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– ¿Está enferma? Entonces debes llevarme hasta ella. ¡Enseguida!

– No está enferma exactamente. -¿Cómo explicárselo?-. Sufrió heridas en el incendio, Aurelius. No solo en la cara, también en la mente.

Aurelius registró este nuevo dato, lo añadió a su depósito de pérdida y dolor y, cuando habló de nuevo, lo hizo con solemne determinación.

– Llévame hasta ella.

¿Fue mi enfermedad lo que dictó mi respuesta? ¿Se debió a que fuera mi cumpleaños, o a mi propia orfandad materna? Puede que esos factores tuvieran algo que ver, pero más importante que todos ellos fue la expresión de Aurelius mientras aguardaba mi respuesta. Existían muchas razones para negarme a su petición, pero, frente a la fuerza de su anhelo, perdieron toda su fuerza.

Y acepté.

Reencuentro

El baño contribuyó al proceso de descongelación, pero no consiguió mitigar el dolor que sentía detrás de los ojos. Descarté la idea de trabajar el resto de la tarde y me metí en la cama, cubriéndome con las mantas hasta las orejas. Dentro seguí tiritando. En un sueño poco profundo tuve extrañas visiones. De Hester y mi padre, de las gemelas y mi madre, visiones donde uno tenía la cara de otro, donde uno era otro disfrazado; incluso mi propia cara me aterrorizaba, porque se distorsionaba y alteraba: unas veces era yo, otras era otra persona. Entonces en el sueño aparecía la brillante cabeza de Aurelius: él mismo, siempre él mismo, solo él mismo, sonriéndome, y los fantasmas se desvanecieron. La oscuridad se cerró sobre mí como agua y me sumergí en las profundidades del sueño.

Desperté con dolor de cabeza, con dolores en las extremidades, las articulaciones y la espalda. Un cansancio que nada tenía que ver con el esfuerzo o la falta de sueño tiraba de mí y me entorpecía el pensamiento. La oscuridad era más intensa. ¿Se me había pasado la hora de mi cita con Aurelius? Esa posibilidad estuvo haciéndome señas pero desde muy lejos, y tuvieron que transcurrir muchos minutos antes de poder incorporarme para mirar el reloj. Durante el sueño un sentimiento indefinido se había formado en mí interior -¿temor?, ¿nostalgia?, ¿excitación?- y había despertado en mí la expectación. ¡El pasado estaba volviendo! Mi hermana se hallaba cerca. Estaba segura de ello. No podía verla, no podía olerla, pero mi oído interno, sintonizado siempre con ella y solo con ella, había captado su vibración, una vibración que me llenaba de una dicha oscura y profunda.

No necesitaba posponer mi cita con Aurelius. Mi hermana me encontraría allá donde yo estuviese. ¿Acaso no era mi gemela? En realidad todavía faltaban treinta minutos para reunirme con Aurelius en la puerta del jardín. Salí con dificultad de la cama y, demasiado cansada y aterida para quitarme el pijama, me puse encima una falda gruesa y un jersey. Abrigada como una niña en una noche en que hay fuegos artificiales, bajé a la cocina. Judith me había dejado un plato de comida, pero no tenía hambre. Me quedé diez minutos sentada ante la mesa, ansiando cerrar los ojos pero resistiéndome a ello por miedo a rendirme al sopor que tiraba de mi cabeza hacia la dura superficie de la mesa.

Cuando faltaban cinco minutos para la hora, abrí la puerta de la cocina y salí al jardín.

Ni una luz en la casa, ni una estrella. Avancé a trompicones en la oscuridad; la tierra blanda bajo los pies y el roce de hojas y ramas me indicaban cuándo me había salido del camino. Sin haberla advertido, una rama me arañó la cara y cerré los ojos para protegerlos. Dentro de mi cabeza sentí una vibración, dolorosa y eufórica a la vez. Enseguida la reconocí; era su canción. Mi hermana estaba en camino.

Llegué al lugar de la cita. La oscuridad tembló. Era Aurelius. Mi mano chocó torpemente con él, luego notó que la sostenían.

– ¿Te encuentras bien?

Oí la pregunta, pero muy vagamente.

– ¿Tienes fiebre?

Las palabras estaban ahí, pero qué curioso que carecieran de significado.

Me habría gustado hablarle de las maravillosas vibraciones, contarle que mi hermana se estaba acercando, que en cualquier momento aparecería allí, a mi lado. Lo sabía, lo sabía por el calor que despedía la marca en mi costado. Pero el sonido blanco de mi hermana se interponía entre mis palabras y yo, enmudeciéndome.

Aurelius me soltó para quitarse un guante y noté su palma, extrañamente fría, en mi frente.

– Deberías estar en la cama -dijo.

Tiré débilmente de su manga y Aurelius me siguió por el jardín con la misma suavidad que se desliza una estatua sobre ruedas.

No recuerdo que llevara las llaves de Judith en mi mano, pero debí de haberlas cogido. Y debimos de recorrer los largos pasillos hasta el apartamento de Emmeline, aunque también ese recuerdo se ha borrado de mi memoria. Sí recuerdo la puerta, pero la imagen que aparece en mi mente es que se abrió despacio y por su propio impulso, lo cual sé que es imposible. Seguro que la abrí con la llave, pero esa porción de realidad se ha perdido y la imagen de la puerta abriéndose sola es la única que permanece en mi memoria.

Mi recuerdo de lo que ocurrió esa noche en los aposentos de Emmeline es fragmentario. Lapsos enteros de tiempo se han desmoronado sobre sí mismos mientras que otros acontecimientos parecen, según mi memoria, haber sucedido una y otra vez. Ante mí aparecen caras y expresiones aterradoramente grandes, y a lo lejos, Emmeline y Aurelius cual diminutas marionetas. Me encontraba poseída, adormilada, aterida y distraída durante todo el episodio por una única y abrumadora obsesión: mi hermana.

Recurriendo a la razón y la lógica he tratado de ordenar de manera coherente las imágenes que mi mente registró de modo incompleto y caprichoso, como suceden los acontecimientos en un sueño.

Aurelius y yo entramos en los aposentos de Emmeline. La gruesa moqueta ahogaba el sonido de nuestras pisadas. Cruzamos una puerta y luego otra, hasta que llegamos a una estancia con una puerta abierta que daba al jardín. De pie en el umbral, de espaldas a nosotros, había una figura de pelo blanco. Estaba tarareando. La-la-la-la-la. El mismo fragmento suelto de una melodía, sin comienzo, sin resolución, que me había perseguido desde mi llegada a la casa. Las notas consiguieron colarse en mi cabeza, donde compitieron con la aguda vibración de mi hermana. Aurelius, a mi lado, estaba esperando a que yo anunciara nuestra presencia a Emmeline, pero yo no podía hablar. El mundo se había reducido a un ululato insoportable en mi cabeza; el tiempo se convirtió en un segundo eterno; estaba muda. Me llevé las manos a los oídos, luchando por atenuar el caos de sonidos. Al ver mi gesto, Aurelius exclamó:

– ¡Margaret!

Y al oír una voz desconocida a su espalda, Emmeline se da la vuelta.

Sobresaltada, la angustia se apodera de sus ojos verdes. Su boca sin labio forma una O contrahecha, pero el tarareo no cesa, solo cambia de dirección y se alza en un lamento agudo que siento como un cuchillo en la cabeza.

Aurelius se vuelve conmocionado hacia Emmeline y el rostro destrozado de esa mujer que es su madre lo paraliza. Como unas tijeras, el sonido que sale de su boca corta el aire.

Durante un rato permanezco sorda y ciega. Cuando vuelvo a ver, Emmeline está de cuclillas en el suelo, su lamento ya no es más que un sollozo. Aurelius se arrodilla a su lado. Las manos de ella lo buscan; no sé si su intención es estrecharlo o rechazarlo, pero él le coge una mano y la retiene en la suya.

Mano con mano. Sangre con sangre.

Él es un monolito de desolación.

Dentro de mi cabeza, todavía siento un tormento de sonido blanco, vivo.

Mi hermana… Mi hermana…

El mundo retrocede y me descubro sola en medio de un ruido torturador.

Aun cuando no pueda recordarlo sé lo que sucedió después. Aurelius suelta con ternura a Emmeline al oír pasos en el vestíbulo. Se oye una exclamación cuando Judith se percata de que no tiene las llaves. En el tiempo que tarda en ir a buscar otro juego -probablemente las llaves de Maurice- Aurelius sale como una flecha por la puerta del jardín y desaparece en la noche. Cuando Judith entra finalmente en la habitación, mira a Emmeline, que está en el suelo, y luego, con un grito de alarma, se acerca a mí.