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– ¿Qué…?

No pude siquiera terminar la pregunta, pues la señorita Winter negó con la cabeza.

– Regresemos a lady Audley y su secreto, ¿le parece?

Leí durante otra media hora, si bien mi mente estaba en otra parte y tuve la impresión de que la atención de la señorita Winter también divagaba. Cuando Judith llamó a la puerta para anunciar la hora de la cena, cerré el libro y lo dejé sobre la mesa, y como si no hubiera habido interrupción, como si fuera una continuación de la charla que habíamos estado teniendo, la señorita Winter dijo:

– Si no está muy cansada, ¿por qué no viene esta noche a ver a Emmeline?

Hermanas

Cuando llegó la hora, me dirigí a los aposentos de Emmeline. Era la primera vez que acudía allí habiendo sido invitada y lo primero que noté, antes incluso de entrar en el dormitorio, fue la densidad del silencio. Me detuve en el umbral -ellas todavía no habían reparado en mi presencia- y comprendí que eran sus susurros. Casi inaudible, el roce del aliento contra las cuerdas vocales lanzaba ondas al aire. Suaves oclusivas que desaparecían antes de que pudieras oírlas, sibilantes sordas que podías confundir con el sonido de tu propia sangre en los oídos. Cada vez que creía que había cesado, un murmullo quedo volvía a rozarme el oído, como una palomilla posándose en mi cabello, y emprendía de nuevo el vuelo.

Me aclaré la garganta.

– Margaret. -La señorita Winter, sentada en su silla de ruedas junto a su hermana, señaló una silla situada al otro lado de la cama-. Me alegro de verla.

Observé el rostro de Emmeline sobre la almohada. El rojo y el blanco eran el mismo rojo y el mismo blanco de las cicatrices y quemaduras que ya conocía; no había perdido ni un ápice de su bien alimentada redondez; su cabello seguía siendo un maraña de color blanco. Sus ojos se paseaban lánguidamente por el techo, parecía ajena a mi presencia. Por tanto, ¿en qué radicaba la diferencia? Porque Emmeline estaba diferente. Se había producido en ella algún cambio, una alteración visible al instante para el ojo pero demasiado escurridiza para definirla. Conservaba, sin embargo, toda su fuerza. Tenía una mano extendida fuera de la colcha y en ella, apretada con firmeza, la mano de la señorita Winter.

– ¿Cómo está, Emmeline? -pregunté con nerviosismo.

– Mal -dijo la señorita Winter.

También ella había cambiado en los últimos días, si bien su enfermedad tenía un efecto destilador: cuanto más la reducía, más dejaba al descubierto su esencia. Cada vez que la veía, la señorita Winter me parecía más delgada, más frágil, más transparente, y a medida que se iba debilitando, más se dejaba ver el acero en su interior.

Así y todo, era una mano muy enjuta, sumamente débil, la que Emmeline tenía aferrada en su grueso puño.

– ¿Quiere que lea? -pregunté.

– Por favor.

Leí un capítulo. Luego:

– Se ha dormido -murmuró la señorita Winter.

Emmeline tenía los ojos cerrados. Su respiración era profunda y regular. Había soltado la mano de su hermana y la señorita Winter se la estaba frotando para reanimarla. Había indicios de moretones en sus dedos.

Al reparar en mi mirada, la señorita Winter enterró las manos en el chal.

– Lamento esta interrupción en su trabajo -dijo-. En una ocasión tuve que despacharla unos días porque Emmeline estaba enferma. También ahora debo estar con ella y nuestro proyecto debe esperar, pero no será por mucho tiempo. Además, se acerca la Navidad. Seguro que querrá dejarnos y celebrarla con su familia. Cuando regrese después de las fiestas veremos qué hacemos. Creo que… -fue una pausa muy breve- para entonces podremos reanudar el trabajo.

Tardé un instante en comprender qué estaba intentando decirme. Las palabras eran ambiguas. Fue su voz la que me dio la pista. Mis ojos viajaron rápidamente hasta el rostro dormido de Emmeline.

– ¿Me está diciendo que…?

La señorita Winter suspiró.

– No se deje engañar por su aspecto fuerte. Hace mucho tiempo que está enferma. Durante años pensé que viviría para verla partir antes que yo. Luego, cuando caí enferma, empecé a tener mis dudas. Ahora se diría que estamos compitiendo por llegar antes a la meta.

He ahí, por tanto, lo que estábamos esperando, el acontecimiento sin el cual la historia no podía terminar.

De repente sentí la garganta seca y el corazón asustado como el de un niño.

Muriendo. Emmeline se estaba muriendo.

– ¿Es culpa mía?

– ¿Culpa suya? ¿Por qué iba a ser culpa suya? -La señorita Winter negó con la cabeza-. Aquella noche no tuvo nada que ver con esto. -Me clavó una de esas miradas afiladas que comprendían más de lo que yo pretendía desvelar-. ¿Por qué le afecta tanto, Margaret? Mi hermana es una extraña para usted. Y dudo de que lo que la aflige sea su compasión por mí. Dígame, Margaret, ¿qué le ocurre?

En parte se equivocaba. Sentía compasión por ella, pues creía saber por lo que estaba pasando. La señorita Winter estaba a punto de sumarse conmigo a las filas de los mutilados. El gemelo que pierde a su hermano es media alma. La línea entre la vida y la muerte es estrecha y oscura, y un gemelo despojado vive más cerca de ella que el resto de la gente. Pese a su mal genio y su tendencia a llevar la contraria, la señorita Winter había acabado por gustarme. Me gustaba, sobre todo, la niña que había sido, esa niña que últimamente salía a la superficie con más frecuencia. Con el pelo corto, el rostro sin maquillar, las frágiles manos libres de las pesadas piedras, su aspecto parecía cada vez más aniñado. Para mí, era esa niña la que estaba perdiendo a su hermana, y en ese punto es donde el dolor de la señorita Winter se encontraba con el mío. En los próximos días su drama sería representado en esta casa, y sería el mismo que había forjado mi vida, con la diferencia de que el mío había tenido lugar antes de que yo fuera capaz de recordar.

Contemplé la cara de Emmeline sobre la almohada. Se estaba acercando a esa línea que a mí ya me separaba de mi hermana. Pronto la cruzaría, pronto dejaría de estar con nosotros y pasaría a estar en ese otro lado. Me embargó el deseo absurdo de susurrarle al oído un mensaje para mi hermana, confiado a alguien que tal vez fuera a verla pronto. No obstante, ¿qué podía decirle?

Consciente de la mirada curiosa de la señorita Winter en mi rostro, puse freno a mi locura.

– ¿Cuánto tiempo? -pregunté.

– Días. Una semana quizá.

Me quedé con la señorita Winter hasta bien entrada la noche. Al día siguiente estaba de nuevo allí, junto al lecho de Emmeline. Leíamos en voz alta o guardábamos largos silencios, y nuestra vigilia solo se veía interrumpida por las visitas del doctor Clifton. El hombre parecía tomar mi presencia como algo natural, me incluía en la sonrisa grave que dirigía a la señorita Winter cuando hablaba en voz baja del deterioro de Emmeline. A veces se sentaba con nosotras durante una hora, compartiendo nuestro limbo, escuchando mientras yo leía. Libros de un estante cualquiera, abiertos en una página cualquiera, que empezaba y terminaba en un punto cualquiera, a veces en mitad de una frase. Cumbres borrascosas chocó con Emma, que cedió el paso a Los diamantes de los Eustace, que se desvaneció en Tiempos difíciles, el cual se hizo a un lado ante La dama de blanco. Cualquier fragmento valía. El arte, completo, formado y acabado no tenía el poder de consolar. Las palabras, en cambio, eran una cuerda de salvamento.

Dejaban tras de sí su cadencia sigilosa, un contrapunto a las lentas inspiraciones y espiraciones de Emmeline.

Entonces el día tocó a su fin y el siguiente ya era Nochebuena, el día de mí partida. Una parte de mí no deseaba marcharse. El silencio de esa casa y la espléndida soledad que ofrecían sus jardines era cuanto deseaba en ese momento. La librería y mi padre se me antojaban pequeños y distantes, y mi madre -como siempre- más lejana todavía. En cuanto al día de Navidad… En nuestra casa las fiestas navideñas caían demasiado cerca de mi cumpleaños para que mi madre pudiera soportar la celebración del nacimiento del hijo de otra mujer, por remoto que fuera. Pensé en mi padre, abriendo las felicitaciones de Navidad de sus contados amigos, colocando sobre la chimenea el inocuo Papá Noel, los paisajes nevados y los petirrojos, y apartando las felicitaciones donde aparecía la Virgen. Todos los años las reunía en una pila secreta: retratos hechos con colores vivos de la madre mirando con arrobamiento a su hijo completo, único y perfecto, formando con él un círculo dichoso de amor y plenitud. Todos los años acababan en la papelera, la pila entera.