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Poco a poco el bosque se iba espesando. A los espinos sucedieron los laureles aromáticos, los cedros rojos, los pinos. Los troncos de los árboles muertos y putrefactos formaban tal maraña que Robinsón tan pronto se arrastraba por túneles vegetales como se hallaba de repente caminando a varios metros del suelo, como si atravesara pasarelas naturales. El encabalgamiento de las lianas y las ramas le envolvía, como si fuera una gigantesca red. En el silencio aplastante del bosque, el ruido que él mismo hacía al avanzar estallaba con ecos pavorosos. Y no sólo no se percibía el menor rastro humano, sino que incluso hasta los mismos animales parecían ausentes de aquellas catedrales de verdor que se sucedían a su paso. Por eso, cuando distinguió a un centenar de pasos una silueta inmóvil que semejaba un cordero o un gran carnero, creyó también que se trataba de un tronco apenas algo más raro que los demás. Pero poco a poco el objeto se fue transformando en la verde penumbra en un macho cabrío salvaje con el pelo muy largo: la cabeza erguida, las orejas tensas hacia delante, le veía acercarse estático en una inmovilidad mineral. Robinsón tuvo un estremecimiento de miedo supersticioso al pensar que tendría que pasar junto a aquel animal insólito si no daba media vuelta. Abandonó su bastón, demasiado ligero, y recogió un tronco negro y nudoso que era lo suficientemente grueso como para aguantar el impulso del macho cabrío si cargaba contra él.

Se detuvo a dos pasos del animal. Entre la masa de pelos, un gran ojo verde fijaba sobre él una pupila oval y sombría. Robinsón recordó que la mayoría de los cuadrúpedos, por la posición de sus ojos, no pueden detectar un objeto más que de un modo confuso y recordó también que un toro que ataca no ve nada del adversario contra el cual embiste. De la gran estatua de pelos que obstruía el sendero salía un estertor de ventrílocuo. Una cólera repentina invadió a Robinsón, sumándose el miedo a la extremada fatiga. Levantó su garrote y lo dejó caer con todas sus fuerzas entre los dos cuernos del macho cabrío. Hubo un chasquido sordo; el animal cayó de rodillas y después se tambaleó hacia un lado. Era el primer ser vivo que Robinsón había encontrado en la isla. Lo había matado.

Tras varias horas de escalada, llegó a la ladera de un macizo rocoso en cuya base se abría la boca negra de una gruta. Se dirigió a ella y se dio cuenta de que era enorme y tan profunda que no podía pensar en explorarla de momento. Volvió a salir y comenzó a escalar la cima del caos rocoso, que parecía ser el punto más elevado de aquella tierra. Desde allí, efectivamente, podía abarcar todo el horizonte que le rodeaba: el mar se veía por todos los lados. Se encontraba, por tanto, en un islote mucho más pequeño que Más a Tierra y carente de cualquier traza de hallarse habitado. Ahora comprendía el extraño comportamiento del macho cabrío que acababa de machacar: aquel animal jamás había visto a un ser humano; la curiosidad le había impulsado a detenerse. Robinsón estaba demasiado cansado como para poder medir toda la extensión de su desgracia…, «pues si no es Más a Tierra -se dijo sencillamente-, es la isla de la Desolación», resumiendo su situación con aquel bautismo improvisado.

Pero el día declinaba. El hambre le producía un nauseabundo vacío. La desesperación exige un mínimo de tregua. Mientras vagaba por la cima de la montaña descubrió una especie de plátano silvestre, más pequeño y más azucarado que los de California; lo cortó en pedazos y cenó. Después se escurrió entre las peñas y se hundió en un sueño sin sueños.

Un cedro gigantesco que hundía sus raíces a la entrada de la gruta se elevaba por encima del macizo rocoso, como genio tutelar de la isla. Cuando Robinsón se despertó, una débil brisa de noroeste animaba a sus ramas con gestos tranquilizadores. Aquella presencia vegetal le serenó y le hubiera hecho presentir todo lo que la isla iba a ser para él, si toda su atención no estuviera absorbida y concentrada en el mar. Ya que aquella tierra no era la isla de Más a Tierra, debía tratarse de un islote que no mencionaban las cartas, situado en alguna parte entre la gran isla y la costa chilena. Al oeste el archipiélago Juan Fernández y al este el continente sudamericano se hallaban de hecho a distancias imposibles de determinar, pero que probablemente sobrepasaban a las posibilidades que tendría un hombre solo sobre una balsa o una almadía improvisada. Además, el islote debía encontrarse fuera de la ruta regular de los navíos, ya que era totalmente desconocido.

Robinsón, al tiempo que se hacía estos razonamientos, examinaba la configuración de la isla. Toda su parte occidental se mostraba cubierta por el espeso vellón del bosque tropical y concluía en un acantilado rocoso cortado a pico sobre el mar. Hacia el levante, en cambio, se veía ondular una pradera muy irrigada que degeneraba en zonas pantanosas, desembocando al fin en una costa baja y con lagunas. Sólo el norte del islote parecía abordable. Estaba formado por una amplia bahía de arena, limitada al noroeste por doradas dunas y al nordeste por los arrecifes, sobre los que podía distinguirse el casco del Virginia con su gran panza empalada.

Cuando Robinsón comenzó de nuevo el descenso hacia la orilla de la que había partido la víspera, había sufrido un primer cambio. Era un ser más grave -es decir, más meditabundo, más triste-, porque había reconocido y medido toda la dimensión de aquella soledad que sería su destino probablemente durante largo tiempo.

Se había olvidado ya del macho cabrío cuando volvió a descubrirle en medio del camino que había seguido la víspera. Fue feliz cuando volvió a sentir bajo su mano, casi por casualidad, el garrote que había dejado caer unos pasos más adelante, porque una media docena de buitres -la cabeza hundida entre los hombros- le miraba aproximarse con sus ojillos rosas. El macho cabrío yacía despanzurrado entre las piedras y la molleja escarlata y pelada que sobresalía del plumaje de los carroñeros indicaba elocuentemente que el festín había comenzado.

Robinsón avanzó, mientras hacía girar su pesado garrote. Los pájaros se dispersaron, corriendo con pesadez sobre sus patas torcidas y comenzaron a levantar el vuelo uno tras otro con enorme dificultad. Uno dio la vuelta en el aire y, retrocediendo, dejó caer un fiemo verde que se aplastó sobre un tronco muy cerca de Robinsón. Sin embargo, los pájaros habían trabajado con limpieza. Sólo las entrañas, las vísceras y los genitales del macho cabrío habían desaparecido y era muy posible que el resto sólo fuera comestible para ellos, tras largos días de cocción al sol. Robinsón cargó el despojo sobre sus hombros y continuó su camino.

Cuando regresó a la playa, cortó un cuarto del animal y lo asó, colgándolo de tres palos atados en haz sobre un fuego de eucaliptos. La chisporroteante llama le reconfortó más que la carne almizclada y coriácea que masticaba, mientras contemplaba el horizonte. Decidió mantener aquel fuego permanentemente, en primer lugar para caldearse el ánimo, pero además para utilizar el mechero de sílex que había encontrado en su bolsillo, y sobre todo para hacer una señal a eventuales salvadores. Por otra parte, nada podía servir mejor para atraer a la tripulación de un navío que pasara cerca de la isla que los restos del Virginia, que se mantenía en equilibrio sobre su roca, evidente y lastimoso con sus maromas deshilachadas colgando de sus mástiles quebrados, pero capaz de provocar aún la avaricia de cualquier aventurero. Robinsón pensaba en las armas y provisiones de todo tipo que guardaba aún en su interior, armas y provisiones que él debería rescatar antes de que una nueva tempestad barriera definitivamente los restos. Si su estancia en la isla tenía que prolongarse, su supervivencia iba a depender de aquella herencia legada a él por sus compañeros, que en el presente no podía ya dudar de que estaban todos muertos. Lo prudente sería proceder sin más demora a las operaciones de desembarco, que iban a presentar enormes dificultades a un hombre solo. Sin embargo, no hizo nada, tras considerar que si vaciaba el Virginia le dejaría más vulnerable ante un vendaval, y por tanto comprometería su más valiosa oportunidad de salvación. La verdad era que experimentaba una repugnancia insuperable hacia todo lo que pudiera parecerse a trabajos de instalación en la isla. No sólo porque se empeñaba en creer que su estancia allí no podría ser muy larga, sino además por un temor supersticioso: le parecía que si hacía cualquier cosa para organizar su vida en aquellas costas, estaba renunciando a las posibilidades que tenía de ser recogido inmediatamente. Dando con obstinación la espalda a la tierra, no tenía ojos más que para la superficie curvada y metálica del mar, de donde habría de venir muy pronto la salvación.