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– ¡Guardia Civil, tire el arma o disparo!

Tanto Riudavets como yo, instintivamente, reaccionamos agachándonos. Eso nos salvó de recibir la bala que una décima de segundo después silbó a unos centímetros de nosotros y se clavó en una de las furgonetas. Luego sonaron otros dos tiros muy seguidos, pero éstos no vinieron por nosotros. Oímos un grito masculino y cuando me volví hacia el lugar del que provenía vi al hombre que nos había disparado desde la puerta caer rodando como un fardo. Entre tanto, los dos rumanos habían arrollado a Riudavets y echaban a correr hacia la calle. Le ayudé a incorporarse y salí tras ellos. En la acera se encontraron con que alguien les cortaba el paso. Chamorro, desencajada, les gritó:

– Al suelo, cabrones, si no queréis que os reviente.

Ella y un mosso los estaban encañonando. Pero aquellos dos tipos eran de cuidado o creían que ya no tenían nada que perder. Stefan introdujo la mano bajo su pantalón y el otro se buscó la axila. El gesto les salió caro. Stefan recibió dos balazos en las piernas, disparados por mi compañera. Al otro le tocaron en suerte otros dos tiros, uno del mosso, igualmente en las piernas, y uno mío, en el hombro al que podía dispararle con la máxima diagonal posible, para no poner en peligro a mis compañeros. No es de buen gusto darle a alguien por la espalda, pero la situación justificaba no andarse con remilgos. Los dos se fueron a tierra antes de poder sacar las pistolas que llevaban, y entre los cuatro que estábamos allí, incluyendo a Riudavets, que llegó tras de mí, los desarmamos y los esposamos sin pararnos a comprobar la gravedad de sus heridas. Riudavets estaba totalmente fuera de sí:

– Joder, qué hijos de puta. Hosti, están locos o qué.

– No sé, ahora veremos -dije, jadeante.

A Riudavets le sonó entonces el móvil.

– Es Asensi -explicó, mientras lo atendía-. Que tres tíos han ido a salir por el muelle de carga y que cuando les han dado el alto han vuelto a meterse dentro. Me cago en todo, esto es un desastre.

– A ver -dije-, ahora es cuando no podemos amontonarnos. Chamorro, pide que nos manden tres ambulancias, y un par de furgonetas de GRS. No le quitéis ojo a la puerta. Voy a ver a los demás.

Tena se había ocupado de acercarse a desarmar al pistolero al que había abatido. Aunque no hacía mucha falta. Los dos proyectiles que le había clavado en el costado lo habían dejado listo en el acto.

– Me lo he cargado, mi sargento -dijo, trémula.

– Me has salvado la pelleja, muchacha. Ya juraré ante Dios y el diablo que no tuviste más remedio que tumbar a este bicho. Ven.

La aparté de allí y me fui a buscar a Rubio.

– ¿Cómo ha sido? -preguntó mi colega.

– Nada, hemos tenido la puta suerte de revolver un nido de alacranes -expliqué-. Pero todos los buenos estamos bien, y los malos que han asomado el hocico, neutralizados. Que nadie se mueva de sus puestos. No sabemos los que pueden estar ahí dentro ni si están armados. He pedido que nos manden a los GRS por si hay que hacer un asalto a las malas. Mientras tanto, vigilando y sin ofrecer blanco.

– Si hay que hacer un asalto, habría que llamar a los de la UEI.

– Como ya imaginas, eso se me escapa. Lo que podemos hacer ya es asegurar el perímetro, y para eso me valen los GRS. Voy a llamar a mi comandante y que lo decida él. A ver cómo le cuento que de repente y sin avisarle nos hemos metido en Iwo Jima. Espero que me crea cuando le jure que creía que íbamos a hacer una identificación rutinaria. Porque, visto objetivamente, la hemos jodido bien, compañero.

– Quién lo iba a saber.

Le arreé un puñetazo a una farola. Me hice daño.

– Me cago en la puta, le he pegado un tiro a un tío y por poco no me he llevado yo otro. Hacía quince años que no me pasaba. Y entonces era un novato y estaba en la guerra. Pero ahora se supone que tengo el conocimiento y la experiencia para no meterme en una así…

– Ya está, a cualquiera puede pasarle.

– En fin -inspiré hondo-. Pues eso, todos firmes en sus puestos.

Volví junto a Riudavets. Estaba, si cabe, más nervioso.

– No sé a ti, pero a mí me va a caer una bronca de tres mil pares de narices -dijo-. No tengo más remedio que llamar a mis jefes.

– Yo también. Ya nos lameremos las heridas mutuamente.

– Collons, quién iba a imaginarse…

– Espérate, y a ver lo que queda todavía dentro.

Recuerdo la media hora siguiente como una locura absoluta. Hablé con el comandante Pereira, con el capitán Cantero, con la juez. A todos tuve que convencerles de que no acababa de comerme un revuelto de hongos alucinógenos. Después de eso, reaccionaron bien. Cantero se ocupó de que el coronel jefe de la comandancia hablara con el responsable de los mossos en Barcelona y organizara en forma regular la coordinación que Riudavets y yo habíamos montado al estilo guerrilla. Pereira movilizó a nuestra unidad de intervención, con la aquiescencia del jefe de los mossos, que reconoció nuestra mayor experiencia en la materia. La juez, pasada la reacción inicial de estupor y espanto, me ratificó su confianza. Llegaron las ambulancias y se llevaron a los heridos, convenientemente custodiados. Y en seguida hubo alrededor de la nave más guardias y mossos que bañistas un agosto en Benidorm. Las riendas de la operación las tomaron los expertos de ambos cuerpos en aquella clase de crisis. Con un megáfono intimaron a los que estaban dentro a salir con las manos en alto y todo lo habitual en estos casos. Durante veinte minutos no hubo ninguna respuesta. Al fin, se abrió la puerta y, en lugar de lo que todos esperábamos, salió un grupo de muchachas muy jóvenes y casi histéricas. Nuestros GRS y los antidisturbios de los mossos se hicieron cargo de ellas. Algún GRS parecía llevar de la mano una Barbie, por la desproporción de tamaño corporal. Andarían todas entre los dieciséis y diecinueve años.

Cinco minutos después, salieron cinco hombres con las manos en la cabeza. Formaban un grupo desparejo. Había dos jóvenes y muy altos, con aspecto de extranjeros, y otro de unos cincuenta años, también con pinta foránea. Los dos últimos que salieron iban tan cabizbajos que me costó al principio saber cómo eran. Pero cuando me fijé un poco mejor, me quedé de piedra. Uno de ellos llevaba ropa de macarra, iba algo desaseado y le distinguí dos pendientes de aro en las orejas. El otro era alguien a quien ya había visto antes. El inspector Cruz.

– Eh, Riudavets -dije, sin salir aún del todo de mi pasmo-. Una pregunta un poco idiota. ¿Tú sueles comer roscón de Reyes?

– No. Aquí no hay demasiada costumbre.

– Pues si lo haces, no aprietes mucho al cortar, no vayas a dar con la sorpresa. Hemos tenido un tino del carajo. ¿Ves a ese tío?

– Sí.

– Es un madero. Vete a saber lo que nos va a salir de aquí.

Cuando comprobamos su identidad, descubrimos que también el de los pendientes era policía. Y cuando por fin irrumpimos en el almacén, las sorpresas fueron en aumento. Parecía un estudio de cine o televisión, lleno de decorados que simulaban diversos ambientes. Un hospital, un gimnasio, un aula, un salón de estar, un dormitorio… Había cámaras, ordenadores, copiadoras de cedés y deuvedés. Lo que grababan ya no nos sorprendió tanto. Esa tarde se lo enseñamos a la cabo primero Jimena, nuestra especialista de Sitges. Con ira contenida, declaró:

– Por mucho que vea, nunca terminaré de habituarme. ¿Y sabe lo que le digo? Aparte de cerdos son unos ratas. Les consta que es mucho más seguro grabarlas allí, en sus países, donde pueden tener a sueldo a la policía, si quieren. Pero si se las traen aquí también las rentabilizan ofreciéndolas para uso directo. Así las exprimen doblemente.

– Eso parece -dije-. Pero no sobrevalores la diferencia entre sus países y éste. Porque aquí también tenían polis en nómina.

– No me lo recuerde. Cruz… Todavía estoy alucinando.

– Es normal, hay un porcentaje estadístico, no falla. De los que vivimos junto a la raya, unos cuantos la tienen que cruzar.