmeline!

No era Emmeline quien gritaba. Emmeline estaba resoplando y jadeando, gruñendo y sudando como una bestia, con los ojos fuera de las órbitas y enseñando los dientes, pero no gritaba. Tragándose su dolor lo transformaba en fuerza dentro de ella. El grito que me había despertado y los gritos que seguían retumbando en toda la casa no eran suyos, sino de Adeline, y no cesaron hasta el amanecer, cuando Emmeline trajo al mundo a un varón.

Era el siete de enero.

Emmeline se durmió con una sonrisa en los labios.

Bañé al bebé, que abrió los ojos de par en par, sorprendido por el contacto con el agua caliente.

Salió el sol.

El momento para las decisiones ya había pasado, no había decidido nada, pero ahí estábamos, superado el desastre, sanas y salvas.

Mi vida podía continuar.