– A la entrada del pueblo.
Llegué el último. Estaban arremolinados en torno al capó de un coche, mirando un plano. Riudavets y cuatro de los suyos, entre ellos Asensi, y la gente de mi equipo. Riudavets comentaba con Rubio la topografía del objetivo mientras Asensi se mantenía en comunicación con su centro de operaciones, desde donde controlaban la posición del teléfono móvil de Stefan. Al verme llegar, Riudavets me apremió:
– Hola, Vila, me dicen que ya estás al corriente.
– Aproximadamente sí.
Me señaló un punto en el plano.
– Podrían ser varias naves, con el margen de error del localizador, pero nos inclinamos a pensar que sea ésta, la que está en la esquina de esta manzana. Las dos contiguas son una imprenta y un depósito de una cadena de supermercados bastante conocida. Ésta, sin embargo, es un almacén de una empresa logística que no le suena a nadie.
– Me sumo a tu criterio. Parece grande.
– Sí, menos mal que somos una pandilla. Propongo rodearla y esperar a que salga. Lo más normal es que lo haga por la puerta principal, así que, si te parece, ahí nos apostamos tú y yo para identificarlo.
– Me parece.
– Con los demás creo que podremos cubrir las otras salidas.
– Y a echarle paciencia.
– Tranquilo -dijo-. Hemos comprado bebida y bocadillos.
– Previsión catalana -bromeé-. ¿Y nos vais a convidar y todo?
– Qué va, hemos traído el ticket del Caprabo para cargaros seis onceavos del importe a los parásitos del Estado centralista.
– Vale, me lo he ganado.
El almacén tenía atrás un pequeño muelle de carga y una puerta lateral, además de la entrada situada en la fachada que daba al frente de la calle. Nos repartimos estratégicamente. Asensi, con otros dos de los suyos y Gil, cubrió el muelle de carga. Rubio y Ponce y un mosso, la puerta lateral. Y Riudavets y yo, junto a uno de sus hombres y Tena y Chamorro, la entrada principal. Salvo que tuvieran un túnel al estilo La Gran Evasión, nadie podría entrar o salir de la nave sin que lo viéramos. Infringiendo su habitual reserva, Tena se permitió observar:
– Es la primera vez desde que estoy aquí que tengo la sensación de haber vuelto al ejército. Me recuerda a las maniobras de despliegue en población. Aunque con malos enfrente, que cambia un poco.
– Tena viene de la mili -le expliqué a Riudavets-. Y no de cualquier parte de la mili, si me dejas que se lo cuente, Tena.
– Yo no me avergüenzo -dijo-. Aunque a la gente le choque.
– ¿Dónde estuviste? -preguntó Riudavets.
– En la Legión -reveló Tena, con orgullo.
Riudavets no supo controlar ahí sus cejas, que subieron hasta casi rozarle el tupé. Consideré oportuno tranquilizarle un poco:
– Pero no te preocupes. Suele avisar antes de disparar.
Tena sonrió forzadamente. Y dijo:
– Ya sé que a todo el mundo se le hace raro. Pero con dieciocho años, a mí me pareció mucho mejor meterme ahí que hacerme camarera, como mis amigas. Y no me arrepiento. Me enseñaron muchas cosas y he podido entrar en la Guardia Civil y tener un camino en la vida.
– Claro -dijo Riudavets, con escasa naturalidad.
Estuvimos vigilando cerca de una hora, sin que nadie llegara ni se fuera del almacén. Ante la entrada de la nave había dos furgonetas y cuatro coches. Una de las furgonetas era de carga, la otra, me chocó, de pasajeros. Los coches eran grandes y relativamente potentes. Destacaba un Lexus deportivo. Mientras daba cuenta de mi sándwich, me pregunté quiénes estarían dentro y qué estarían haciendo. El Lexus, ¿sería de Stefan o de otra persona? ¿Era Stefan el jefe o un subalterno? Recordé la conversación que había tenido con Catalina Iliescu. Ella se refería a alguien que se había vuelto loco y ante quien pedía al hombre que intercediera. Esto, como la respuesta de Stefan, no puedo ayudarte, me inclinaba a pensar que el jefe era otro. Pero no era un argumento definitivo. Y en todo caso, tampoco me servía para descartar que el Lexus fuera suyo. Desde donde estábamos no podíamos ver las matrículas de los coches, pero se me ocurrió enviar a alguien para que las anotara, y ya que parecía que íbamos a tener tiempo, comprobarlas. Se lo comenté a Riudavets, que no sólo estuvo de acuerdo, sino que añadió:
– Coño, eso lo teníamos que haber hecho lo primero.
Envió a su subordinado a cumplir la misión. Apenas acababa de bajar del coche cuando se abrió la puerta principal. De ella salieron dos hombres, uno sobre los veintiocho o veintinueve años y el otro cercano a los cuarenta. El más joven se parecía enormemente a la fotografía que Riudavets traía consigo. Se entretuvieron junto al Lexus. Al mayor se le veía muy irritado. Para cerciorarnos, le pedí a Chamorro:
– Dale un toque al móvil. Sólo uno.
Chamorro marcó el número de Stefan. El hombre más joven se llevó la mano al bolsillo del pantalón y sacó su teléfono.
– Es él, Riudavets. Sólo son dos. Vamos por ellos.
El mosso evaluó la situación, y convino conmigo:
– Sí, no tenemos gente para seguirlos a ambos en condiciones.
– Avisa a los otros y diles que estén pendientes, que vamos a identificarlos -le pedí a Chamorro-. Y tú y Tena, cubridnos sin que os vean.
Nos bajamos del coche. Riudavets hizo señas al hombre de su equipo para que nos cubriera desde la izquierda. Chamorro se situó a nuestra espalda y Tena se abrió a la derecha. Cuando los demás estuvieron en posición, el jefe de los mossos y yo avanzamos hacia la entrada. Desde la valla hasta el lugar donde seguían departiendo los dos hombres, pronto oímos que en un idioma extraño, había unos quince metros. Atravesarlos requería decisión y calma. Se supone que un policía ha de reunir ambas cosas, pero también lleva en el pecho, como cualquiera, una máquina de bombear que en instantes como aquél tiene la enojosa costumbre de ponerse a trabajar a un ritmo endiablado.
– Saca tu placa -le susurré a Riudavets-, estamos en tu nación.
– Muy gracioso, tío. La saco, pero tú quédate dos pasos atrás y ojo.
– Por supuesto.
Antes de bajar del coche, había tenido la precaución de montar la Walther. Hay pirados que la llevan siempre con una bala en la recámara, pero por mucho que el manual asegure que es muy difícil que se dispare accidentalmente, a mí una pistola que no tiene seguro convencional me impone lo suficiente como para ser más precavido. Tampoco soy Billy the Kid, ni tengo ganas de serlo. De hecho, las pocas veces que le pongo la bala lo hago con una sensación desagradable: como si algo no fuera como debe, como si los acontecimientos me arrastraran en lugar de controlarlos yo, que se supone que es mi obligación y para lo que debería estar capacitado como investigador criminal.
De todos modos, me dije que teníamos nada menos que nueve personas competentes cubriéndonos las espaldas. El riesgo estaba controlado, aquello no era ninguna insensatez. Lo que importaba era mantener la sangre fría, el pulso firme y los sentidos bien alerta.
Nos vieron venir cuando estábamos a unos ocho metros. Interrumpieron bruscamente la conversación y dieron medio paso hacia el coche. Riudavets echó mano a su cartera. Yo a la culata de la Walther, por si las moscas. Pero nos dejaron llegar sin moverse. Dijo Riudavets:
– Buenos días.
– Hola -dijo el mayor-. ¿Desean algo?
En la ese se le advirtió el acento. Tenía una mirada áspera.
– Mossos d'Esquadra -dijo Riudavets, mostrando la placa, y dirigiéndose al más joven, dijo-: ¿Es usted Stefan Gheorgiu?
– Sí -respondió, adhiriéndose imperceptiblemente al Lexus.
– Tiene que acompañarnos.
– ¿Por qué?
– Ahora le explicaremos. Y usted -le dijo al de más edad-, ¿puede dejarme ver su documentación?
– ¿Para qué? Soy un empresario con todos los papeles en regla.
– Entonces no debe importarle enseñármelos.
Fue en ese momento cuando cometí el error. Pendiente como estaba de los dos rumanos, que a cada segundo me iban pareciendo más peligrosos y más al borde de saltar, perdí de vista la puerta. De pronto, oí una estridente voz femenina que chillaba a mi espalda: