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– No fue Emmeline. No fue ella. No fue ella.

– Entonces, ¿quién?

La señorita Winter cerró los ojos y empezó a balancear y mover la cabeza de un lado a otro. He visto ese mismo comportamiento en animales del zoo enloquecidos por su cautiverio. Temiendo que el tormento la asaltara de nuevo, recordé lo que mi padre acostumbraba hacer para consolarme cuando era niña. Suave, tiernamente, le acaricié el cabello hasta que, aplacada, dejó descargar la cabeza en mi hombro.

Finalmente estuvo lo bastante tranquila para que Judith pudiera acostarla. En un tono infantil y somnoliento, la señorita Winter me pidió que me quedara. Arrodillada junto a su cama, la contemplé mientras se dormía. De vez en cuando un espasmo perturbaba su sueño y en su rostro se dibujaba el miedo. Cuando eso ocurría, le acariciaba el pelo hasta que los párpados se calmaban.

¿Cuándo me había consolado mi padre de ese modo? Un incidente emergió de las profundidades de mi memoria. Yo debía de tener entonces doce años. Era domingo y papá y yo estábamos comiendo unos sándwiches frente al río cuando llegaron unas gemelas. Dos niñas rubias con unos padres rubios que habían ido a pasar el día para admirar la arquitectura y disfrutar del sol. Todo el mundo reparaba en ellas. Probablemente estaban acostumbradas a las miradas de los desconocidos, pero no a la mía. En cuanto las vi el corazón me dio un vuelco. Fue como contemplarme en un espejo y verme completa. Con qué ardor me quedé observándolas, con qué avidez. Nerviosas, las gemelas le dieron la espalda a la niña de los ojos voraces y se aferraron a las manos de sus padres. Pude ver su miedo, y una mano dura me estrujó los pulmones hasta que el cielo se volvió negro. Más tarde, en la librería, yo en el asiento de la ventana, entre el sueño y la pesadilla; papá en el suelo, de cuclillas, acariciándome el pelo y murmurando su conjuro: «Chist, pronto pasará. Tranquila. No estás sola».

Poco después llegó el doctor Clifton. Cuando me di la vuelta y lo vi en el umbral, tuve la sensación de que llevaba allí un buen rato. Al pasar frente a él cuando me iba, vi algo en su semblante que no supe interpretar.

Criptografía submarina

Regresé a mis habitaciones, con los pies avanzando con la misma lentitud que mis pensamientos. Nada tenía sentido. ¿Por qué había muerto John-the-dig? Porque alguien había toqueteado el seguro de la escalera de mano. No pudo ser el muchacho. De acuerdo con la historia de la señorita Winter, tenía una coartada clara: mientras John y su escalera salían volando desde la balaustrada hasta chocar contra el suelo, el muchacho estaba contemplando el cigarrillo de la señorita Winter sin atreverse a pedirle una calada. Por tanto, tuvo que ser Emmeline. Pero nada en la historia indicaba que Emmeline fuera capaz de algo así. Ella era una niña inofensiva, la propia Hester lo decía. Y la señorita Winter lo había expresado con claridad. No, no fue Emmeline. Entonces, ¿quién? Isabelle estaba muerta. Charlie había desaparecido.

Entré en mi habitación y me detuve frente a la ventana. La oscuridad era impenetrable; en el cristal solo aparecía mi reflejo, una sombra pálida a través de la cual se podía ver la noche.

– ¿Quién? -le pregunté.

Finalmente escuché la voz en mi cabeza, queda y persistente, que había estado intentando desoír: Adeline.

«No», dije.

«Sí», dijo la voz. Adeline.

No podía ser. Los gritos de dolor por John-the-dig seguían frescos en mi mente. Nadie podría llorar así por un hombre al que ha matado, ¿o sí? Nadie podría asesinar a un hombre al que quiere lo suficiente para derramar todas esas lágrimas, ¿o sí?

Pero la voz en mi cabeza me narró, episodio tras episodio, la historia que tan bien conocía. La violencia en el jardín de las figuras, cada acometida de las tijeras de podar un golpe en el corazón de John; los ataques contra Emmeline, los tirones de pelo, las palizas y mordiscos; el bebé arrancado del cochecito y abandonado a su suerte, para que muriera o fuera encontrado. Una de las gemelas no estaba muy bien de la cabeza, decían en el pueblo. Hice memoria y cavilé. ¿Era posible? ¿Habían sido las lágrimas que acababa de presenciar lágrimas de culpa, lágrimas de remordimiento? ¿Había estado abrazando y consolando a una asesina? ¿Era ese el secreto que la señorita Winter había estado ocultando al mundo durante toda su vida? Me asaltó una desagradable sospecha. ¿Era esa la intención de la señorita Winter contándome su historia, que la compadeciera, que la exonerara, que la perdonara? Sentí un escalofrío.

De una cosa por lo menos estaba segura: la señorita Winter había querido a John-the-dig; no podía ser de otro modo. Recordé su cuerpo, convulso y atormentado, apretado contra el mío, y comprendí que solo un amor truncado podía generar semejante desesperación. Recordé a la niña Adeline tendiendo una mano a John y a su soledad después de la muerte del ama, devolviéndolo a la vida al pedirle que le enseñara a podar las figuras del jardín.

El jardín que ella había destruido.

Mis ojos erraron por la oscuridad al otro lado de la ventana, por el magnífico jardín de la señorita Winter. ¿Era el jardín su homenaje a John-the-dig? ¿Su penitencia por el daño que había causado?

Me froté los ojos cansados y supe que debía acostarme, pero estaba demasiado cansada para conciliar el sueño. Si no hacía algo para detenerla, mi mente se pasaría toda la noche dando vueltas en círculos. Decidí darme un baño.

Mientras esperaba a que la bañera se llenara, busqué algo en qué ocupar la mente. Una bola de papel asomando por debajo del tocador llamó mi atención. La desplegué y la alisé. Era un renglón de caligrafía fonética.

En el cuarto de baño, con el agua como ruido de fondo, hice algunos intentos fugaces de encontrar sentido a la serie de símbolos, acompañada en todo momento por la sensación debilitante de que no había captado con precisión los sonidos emitidos por Emmeline. Visualicé el jardín iluminado por la luna, las contorsiones de las avellanas de bruja, el rostro grotesco y apremiante; volví a oír la voz entrecortada de Emmeline. Pero por mucho que me esforzaba, no conseguía recordar sus sonidos.

Me metí en la bañera, dejando en el borde el pedazo de papel. El agua, caliente en los pies, en la piernas, en la espalda, se enfrió al entrar en contacto con la mácula en mi costado. Con los ojos cerrados, me deslicé bajo la superficie. Orejas, nariz, ojos, la cabeza al completo. El agua me repicó en los oídos, el pelo se separó de las raíces.

Salí en busca de aire y volví a sumergirme. Otra vez aire y agua.

Sueltas, como envueltas en agua, en mi cabeza empezaron a flotar ideas. Sabía lo suficiente sobre el lenguaje de gemelos para saber que nunca es un lenguaje inventado en su totalidad. En el caso de Emmeline y Adeline, su lenguaje estaría basado en el inglés o el francés, quizá contuviera elementos de ambos.

Aire. Agua.

La introducción de distorsiones; en la entonación, tal vez, o en las vocales. Y a veces un efecto extra, añadido para camuflar el significado, no para transmitirlo.

Aire. Agua.

Un rompecabezas. Un código secreto. Una criptografía. No podía ser tan complicado como los jeroglíficos egipcios o la lineal B micénica. ¿Cuál sería el proceso que debía seguir? Examina cada sílaba por separado. Cada sílaba podría ser una palabra o parte de una palabra. Retira primero la entonación. Juega con la acentuación. Experimenta alargando, acortando y allanando los sonidos vocales. Acto seguido, ¿que te sugiere la sílaba en inglés? ¿Y en francés? ¿Y si la excluyeras y jugaras con las sílabas colindantes? Existiría un vasto número de combinaciones posibles. Miles. Pero no sería un número infinito. Un ordenador podría hacerlo. También un cerebro humano, si dispusiera de uno o dos años.

Los muertos están bajo tierra.