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La Biblioteca Florentina está situada en el segundo piso, del otro lado del corredor del departamento del Pontífice. Contra la pared hay un paisaje de Bellini. Es una vista del Tiber. Desde la ventana, durante los últimos cuatro siglos, el paisaje ha cambiado poco. Aunque la ciudad ha crecido y se ha extendido en todas las direcciones, las viejas iglesias, los palacios renacentistas color rosa y las ruinas romanas ayudan a la mirada a abrirse paso hacia el pasado, tal como lo imaginó el artista. En los estantes de la biblioteca los libros varían un poco, según la personalidad y los gustos del Papá. Los estantes aún siguen llenos, principalmente, con diccionarios y enciclopedias en idiomas diferentes, de los cuales era un gran coleccionista Pío XII. La única pintura que se ha agregado recientemente es la que se conoce bajo el nombre de La Madonna del Pescador, de un artista desconocido del siglo dieciséis, que le fuera regalada a Juan XXIII por la Corporación de Pescadores de Fiesole.

El cardenal Sandomme mantenía firmes los ojos en la imagen cándida y dulce de la Santísima Virgen, esforzándose deliberadamente en calmar su humor sarcástico y desagradable, y en conseguir estar más alegre y menos agresivo. También sentía que otra mirada a la pelotita que rebotaba infatigablemente hacia arriba y abajo en el centro de la mesa de caoba, y al encendedor que ardía, lo haría estallar en una carcajada de alegría. Siempre había sabido que algún día esto ocurriría. Era un triunfo bien merecido de la búsqueda materialista de la humanidad.

El cardenal Sandomme era un hombre alto, bien plantado, corpulento, tenía una barba que aún era muy negra y ojos penetrantes que nunca habían sido atravesados por una sombra de duda o de pregunta sin respuesta. Tenía setenta y cinco años y, respecto de la fuerza del espíritu, era el hombre más joven de su tiempo. A medida que los años pasaban, la única señal de envejecimiento era que cada día estaba menos y menos inclinado a malgastar su paciencia en las cosas transitorias de la tierra. Sabía que su mayor pecado era un amor que contenía más exigencia que lástima, más impaciencia que perdón.

Cuando había que tener en cuenta los compromisos, no había lugar para Sandomme. De acuerdo a las picantes palabras de De Gaulle, el cardenal era "un hombre de excelente consejo, particularmente cuando no se lo habían pedido". Y veinte años atrás, se contaba que el gran escritor Bernanos le había dicho irónicamente al Nuncio Apostólico en París: "Sandomme pertenece a una era diferente… la de la Iglesia Católica…"

Aunque era bien consciente de que su fe llevaba aparejada más exigencia que amor y más impaciencia que piedad, esta última reunión, la cuadragésima quinta a la que asistía en su calidad de primado de Gales, era más de lo que podía soportar sin entrar en una de esas explosiones de mal humor por las que, desgraciadamente, era famoso.

La comisión teológica Vaticano II había presentado pocas horas antes sus conclusiones. Los consejeros científicos, seleccionados entre las mentes católicas italianas más distinguidas, habían presentado en un documento cauto, altamente tenso, como en el caso del control de la natalidad, la necesidad de proseguir investigando. Nadie se atrevía a encarar el verdadero resultado.

El primado de Gales estaba desalentado y enojado. No era momento para la prudencia y la diplomacia. Era una época para el trueno y la ira. Y era difícil imaginar a Pablo VI en el papel de un castigador a la manera de Jehovah. Sandomme enterró la sonrisa dentro de la espesura de la barba. "Es casi una era para un Papa judío", pensó.

Su impaciencia había alcanzado ahora un punto en el que se transformaba en una especie de desorden mental monótono y disgustado. La cauta opinión de la comisión sonaba a capitulación. "Falta de suficientes hechos científicos". Es lo que debía ser; pero es exactamente ahí donde empieza la traición de los valores humanos: cuando el punto de contacto con la ciencia es meramente científico.

Sandomme miró receloso hacia Pablo VI. Había conocido al cardenal Montini, mas no podía preciarse de conocer ahora a Pablo VI. El peso de la corona de San Pedro cambia a un hombre casi en el mismo momento de posársele sobre la cabeza. Se impresionó una vez más ante la fragilidad extrema del Pontífice y frente a los ojos italianos afables y cálidos en los cuales la inteligencia está atemperada por la vieja intimidad mediterránea que tiene vida y luz. Un Papa civilizado, imaginó Sandomme. Y lo que la época reclamaba era un primitivo, como en los primeros días de la iglesia… Timorato, pensó, sintiéndose profundamente avergonzado de que esta crítica se le hubiese cruzado por la mente. Pero había pocas dudas de que la cristiandad retrocediese hasta donde había empezado, entre carpinteros, pescadores y pastores…

El cardenal Sandomme lanzó un profundo suspiro y miró a su vecino, el padre Buominari, un simple cura de parroquia, muy amado por Su Santidad. Era amigo de toda la vida del Pontífice, y se sabía que el Papa escuchaba atentamente sus consejos, pues en su voz reconocía la del simple pueblo italiano.

Por la cara del buen padre se deslizaban lágrimas mientras miraba con una expresión de amor y de pena a la llama del encendedor y a la pelota saltarina. Se notaba, por cierto, que estaba profundamente conmovido con lo que allí dentro estaba aprisionado, esforzándose por liberarse, quienquiera o cualquier cosa que fuere… "Fuerza ascendente", la habían denominado en el informe científico, una expresión que había provocado que las negras cejas del cardenal Sandomme se erizaran de indignación.

– ¡Povere! ¡Povere! -musitaba el padre Buominari. Ahora tenía que hablar Haas, el superior general de los jesuítas. Sandomme buscó algún indicio de perturbación interior reflejada en la cara, pero no encontró ninguna. Era una cara que muchos años de experiencia y un profundo conocimiento de la naturaleza humana habían modelado para darle un cauteloso e inexpresivo toque de gran diplomático o abogado, advirtiéndose su origen flamenco en el color herrumbre del pelo y de la piel, que parecía llegar hasta el blanco de los ojos. "Una de nuestras mentes verdaderamente privilegiadas" -pensó Sandomme casi agresivo, en forma dolorosa, consciente del viejo cristiano primitivo que abrigaba en su interior.

– Nunca se ha tenido conocimiento de la reversibilidad de un proceso científico -estaba diciendo el religioso-. Tampoco existe duda sobre la entera solidez del informe de la comisión teológica. Es obvio que ninguna mano humana puede retener, llevarse o guardar para sí algo que solamente le pertenece a Dios. Alegar lo contrario sería acercarse a la blasfemia, ya que parecería que se tendrían dudas sobre el poder del Todopoderoso para entrar en su propio…

– Existe el poder de Dios, y la voluntad de Dios, -murmuró Sandomme-. Tal vez sea una manifestación de su voluntad, un castigo final…

El jesuíta ignoró la interrupción.

– La enseñanza habla de "espíritu", no de "energía". Por allí llegó a la conclusión de que no entraría dentro de los mejores intereses de la iglesia condenar este nuevo mecanismo tecnológico puesto que aparecería por un lado como una excesiva creencia en el poder del hombre y, por el otro como una falta de confianza en el poder de Dios. No sabemos lo suficiente sobre la verdadera naturaleza de esta energía como para adelantarnos condenándola, cosa que instantáneamente muchos lo atribuirían a la ignorancia, a los prejuicios y al atraso… Sandomme apenas asintió, en una especie de aprobación totalmente inocua. Ninguno de los obispos presentes tomó esta seña sarcástica por un signo de asentimiento. El viejo soldado de Cristo estaba indicando simplemente que Haas había tomado una postura que él ya esperaba, viniendo de la orden de la iglesia más dialécticamente hábil y políticamente consciente.