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– ¿Podría presentarme en pelotas?

– Haz lo que quieras, pero ven.

– Puedo imaginármelo todo, la coctelera y todas las señoras con sus elegantes sombreros y los guaperas destrozando corazones y música de órgano y todo el mundo secándose los ojos porque la novia es tan guapa y… ¿Por qué quieres entrar a formar parte de la clase media, Rhoda?

– ¿Y qué me importa? -dijo ella-. Quiero empezar a vivir.

Su novio tenía mucho dinero. En realidad era un tipo agradable y sentí que tuviera que aguantar todo aquello con una sonrisa.

Después de que se fueron, Japhy dijo:

– No aguantará a su lado más de seis meses. Rhoda es una chica muy loca y prefiere los pantalones vaqueros y andar por ahí a quedarse encerrada en un apartamento de Chicago.

– La quieres, ¿verdad?

– Y no sabes cuánto… Debería casarme con ella.

– ¡Pero si es tu hermana!

– Y qué cojones importa. Necesita a un hombre de verdad como yo. No sabes lo salvaje que es, no te criaste con ella en los bosques.

Rhoda era realmente guapa y lamenté que se hubiera presentado con su novio. En todo aquel tumulto de mujeres todavía no me había conseguido una para mí. No es que pusiera demasiado interés, pero a veces me sentía solo viéndolos a todos emparejados y pasándolo tan bien y entonces todo lo que podía hacer era meterme en el saco de dormir junto al rosal y suspirar y decir bah. Para mí todo se reducía a sabor de vino tinto en la boca y a un montón de leña.

Pero por entonces encontré algo parecido a un cuervo muerto en el cercado de los venados y pensé: "Bonito espectáculo para los ojos de una persona sensible, y todo proviene del sexo."

Así que aparté el sexo de nuevo de mi cabeza. Mientras el sol brillara y luego parpadeara y volviera a brillar, me bastaba. Sería bueno y seguiría solo, no tendría aventuras, me quedaría tranquilo y sería bueno.

"La compasión es la estrella que guía -dijo Buda-. No discutas con las autoridades o con mujeres. Suplica. Sé humilde."

Escribí un poemita dedicado a cuantos venían a la fiesta: "Hay en vuestros párpados guerras, y seda…, pero los santos se han ido, ido todos, libres de todo eso."

En realidad me creía una especie de santo demente. Y eso se basaba en que me decía: "Ray, no corras detrás del alcohol y las mujeres y la compañía, quédate en la cabaña y disfruta de la relación natural con las cosas tal y como son."

Pero resultaba difícil vivir allí arriba con todas aquellas rubias que venían los fines de semana y también alguna que otra noche. Una vez, una morenita muy guapa aceptó subir conmigo a la colina y estábamos allí en la oscuridad encima del colchón cuando, de repente, se abrió la puerta y entraron Sean y Joe Mahoney bailando y riéndose, tratando deliberadamente de que me enfadara… a no ser que creyeran de verdad en mis esfuerzos ascéticos y fueran ángeles que venían a alejarme de la mala mujer. Cosa que hicieron en el acto. A veces, cuando estaba muy borracho y colocado y sentado de piernas cruzadas en medio de una de las enloquecidas fiestas, tenía auténticas visiones de una santa niebla vacía en los párpados y cuando abría los ojos veía que todos aquellos buenos amigos estaban sentados a mi alrededor esperando que me explicara; y nadie consideraba mi conducta extraña, sino perfectamente natural entre budistas; y tanto si al abrir los ojos explicaba algo como si no, quedaban satisfechos. Durante toda esa época, en realidad, sentía un deseo irresistible de cerrar los ojos cuando estaba acompañado. Creo que a las chicas les asustaba.

– ¿A qué se debe que esté siempre sentado con los ojos cerrados?

La pequeña Prajna, la hijita de dos años de Sean, se acercaba y me ponía un dedo en los párpados y decía:

– ¡Buba! ¡Buba!

A veces prefería llevarla de la mano a dar pequeños paseos mágicos por el jardín, en lugar de quedarme sentado o charlando en el cuarto de estar.

En cuanto a Japhy, le gustaba todo lo que yo hacía siempre que procurara que la lámpara de petróleo no humeara y que no afilara el hacha de modo desigual. Era muy estricto para estas cosas.

– Tienes que aprender -decía-. Maldita sea. Si hay algo que no puedo aguantar es que las cosas no se hagan bien. Era asombroso la de comidas que sabía preparar con los productos de su anaquel. Tenía todo tipo de algas y raíces secas compradas en Chinatown, y preparaba una mezcla de aquello con salsa de soja y la echaba encima de arroz hervido y resultaba delicioso comido con palillos. Y allí sentados al anochecer, con los árboles rugiendo y las ventanas todavía abiertas, con frío, comíamos ñam. ñam aquellas deliciosas comidas chinas de fabricación casera. Japhy sabía manejar los palillos muy bien y comía rápidamente. Luego a veces yo lavaba los platos y luego salía a meditar un rato sobre mi lecho debajo de los eucaliptos, y por la ventana de la cabaña veía el pardo resplandor de la lámpara de petróleo de Japhy mientras estaba sentado hurgándose los dientes. A veces salía a la puerta de la cabaña y gritaba:

– ¡Ooooh! -Yo no le contestaba y le oía murmurar-:

– ¿Dónde coño estará? -Y le veía escudriñar la oscuridad en busca de su bikhu.

Una noche estaba sentado meditando, cuando a mi izquierda oí un fuerte crujido. Miré y era un venado que venía a visitar su antigua morada y a mordisquear un poco de follaje. A través del valle sumergido en el crepúsculo la vieja mula seguía con su gimiente: "¡Ji jo! ¡Ji jo!", como un entrecortado canto tirolés en el aire: como una trompeta tocada por un ángel terriblemente triste: como un aviso a la gente que cenaba en sus casas de que no todo estaba tan bien como creían. Y, sin embargo, era un grito de amor hacia otra mula. Pero ésa era la razón de que…

Una noche meditaba en tan perfecta quietud que llegaron dos mosquitos y se me posaron en una de las mejillas y se quedaron allí mucho tiempo sin picarme y luego se marcharon, y no me habían picado.

27

Pocos días antes de la gran fiesta de despedida, Japhy y yo discutimos. Bajamos a San Francisco para, dejar su bicicleta en el mercante atracado en el puerto, y después fuimos al barrio chino bajo la llovizna a que nos cortaran el pelo por muy poco dinero en la escuela de peluqueros. Finalmente, pensábamos buscar en los almacenes del Ejército de Salvación y del Monte de Piedad algo de ropa interior y cosas así. Mientras caminábamos bajo la llovizna por las concurridas calles ("¡Esto me recuerda a Seattle!", gritó), tuve unas ganas invencibles de emborracharme para ponerme bien. Compré una botella de oporto y lo destapé y llevé a Japhy a una calleja y bebimos.

– Será mejor que no bebas demasiado -me dijo-. Ya sabes que después vamos a ir a Berkeley a una conferencia y un coloquio en el Centro Budista.

– No tengo ganas de ir, lo único que quiero es beber en las callejas.