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– ¿Alguna vez ha tenido un hijo, señorita Winter?

– Santo Dios, qué pregunta. Claro que no. ¿Se ha vuelto loca, muchacha?

– ¿Y Emmeline?

– Tenemos un trato, ¿recuerda? Nada de preguntas. -Y cambiando la expresión del rostro, se inclinó hacia delante y me observó con detenimiento-. ¿Está enferma?

– No, creo que no.

– Pues por lo que parece ahora no está en condiciones de trabajar.

Era una despedida.

De vuelta en mi cuarto, pasé una hora aburrida, inquieta, asediada por mí misma. Me senté ante el escritorio, lápiz en mano, pero no escribí una sola letra; sentí frío y subí el radiador, luego tuve calor y me quité la rebeca. Me habría gustado darme un baño, pero no había agua caliente. Preparé una taza de chocolate, me pasé con el azúcar y el dulzor me produjo náuseas. ¿Un libro? ¿Serviría un libro? En la biblioteca los estantes estaban cubiertos de palabras muertas. Nada en ellos podía ayudarme.

Un golpe de lluvia azotó la ventana y el corazón me dio un vuelco. Sal. Sí, eso era lo que necesitaba, y no solo al jardín; necesitaba irme lejos e irme ya, a los páramos.

Sabía que la verja principal estaba cerrada con llave y no quería pedirle a Maurice que la abriera. Así pues, crucé el jardín hasta el punto más alejado de la casa, donde había una puerta en el muro. Tomada por la hiedra, llevaba mucho tiempo cerrada y tuve que retirar las hojas con las manos para poder descorrer el pestillo. Cuando cedió, tropecé con más hiedra, que tuve que apartar antes de poder salir, algo despeinada, al exterior.

Creía que la lluvia me gustaba, pero en realidad sabía muy poco de ella. La que me gustaba era la lluvia ligera de la ciudad, esa lluvia atenuada por los obstáculos que los edificios ponían a su paso y templada por el calor que emanaba de la propia ciudad. En los páramos, enardecida por el viento y agriada por el frío, la lluvia era despiadada. Agujas de hielo me aguijoneaban el rostro y a mi espalda vasijas de agua helada estallaban sobre mis hombros.

Feliz cumpleaños.

Si hubiera estado en la librería mi padre sacaría un regalo de debajo del mostrador al oírme bajar por las escaleras. Sería un libro, o varios, comprados en subastas y acumulados durante todo el año. Y un disco, un perfume o una lámina. Habría envuelto los regalos en la librería, sobre el mostrador, una tarde tranquila en que yo hubiera ido a la oficina de correos o a la biblioteca. Un día, a la hora de comer habría salido solo a elegir una tarjeta, y la habría escrito, «Besos y abrazos de papá y mamá», sobre el mostrador. Solo, muy solo. Iría a la panadería a por una tarta, y en algún lugar de la librería -yo seguía sin saber dónde, era uno de los pocos secretos que no había desentrañado- papá guardaba una vela que sacaba y encendía ese día, todos los años, y yo la soplaba tratando de poner cara de felicidad. Luego nos comíamos la tarta, con té, y nos poníamos a catalogar y digerir en silencio.

Sabía lo que él sentía ese día. Era más fácil ahora, de adulta, que cuando era una niña. Qué difíciles habían sido los cumpleaños en casa. Regalos camuflados en el cobertizo la víspera, no para que yo no los encontrara, sino para que no lo hiciera mi madre, que no soportaba verlos. La inevitable jaqueca era su rito conmemorativo celosamente custodiado, un rito que hacía imposible invitar a otros niños a casa, que hacía imposible dejarla sola para disfrutar de una visita al zoo o al parque. Los juguetes de mis cumpleaños eran siempre silenciosos. Las tartas nunca eran caseras, y antes de guardar los restos para comer más al día siguiente había que quitarles las velas y el azúcar glas.

¿Feliz cumpleaños? Papá susurraba animadamente las palabras, «Feliz cumpleaños», en mi oído. Nos divertíamos con juegos de cartas silenciosos donde el ganador ponía cara de regocijo y el perdedor torcía el gesto y se tiraba al suelo, pero nada, ni pío, ni un resoplido, se filtraba a la habitación situada justo encima de nuestras cabezas. Entre una partida y otra mi pobre padre subía y bajaba entre el dolor quedo del dormitorio y el cumpleaños secreto del salón, cambiando el semblante de alegre a compasivo, de compasivo a alegre, en los peldaños de la escalera.

Infeliz cumpleaños. Desde el día en que nací el dolor estuvo siempre presente. Se instalaba sobre los habitantes de la casa como el polvo. Lo cubría todo y a todos, nos inundaba con cada inspiración. Nos envolvía a cada uno con nuestro propio manto.

Si yo en aquel momento podía soportar y rememorar esos recuerdos era únicamente porque estaba helada.

¿Por qué no podía quererme? ¿Por qué mi vida significaba menos para ella que la muerte de mi hermana? ¿Me culpaba de esa muerte? Quizá estuviera en su derecho. Yo estaba viva porque mi hermana había muerto. Cada vez que me veía le recordaba su pérdida.

¿Habría sido más fácil para ella que las dos hubiéramos muerto?

Aturdida, seguí caminando. Un pie y luego otro, un pie y luego otro, como hipnotizada. Me traía sin cuidado adonde me llevaran. Sin mirar a ningún lado, sin ver nada, de repente di un traspiés.

Entonces choqué con algo.

– ¡Margaret! ¡Margaret!

Estaba demasiado aterida para poder sobresaltarme, demasiado aterida para que mi cara reaccionara ante la vasta silueta que tenía delante, envuelta en pliegues de tela verde impermeable que semejaban una tienda de campaña. La figura se apartó y dos manos cayeron sobre mis hombros, zarandeándome.

– ¡Margaret!

Era Aurelius.

– ¡Mírate! ¡Estás morada de frío! Ven conmigo, rápido.

Me cogió de la mano y tiró enérgicamente de mí. Mis pies le siguieron a trompicones, hasta que llegamos a una carretera y un coche. Me metió en el vehículo a empujones. Oí portazos, el murmullo de un motor, después sentí una ráfaga de calor en los tobillos y las rodillas. Aurelius abrió un termo y vertió té de naranja en una taza.

– ¡Bebe!

Bebí. El té estaba caliente y dulce.

– ¡Come!

Di un bocado al sándwich que me tendía.

En el calor del coche, bebiendo té caliente y comiendo sándwiches de pollo, sentí más frío que nunca. Los dientes empezaron a castañetearme y tiritaba descontroladamente.

– ¡Madre mía! -exclamaba en voz baja Aurelius mientras me pasaba un delicado sándwich tras otro-. ¡Santo Dios!

La comida pareció devolverme parte de la cordura.

– ¿Qué haces aquí, Aurelius?

– He venido a darte esto -dijo. Echó un brazo hacia atrás y del hueco entre los dos asientos extrajo una lata para guardar pasteles.

Colocó la lata en mi falda y esbozó una sonrisa radiante al tiempo que retiraba la tapa.

Dentro había una tarta; una tarta casera, y sobre ella, con letras de azúcar glas acaracoladas, tres palabras, «Feliz cumpleaños, Margaret».

Tenía demasiado frío como para poder llorar. De hecho, la combinación del frío y la tarta me empujó a hablar. Las palabras empezaron a salir de mi boca sin orden ni concierto, como objetos arrojados por glaciares en deshielo. Una canción de noche, un jardín con ojos, hermanas, un bebé, una cuchara.

Ante un desvarío, Aurelius estaba desconcertado.

– Pero ella me dijo…

– ¡Te mintió, Aurelius! Cuando fuiste a verla con tu traje marrón, te mintió. Lo ha reconocido.

– ¡Jesús! -exclamó Aurelius-. ¿Cómo sabes lo de mi traje marrón? Tuve que hacerme pasar por periodista, ¿sabes? -Entonces, cuando empezó a asimilar lo que le estaba contando-: ¿Dices que hay una cuchara como la mía?

– Es tu tía, Aurelius. Y Emmeline es tu madre.

Aurelius dejó de atusarme el pelo y se quedó un largo rato mirando por la ventanilla del coche en dirección a la casa.

– Mi madre -murmuró-, allí.

Asentí con la cabeza.

Hubo otro silencio, luego se volvió hacia mí.

– Llévame hasta ella, Margaret.

De repente tuve la sensación de que despertaba.

– El caso, Aurelius, es que tu madre no está bien.