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Y con mi sonrisa más serena y competente cerré la puerta tras de mí, dejando al señor Lomax preocupándose en mi nombre.

Llegó el día del entierro y todavía no había tenido una oportunidad de llorar. Cada día había surgido algo. Primero fue el párroco, luego los aldeanos que llegaban cautamente a la puerta para preguntar sobre coronas y flores. Incluso vino la señora Maudsley, cortés pero fría, como si el delito de Hester me hubiera contaminado.

– La señora Proctor, la abuela del muchacho, se ha portado de maravilla -le dije-. Dele las gracias de mi parte a su marido por la idea.

Mientras todo eso ocurría, yo abrigaba la sospecha de que el joven Proctor no me quitaba el ojo de encima, aunque nunca conseguía pillarle in fraganti.

El entierro de John tampoco era un lugar adecuado para llorar. De hecho, era el menos adecuado. Porque yo era la señorita Angelfield. ¿Y quién era él? Un simple jardinero.

Después del oficio religioso, mientras el párroco hablaba amable e inútilmente con Emmeline -¿Le gustaría asistir a misa más a menudo? El amor de Dios es una bendición para todas sus criaturas-, me dediqué a escuchar al señor Lomax y al doctor Maudsley, que estaban de espaldas a mí, creyendo que no podía oírles.

– Una chica competente -le dijo el abogado al doctor-. Creo que todavía no comprende del todo la gravedad de la situación. ¿Se da cuenta de que nadie conoce el paradero de su tío? Pero cuando la comprenda, estoy seguro de que sabrá hacerle frente. He iniciado los trámites para resolver la cuestión monetaria. Lo que más le preocupaba a la muchacha era poder pagar el entierro del jardinero. Ciertamente, un corazón bondadoso el que acompaña a esa cabeza juiciosa.

– Sí -coincidió débilmente el médico.

– Siempre tuve la impresión… aunque ignoro por qué… de que las dos no estaban… del todo bien. Pero ahora que las he conocido es evidente que solo es una la afectada, por fortuna. Claro que usted, siendo su médico, probablemente siempre lo supo.

El doctor murmuró algo que no pude oír.

– ¿Qué? -preguntó el abogado-. ¿Neblina, ha dicho?

No hubo respuesta y el abogado formuló otra pregunta.

– Sin embargo, ¿quién es quién? No pude aclararlo el día en que vinieron a verme. ¿Cómo se llama la hermana juiciosa?

Me volví lo justo para poder observarlos por el rabillo del ojo. El médico me estaba mirando con la misma expresión que durante el oficio. ¿Dónde estaba la niña inanimada que había tenido varios meses viviendo en su casa? La niña que no podía levantar una cuchara ni pronunciar una palabra en inglés, y no digamos dar instrucciones para un entierro y hacer preguntas inteligentes a un abogado. Comprendía el origen de su desconcierto.

Sus ojos viajaban de mí a Emmeline, y de ella a mí.

– Creo que es Adeline.

Vi cómo sus labios pronunciaban ese nombre y sonreí mientras todas sus teorías y experimentos médicos caían desmoronados a sus pies.

Me volví hacia ellos y les saludé con una mano, un gesto de agradecimiento por haber asistido al entierro de un hombre al que apenas conocían para ofrecerme su apoyo. Así lo interpretó el abogado. Puede que el médico le diera una interpretación muy diferente.

Más tarde, muchas horas más tarde.

Terminado el entierro, por fin podría llorar.

Pero no pude. Mis lágrimas, contenidas durante demasiado tiempo, se habían secado.

Tendrían que quedarse dentro para siempre.

Lágrimas secas

– Disculpe… -comenzó Judith. Apretó los labios. Luego, con un revuelo de manos inusitado en ella, añadió-: El médico está visitando a un paciente y todavía tardará una hora en llegar. Se lo ruego…

Me anudé la bata y la seguí; Judith caminaba deprisa unos pasos por delante de mí. Después de subir y bajar escaleras y girar por pasillos y corredores llegamos a la planta baja, pero era una zona de la casa donde yo no había estado antes. Finalmente llegamos a una serie de habitaciones que supuse eran los aposentos de la señorita Winter. Nos detuvimos ante una puerta y Judith me miró preocupada. Comprendía muy bien su angustia. Del otro lado de la puerta llegaban sonidos inhumanos, guturales, bramidos de dolor interrumpidos por jadeos entrecortados. Judith abrió la última puerta y entró.

Quedé petrificada. ¡Con razón el sonido retumbaba de ese modo! A diferencia del resto de la casa, con sus cortinajes y su mullida tapicería, sus paredes forradas y sus tapices, aquella habitación era pequeña, sobria y desnuda. Las paredes eran de yeso pelado y el suelo de madera. En un rincón había una sencilla librería abarrotada de papeles amarillentos y, en otro, una cama angosta cubierta con una sencilla colcha blanca. En la ventana, sendas cortinas de percal pendían lánguidamente a uno y otro lado del cristal, dejando entrar la noche. Desplomada sobre un pupitre, de espaldas a mí, estaba la señorita Winter. Sus feroces naranjas y llamativos morados habían desaparecido. Vestía un blusón blanco de manga larga y estaba llorando.

Un chirrido de aire, áspero y atonal, sobre cuerdas vocales. Lamentos discordantes que desembocaban en espeluznantes gemidos. Sus hombros subían y bajaban con violencia y el torso le temblaba; la fuerza de esa convulsión viajaba por el delicado cuello hasta la cabeza y descendía por los brazos hasta alcanzar unas manos que aporreaban espasmódicamente la superficie del pupitre. Judith se apresuró a colocar de nuevo el cojín bajo la sien de la señorita Winter, que, poseída por la crisis, parecía ajena a nuestra presencia.

– Nunca la había visto así -dijo Judith con los dedos apretados contra los labios. Y con un tono de pánico creciente añadió-: No sé qué hacer.

La boca de la señorita Winter se abría y retorcía en espantosas y delirantes muecas de dolor, un dolor demasiado grande para caber en su boca.

– No se preocupe -le dije a Judith. Conocía aquel sufrimiento. Arrastré una silla y me senté junto a la señorita Winter.

– Chist, chist, lo sé. -Le rodeé los hombros con un brazo y cubrí sus manos con la mía. Envolviéndola con mi cuerpo, acerqué mi oreja a su cabeza y proseguí con el conjuro-. Tranquila, pronto pasará. Chist, mi niña, no está sola. -La mecí sin dejar en ningún momento de susurrar las palabras mágicas. No eran palabras mías, sino de mi padre. Palabras que sabía que funcionarían porque siempre había sido así conmigo-. Chist -susurré-. Lo sé. Pronto pasará.

Las convulsiones no cesaron, ni los gritos se hicieron menos dolorosos, pero poco a poco perdieron violencia. Entre un acceso y otro, la señorita Winter tenía tiempo de inspirar desesperadas bocanadas de aire.

– No está sola. Estoy con usted.

Finalmente calló. Tenía la curva del cráneo apretada contra mi mejilla. Algunos mechones de su pelo me rozaban los labios. Podía notar en mis costillas su respiración trémula, las delicadas convulsiones de sus pulmones. Tenía las manos heladas.

– Tranquila, tranquila.

Nos quedamos un rato en silencio. Tiré del chal hacia arriba para cubrirle mejor los hombros y le froté las manos para darles calor. Tenía el rostro desfigurado. Apenas podía ver a través de sus hinchados párpados y tenía los labios secos y agrietados. El nacimiento de un moretón señalaba el lugar donde su cabeza había estado golpeando el pupitre.

– Era un buen hombre -dije-. Un buen hombre. Y la quería.

Asintió lentamente. Su boca tembló. ¿Había intentado decir algo? Movió de nuevo los labios.

¿El seguro? ¿Era eso lo que había dicho?

– ¿Fue su hermana quien estuvo toqueteando el seguro? -Ahora parece una pregunta dura, pero en aquel momento, tras haber arrastrado consigo el torrente de lágrimas toda formalidad, mi franqueza no pareció fuera de lugar.

Mi pregunta provocó en la señorita Winter un último espasmo de dolor, pero cuando habló, lo hizo con rotundidad.